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La cortina ahora corrida tres palmos, dejando ver la puerta de cuarterones entornada. Ramona se incorpora un poco y ve algo que la acogota nuevamente sobre el cabezal empapado de lágrimas. Un estremecimiento recorre su cuerpo, se acurruca junto a Java, se oculta tras él. Entonces Java vuelve los ojos hacia la cortina y mira a su vez pero con toda tranquilidad, mira el nido bermellón de sombras donde parece flotar una máscara de cera y capta la orden imperiosa agazapada entre dos ruedas niqueladas: fuera cigarrillos, a trabajar, a encajar otra vez las ingles doloridas en las nalgas heladas de ella.

El mirón permanecía en una inmovilidad accidental e inhumana, de maniquí roto. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Brillaron en la sombra sus pupilas, un instante, luego se apagaron. Alzó en el aire la barbilla, un gesto que presumía el hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: otra vez. Tápame que no me vea, susurra Ramona echada sobre el costado al borde del lecho, recibiéndole ahora sin resistencia pero como cayéndose con él en un pozo, gimiendo. Sus ojos habituados al desdén, se cierran al fin. Terminamos en seguida, desliza Java en su oído, ayúdame, bonita, mordisqueando una nuca tensa, por favor.

Ella no sólo no volverá a mirar en dirección a la cortina, sino que todo el tiempo procurará ocultar la cara, como si de allí partiera un resol que dañara sus ojos y su memoria. ¿Qué diablos te pasa?, penetrando él a través de concéntricas ternuras que no esperaba, pero sin conseguir tocar el fondo de aquella humillación repentina y aquel miedo tan raros en una furcia. Las manos de Ramona por fin recorriéndole, abandonada a sus acometidas, alzando una pierna temblorosa como un ala y enroscando las suyas, pero todavía escondiéndose de algo. Acostumbrado a captar el fluido de mandatos que parten de la cortina, Java irá indicando lo que conviene hacer, gemir en ciertos momentos y en otros gritar, blasfemar, morder, insultar. En cualquiera de los casos, ella no dejará de ocultar tercamente la cara, incluso al rodar abrazada a él sobre la alfombra arrastrando consigo la suntuosa colcha, o al andar a gatas recibiendo golpes simulados a medias, fingiendo ella a su vez dolerse y protegerse con los brazos pero haciéndolo tan mal que él tiene que ordenarle en voz baja quéjate, insúltame, llora, que se te oiga o tendré que hostiarte de verdad, cabrona. La abofetea tres veces pero los gemidos son débiles y demasiado auténticos, no creíbles, sólo expresan sorpresa y vergüenza, ella acurrucada en el suelo y mirándole como un conejo asustado y él pensando esto no pita, sintiendo casi pena de ella: su rosario de vértebras, su cabecita de pelajos cortos como los de un chico, su triste nuca de piojosa.

En otro momento la verá arrodillada en el lecho restregándose la barra de carmín por los labios, ¿qué haces, puta presumida?, quizá para darse un respiro, por supuesto de espaldas a la cortina. Pero al instante suenan tres golpes de bastón en el parquet: fuera pintalabios, y nueva orden: tumbarla y espatarrarla y morderla donde ya sabes hasta hacerla gritar como loca, llevarla a la silla y vestirla la capa pluvial, juntar sus manos tras el respaldo y atarlas con el cordón morado, y chuparle los pechines mientras ella echa la cabeza atrás, pataleando. Esto saldría mejor, pero luego, arrastrándose sobre la alfombra mientras él la azota con el cordón, volvería a inmovilizarse acurrucada junto a los fusilados al amanecer con la cabeza oculta entre los brazos. Sudando, Java tira el cordón y ella clava las rodillas en la arena salpicada de sangre, entre la cabeza destrozada por la descarga y el sombrero de copa caído, ¿a quién se le ocurre ir a la muerte con sombrero de copa?, agachándose despacio con las manos en la nuca hasta tocar sus rodillas con la frente. Oye el rumor pedregoso de las olas en la rompiente, repitiéndose a lo largo de la playa. Entonces, de pie a su lado, abriendo las piernas, Java apunta cuidadosamente y vacía la vejiga sobre la flaca espalda curvada, por fin, qué alivio, sobre la nuca y la cabeza. Ella se estremece al recibir el chorro caliente, lo nota escurriéndose por sus flancos y sus muslos, goteando de sus cabellos, su nariz, su barbilla. Obedeciendo a otra señal, Ramona tenía que incorporarse, dejarse coger de las caderas y resbalar despacio sobre él, hacia abajo, entre sus piernas abiertas. Notaría Java en el sexo la mejilla regada por lágrimas y orines y sudor, y tendría que centrar la cabeza con las manos, obligarla, sujetarla, recordarle de nuevo: si hoy quieres comer, reina, no te pares. Y Ramona resistiéndose hasta oír los bastonazos exigiendo más decisión, más viveza. Ahora, el sexo de Java arde indiferente a unos centímetros de su boca. Arrodillada, ella cede al fin a la fuerza de las manos.

Simulando en el acto arrebatos de ternura, Java instalaría un sueño rutilante allí donde la realidad seguía siendo dura y difícil: oía gruñir de aburrimiento o de hambre unos intestinos que ya no sabía si eran suyos o de ella, adivinaba su boca contraída por la náusea y en cierto momento, por casualidad, su mano tropieza con la cicatriz aferrada al hombro de Ramona como un lagarto rosado, cerca del cuello. Es un costurón muy feo, largo, la marca de fuego, piensa Java, la Mujer Marcada, ondia, que se me baja… Entonces, un vacío se apodera repentinamente de su minga en la boca caliente de ella, y se la deja desarbolada. Ramona levanta la cabeza y lo mira con ojos interrogantes, remotos. Java se esfuerza por borrar de su mente la imagen de la cicatriz horrible, la tapa con la mano, pero es inútil. A gatas, resollando, ella remonta su cuerpo lamiéndoselo una y otra vez.

Finalmente lo consigue con los dientes, esmerándose más allá de su propio miedo, y Java la voltea, enzarzados los dos como en una pelea, buscándose y rechazándose. De nuevo ordena grita, puñetera, insúltame, chilla, aráñame, pero ella sólo dice en voz muy baja mátame, dos veces al final, mátame mátame, y él nunca supo si lo dijo en serio o fingía.

Poco después advierten que están solos. Ramona corre a encerrarse en el lavabo y él se viste. Al volver, ella no quiere mirarle a los ojos, todavía tiembla y tiene prisa.

– ¿Quién paga?

– Vas muy ligera, ahora. Eso antes. Me has hecho sudar la gorda.

– Él no, supongo.

– No. La mastresa.

Vestidos ya, esperan sentados en la cama. Ramona fuma furiosamente, Java saca una empanadilla del bolsillo y come mirando el vacío, absorto como un niño. Oyen golpear la puerta con los nudillos, salen al corredor y la gorda, después de entregarles un sobre cerrado a cada uno, les conduce hasta la puerta.

En la calle, antes de separarse, encuentran cerrado el paso frente a la Delegación Provincial de Falange; la acera la ocupan una treintena de hombres con camisa azul que, rápidamente apeados de un camión y alineados en doble fila, cantan. Muchos peatones se paran, recelosos y serviles, y unen sus flacas voces a ellos, el brazo en alto y la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. Tienen que esperar que el ritual acabe, volverá a reír la primavera, y cuando Java se dispone a atacar la última empanadilla oye una voz a su lado:

– Vosotros, ¿no sabéis saludar?

– Como saber, sí señor -dice Java.

– ¡Venga ese brazo, coño! -Sí, señor.

– ¡Ni señor ni hostias! ¡Arriba el brazo!

– Sí, camarada.

Ya estaba Java en posición de firmes cuando recibió la bofetada. Ni siquiera llegó a verle la cara, al que se la dio. También Ramona, con la barbilla clavada al pecho, oliendo todavía a orines, temblando, extiende el brazo hacia las desnudas ramas de las acacias que arañan un cielo de plomo; los ojos bajos, más que saludar ella parece rechazar con la mano a alguien que no quiere ver, que no quiere escuchar. Java, ocultando la empanadilla en la espalda, con la boca llena y les ojos húmedos a causa de la cachetada, mirando la nada frente a él, todavía le quedan ánimos para masticar disimuladamente mientras espera los gritos de rigor.

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