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Viana rió de nuevo y, estirando otra vez la pierna, ahora metió el pie encalcetinado entero en el agua y volvió a agitarla lentamente, pesadamente, más pesadamente que antes porque ahora era el pie entero -el pie gordo y seboso- lo que estaba sumergido.

– Lo normal, lo normal -dijo, y rió otro poco-. Lo normal -repitió-. Nada es normal entre ella y yo. O, mejor dicho, nada es normal de mí hacia ella, nunca lo ha sido. Al contrario, todo ha sido siempre extraordinario. La conozco desde que era niña. Yo la adoro, ¿no entiende?

– Sí, lo entiendo, y además salta a la vista que usted la adora. Yo también adoro a mi mujer, a Luisa -añadí para rebajar el carácter extraordinario que atribuía a su admiración-. Pero nosotros somos casi de la misma edad, así que resulta difícil saber quién se morirá primero.

– ¿Usted la adora? No me haga reír. Usted ni siquiera tiene cámara. Usted no quiere recordarla de veras, tal como fue, si la pierde. No quiere volverla a ver cuando ya no sea posible verla.

Esta vez el comentario del gordo Viana sí me molestó un poco, lo encontré impertinente. Lo noté porque mi silencio inmediato tuvo algo de ofendido y algo de involuntario, también algo de temeroso, como si de repente ya no me atreviera a preguntarle más y a partir de aquel instante no tuviera más remedio que limitarme a oír sólo lo que él quisiera contarme, Era como si con aquel comentario indelicado y abrupto se hubiera adueñado de la conversación, del todo. Y me di cuenta de que mi temor venía asimismo de su empleo del tiempo pretérito. Había dicho tal como fue refiriéndose a Luisa, debía haber dicho tal como es. Decidí marcharme y subir a la habitación. Quería ver a Luisa y dormir junto a ella, echarme, recuperar mi espacio en la cama de matrimonio que sería seguramente como la que compartirían Inés y Viana, los hoteles modernos repiten sus habitaciones. Podía poner fin a la conversación, estaba un poco enfadado. Pero el silencio duró apenas unos segundos porque Viana siguió hablando, sin hacer la pausa que he hecho yo por escrito, demasiado tarde para no escucharle.

– Y ha dicho usted una gran verdad, se ha roto la frente. Resulta difícil saber quién se morirá primero, usted pretende saber, nada menos, el orden de la muerte. Para saber de ese orden hay que tomar parte en él, no sé si me entiende. No quebrarlo, eso es imposible, sino tomar parte en él. Escuche, cuando yo digo que adoro a Inés, quiero decir eso literalmente, que la adoro. No se trata de una manera de hablar, de ninguna expresión corriente y sin significado que podamos compartir usted y yo, por ejemplo. Lo que usted llama adorar no tiene nada que ver con lo que yo llamo del mismo modo, compartimos el vocablo porque no hay otro, pero no la cosa. Yo la adoro y la he adorado desde que la conocí, y sé que la adoraré aún durante muchos años. Por eso no puede durar ya mucho tiempo, porque todo lleva demasiados años siendo igual a sí mismo en mí, sin variación y sin atenuación. No la habrá, por mi parte, se hará insoportable, ya lo es, y porque todo me resultará insoportable ella deberá morir antes que yo, un día, cuando yo ya no resista mi adoración. Tendré que matarla un día, no sé si me entiende.

Después de decir esto Viana sacó el pie del agua, chorreando, y lo apoyó con tiento y asco en la hierba. La seda mojada fuera del agua.

– Va a coger un resfriado -dije yo-. Será mejor que se quite el calcetín.

Viana me hizo caso y se quitó en el acto el calcetín empapado, en un gesto mecánico, sin darle mayor importancia. Lo sostuvo entre dos dedos unos segundos, con asco, y luego lo dejó colgado del respaldo de su tumbona, desde donde empezó a gotear (el olor de la tela tras pasar por el agua). Ahora tenía un pie desnudo y el otro con su calcetín azul pálido y su mocasín rojo rabioso. El pie desnudo estaba mojado, el pie calzado sequísimo. A duras penas podía yo apartar la vista de aquello, pero creo que fijar la vista era una manera de engañar al oído, de fingir que lo importante eran los pies de Viana y aquel calcetín anegado y no lo que había dicho, que tendría que matar a Inés algún día. Prefería que no lo hubiera dicho.

– ¿Qué dice usted? ¿Está loco? -No quería seguir la conversación, pero añadí justamente lo que obligaba a continuarla.

– ¿Loco? Lo que voy a decirle es de una lógica estricta bajo mi punto de vista -respondió Viana, y se atusó de nuevo el pelo que no tenía-. Yo conozco a Inés desde que era niña, desde que tenía siete años. Ahora tiene veintitrés. Es la hija de quienes fueron grandes amigos míos hasta hace cinco, ya no lo son, los padres se enfadan porque una chica de dieciocho se vaya a vivir con un amigo suyo de quien tenían la mejor idea, no deja de ser normal, ya no quieren saber de mí, ni casi de ella. Yo iba con mucha frecuencia a la casa de mis amigos y veía a la niña, y la adoraba. También ella me adoraba a mí, de otro modo, claro. Ella no podía saber aún, pero yo sí supe en seguida, y decidí prepararme, esperar once años, hasta que fuera mayor de edad, hasta entonces, no quería precipitarme y echarlo todo a perder, en los últimos meses tuve que contenerla. A esto lo suele llamar fijación la gente; yo lo llamo adoración, en cambio. No crea que fue fácil, desde los doce o trece años hay niños que las cortejan, niños absurdos que quieren jugar a mayores desde muy temprano. No se controlan, y pueden hacerles daño. Calculé que cuando ella cumpliera los dieciocho yo tendría casi cincuenta, y me cuidé, me cuidé enormemente para ella, excepto la gordura, eso no he podido evitarlo, el metabolismo cambia, ni la calvicie tampoco, no se ha inventado nada satisfactorio, y usted comprenderá que un peluquín es indigno, está descartado. Pero me pasé once años yendo a gimnasios y comiendo comida sana y pasando revisiones médicas cada tres meses, el quirófano me ha dado miedo; evitando mujeres, evitando contagios; y luego, claro, la preparación del espíritu: escuchando discos de los que ella oía, aprendiendo juegos, viendo mucha televisión, programas de tarde y todos los anuncios de todos los años, me sé las canciones. En cuanto a la lectura, puede imaginárselo, primero leí tebeos, luego libros de aventuras, novelas de amor, alguna, literatura española cuando le tocó estudiarla, literatura catalana, el Manelic, el llop, y todavía ahora sigo leyendo lo que ella lee, novelistas americanos, hay centenares. He jugado mucho al tenis, también al squash, algo de esquí, muchos fines de semana he tenido que viajar a Madrid o a San Sebastián para que pudiera ir al hipódromo, aquí hemos ido de fiesta en fiesta, a las de todos los pueblos a ver los jinetes. Quizá me haya visto montado en moto. Cuando hizo falta, me supe los nombres y los centímetros de todos los jugadores de baloncesto, ahora ya se le ha pasado. Ya ve cómo visto, y eso que en verano todo resulta más admisible -y Viana hizo un gesto elocuente con su mano derecha, como recorriéndose el atuendo-. No sé si me entiende, he llevado durante todos estos años una existencia infantil paralela a la mía (yo soy abogado, ¿sabe?, divorcios sobre todo), luego una existencia adolescente, fui el rey de los videojuegos, y ya que no podía acompañarla, me iba a ver solo todas esas películas juveniles, gamberros y extraterrestres. He llevado una existencia paralela que además no tenía continuidad, es dificilísimo estar al día, a esas edades nunca cuajan los intereses. Usted no puede ser consciente, me ha dicho que su mujer tiene más o menos su misma edad, así que su campo de referencias será el mismo, o muy parecido. Habrán escuchado las mismas canciones al mismo tiempo, habrán visto las mismas películas y leído los mismos libros, seguido las mismas modas, recordarán los mismos acontecimientos vividos con la misma intensidad y los mismos años. Para usted es sencillo. ¿Puede imaginarse que no fuera así, los larguísimos silencios que se les impondrían en sus conversaciones? Y lo peor, la necesidad de explicarlo todo, cualquier referencia, cualquier alusión, cualquier broma relativa al propio pasado o a la propia época, al propio tiempo. Mejor suprimirlas. Yo he tenido que esperar mucho, y además he debido rechazar mi pasado y configurarme otro que coincidiera con el de ella, con el que sería el suyo, en lo posible.

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