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– Es usted muy aficionado al vídeo, he visto -dije tras la pausa y la duda.

– ¿Al vídeo? -dijo él con ligera sorpresa, o como para ganar tiempo-. Ah, ya comprendo. No, no crea, no soy un coleccionista. En realidad no es el vídeo lo que me interesa, por mucho que lo utilice, sino mi novia, usted la ha visto. Sólo a ella la saco en vídeo, lo demás no me interesa, no hago pruebas. Creo que se nota, usted lo habrá notado -y rió un poco, entre divertido y avergonzado.

– Sí, desde luego, mi mujer y yo lo hemos notado, no sé si a ella la hace sentirse un poco envidiosa, por tanta atención como usted presta a su novia. Es llamativo. Yo no tengo ni cámara fotográfica. Llevamos ya algún tiempo casados.

– ¿No tiene cámara? ¿No le gusta recordar las cosas? -Viana me lo había preguntado con verdadera extrañeza. Su camisa tenía, en efecto, dibujos abigarrados de palmeras y anclas y delfines y proas, pero aun así predominaba en ella el negro divisado desde la distancia; los pantalones y los calcetines seguían viéndose azul pálido, más azules que mis pantalones, blancos, que ya estaban, como los suyos, expuestos no sólo a la luna, sino también a su débil reflejo en el agua.

– Sí, claro que me gusta, pero las cosas se recuerdan de todos modos, ¿no? Uno lleva su propia cámara en la memoria, sólo que no siempre se recuerda lo que se quiere ni se olvida lo que se desea. -Qué tontería -dijo Viana. Era un hombre franco, nada precavido, podía decir lo que había dicho sin que su interlocutor se sintiera ofendido por ello. Rió otro poco-. ¿Cómo va usted a comparar lo que se recuerda con lo que se ve, con lo que puede volver a verse, tal como fue? ¿Con lo que puede volver a verse una y otra vez, infinitas veces, e incluso detenerse, lo que no pudo hacerse cuando se vio de verdad? Qué solemne tontería -repitió.

– Sí, tiene usted razón -admití-. Pero no me diga que filma todo el rato a su novia para recordarla luego viéndola otra vez en pantalla. ¿O es que es actriz? No le debe quedar tiempo para eso, la filma usted a diario, según he visto. Y si la filma a diario, no hay tiempo para que lo filmado empiece a parecerse al olvido y sienta usted la necesidad de recordarlo de esa manera tan fiel, viéndolo otra vez. A menos que almacene material indefinidamente, para cuando sean viejos y quieran revivir hora a hora estos días de su estancia en Menorca.

– Oh, no almaceno, no crea que almaceno más que fragmentos muy breves, digamos que en total completo una cinta cada tres o cuatro meses. Pero todas esas están en Barcelona, archivadas. Ella no es actriz, aún es muy joven. Lo que hago aquí (bueno, y allí) es no borrar la cinta de un día hasta que no ha pasado otro, no sé si me entiende. En todo este tiempo no he usado más que dos cintas, siempre las mismas. Grabo una hoy, la guardo, grabo otra mañana, la guardo, y entonces vuelvo a grabar la primera pasado mañana y de este modo la borro. Y así sucesivamente, no sé si me entiende. Aunque esto es un decir, mañana no sé si podre grabar mucho, volvemos ya a Barcelona, se acabaron mis vacaciones.

– Sí le entiendo. Pero luego, una vez allí, ¿qué hará, un montaje con todo lo que ha filmado? No sé si le entiendo.

– No, no me entiende. Una cosa son las cintas artísticas, hechas a propósito para ser guardadas, archivadas. Esas van por su lado, una cada cuatro meses más o menos. Otra cosa son las filmaciones de cada día. Esas se borran en cuanto ha pasado otro día.

Quizá por lo tardío de la hora (pero me había dejado el reloj arriba), tuve la sensación de que seguía sin entender del todo, sobre todo la segunda parte de lo último que me había explicado. Tampoco me interesaba mucho el camino que había tomado la conversación, sobre cintas artísticas (así había dicho, lo había oído) y cintas borradas, de a diario. Dudé si despedirme y regresar a la habitación, aunque notaba que aún no me había venido el sueño y pensé que, de subir en aquel momento, acabaría por despertar a Luisa para que me diera ella charla. Como eso no me parecía justo, consideré que era mejor que la charla me la diera todavía quien ya estaba desvelado.

– Pero entonces -alcancé a decir-, ¿por qué la filma cada día, si luego lo borra en seguida?

– La filmo porque va a morir -dijo Via-na. Había estirado su pie descalzo y había mojado el pulgar de su calcetín en el agua, la agitaba lentamente de un lado a otro con su pulgar, lentamente, la pierna muy estirada, casi no llegaba a tocar, rozaba el agua. Yo me quedé callado durante unos segundos, luego pregunté, mirando moverse lentamente el agua:

– ¿Está enferma?

Viana frunció los labios y se pasó una mano por la calva, como si tuviera pelo y se lo atusara, un gesto de su pasado. Estaba pensando. Le dejé pensar, pero se demoraba en exceso. Le dejé pensar. Por fin volvió a hablar, pero no respondió a mi pregunta, sino todavía a la anterior.

– La filmo cada día porque va a morir, y quiero tener guardado su último día, el último en todo caso, para poderlo recordar de veras, para volverlo a ver en el futuro cuantas veces quiera, junto a las cintas artísticas, cuando ya haya muerto. A mí me gusta recordar las cosas.

– ¿Está enferma? -insistí.

– No, no está enferma -dijo ahora sin la menor dilación-. Que yo sepa, al menos. Pero va a morir, un día u otro. Usted lo sabe, todo el mundo lo sabe, todo el mundo va a morir, usted y yo, y quiero conservar su imagen. Es importante el último día en la vida de una persona.

– Desde luego -dije mirando el pie-. Es usted precavido, piensa en algún accidente -y pensé (pero brevemente) que si Luisa moría en un accidente yo no tendría su imagen para recordarla de veras, casi ninguna imagen. Había alguna que otra foto en casa, fotos casuales, desde luego no artísticas, y muy pocas. Y no tenía su imagen en movimiento. Involuntariamente alcé la vista y miré hacia la terraza desde la que yo había observado a Viana, hacia nuestra terraza. Todas las luces de todas las terrazas y de todas las habitaciones estaban apagadas. También, por tanto, las de Inés y Viana. Yo ya no estaba allí, en la nuestra, no había nadie. Viana había vuelto a sumirse en su largo pensamiento, aunque ahora había sacado el calcetín del agua y lo había posado de nuevo, mojado y oscurecido en la punta, sobre la hierba. Empecé a pensar que a él no le gustaba el camino que había tomado la conversación, y otra vez pensé en despedirme y subir a la habitación, de pronto quise subir a la habitación y ver de nuevo la imagen de Luisa, dormida -no muerta-, envuelta en sus sábanas, quizá se le había destapado la espalda. Pero las conversaciones no pueden dejarse así como así, una vez comenzadas. No pueden dejarse suspendidas aprovechando una distracción o un silencio, a menos que uno de los dos conversadores se haya enfadado. Viana no parecía enfadado, si bien sus ojos vivos parecían más vivos e intensos, era difícil determinar su color a la luz de la luna en el agua: creo que eran castaños. No parecía enfadado, sólo un poco ensimismado. Musitaba algo, ya no a media voz, sino entre dientes.

– Perdone, no le oigo -dije entonces.

– No, no pienso en ningún accidente -contestó él, de pronto en voz demasiado alta, como si no hubiera calculado bien el paso del tono de quien habla para sí mismo al tono de quien está dialogando.

– Baje la voz -dije yo alarmado, aunque en realidad no había ningún motivo de alarma, era improbable que nos oyera nadie. Volví a mirar hacia las terrazas, todas seguían a oscuras, nadie había despertado.

Viana se sobresaltó por mi orden y bajó la voz en seguida, pero no se sobresaltó lo bastante para no continuar con lo que había empezado a decir tan en alto.

– Digo que no pienso en ningún accidente. Ella morirá antes que yo, no sé si me entiende.

Miré a Viana a la cara, pero él no me miró a mí, miraba hacia el cielo, la luna, hacía caso omiso de mi mirada. Estábamos en una isla.

– ¿Por qué está tan seguro, si no está enferma? Usted es mucho mayor que ella. Lo normal sería lo contrario, que muriera usted antes.

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