El capitán Whalley había levantado la cabeza para mirar, y su mente, viendo interrumpida la meditación, se volvió admirada (como ocurre con las mentes humanas) hacia materias sin importancia. Le chocó que fuese a este mismo puerto en que acababa de vender el último barco, a donde había venido con el primer buque de su propiedad, con la cabeza llena de planes para inaugurar una nueva ruta comercial con una zona distante del archipiélago. El gobernador de entonces le había dado ánimo sin fin. Aquel Mr. Denham no era ninguna Excelencia, era un gobernador que se sacaba la chaqueta; un hombre que por así decir pasaba día y noche al pie del cañón, velando por la creciente prosperidad del enclave con la entrega abnegada de una nodriza para con el niño al que ama; soltero que vivía como acampado con unos pocos criados y con sus tres perros en lo que entonces llamaban el Bungalow del Gobernador: una estructura de techo bajo en la ladera a medio talar de un monte, con un asta nueva de bandera delante y un policía de guardia en la galería. Recordaba cómo subía aquella cuesta bajo un sol de justicia para tener audiencia con él; el aspecto desnudo de la estancia fría y sombría; el largo escritorio cubierto en un extremo de papeles, y en el otro por un par de fusiles, un telescopio de latón, una pequeña botella de petróleo con una pluma en el cuello… y la aduladora atención que le prestaba aquella autoridad. Había ido a exponerle una empresa llena de riesgos, pero veinte minutos de conversación en el Bungalow del Gobierno, en la colina, sirvieron para que ésta se desarrollase desde el principio sobre ruedas. Y cuando él se retiraba, Mr. Denham, sumergido ya en sus papeles, le llamó de nuevo.
– El mes que viene el Dido va a zarpar en esa dirección, y le pediré oficialmente al capitán que no pierda de vista el asunto de ustedes y vea cómo les va.
El Dido era una de las fragatas rápidas de que disponía la base de China, y… treinta y cinco años era mucho tiempo. Treinta y cinco años antes una empresa como aquella tenía suficiente importancia para la colonia como para que velase por ella un buque de Su Majestad la Reina. Mucho tiempo había pasado. En aquella época los individuos contaban. Hombres como él mismo. O como el pobre Evans, por ejemplo, con su cara rubicunda, barba negro azabache y ojos inquietos, que había establecido el primer dique registrado para la reparación de pequeños buques, al borde mismo de la jungla, en una solitaria bahía tres millas más arriba. Mr. Denham había alentado también aquella empresa, y sin embargo, el caso fue que el pobre Evans acabó muriendo en Inglaterra olvidado y hundido. Se decía que su hijo se ganaba el sustento sacando aceite de los cocos en alguna isla perdida del Océano Indico; pero de aquel dique registrado de una solitaria bahía boscosa habían salido los astilleros de la Consolidated Docks Company, con sus tres enormes diques secos, excavados en roca sólida, sus muelles y sus espigones, central eléctrica, instalaciones de vapor que accionaban grúas gigantescas capaces de elevar las cargas más pesadas que se pudiesen transportar por mar, y cuyas cabezas emergían sobre los promontorios arenosos y franjas de jungla a los ojos del que se acercaba al Puerto Nuevo procedente del Oeste, como extrañas cimas de un monumento blanco.
Había habido un tiempo en que los hombres contaban. Entonces no había en la colonia tantos carruajes, aunque suponía que Mr. Denham tenía un buggy. Y parecía que el capitán Whalley hubiese sido barrido de la gran avenida por el torbellino de un vendaval mental. Recordaba costas fangosas, un puerto sin muelles, con un solitario malecón de madera, arqueado, que se adentraba en el agua (era una instalación pública), los primeros almacenes de carbón levantados en Monkey Point, que se incendiaron misteriosamente y ardieron durante días, de modo que los atónitos buques llegaban a un fondeadero lleno de niebla sulfurosa, y a mediodía el sol brillaba rojizo. Recordaba las cosas, los rostros, y también algo más: como el débil aroma de una copa apurada hasta el fondo, como una sutil luminosidad del aire que era imposible encontrar en la atmósfera de hoy.
En esta evocación, rápida y llena de detalles como un flash de magnesio proyectado sobre los nichos de una obscura cripta, el capitán Whalley contemplaba cosas en otro tiempo importantes, los esfuerzos de hombres pequeños, el crecimiento de una gran base, despojada ya sin embargo de relevancia por la magnitud de las realizaciones posteriores, por esperanzas mayores todavía; y todo ello le dio por un instante una aprehensión casi física del tiempo, una comprensión tal de nuestros sentimientos inmutables, que se detuvo en seco, dio un golpe en el suelo con el bastón y exclamó mentalmente:
– ¡Qué diablos estoy haciendo aquí!
Parecía perdido en una especie de sorpresa; pero oyó que le llamaban por su nombre en tono de susurro una vez, y otra… y se dio vuelta lentamente.
Percibió entonces a un hombre de aspecto a la antigua, como gotoso, de pelo tan blanco como el suyo, pero mejillas afeitadas y floridas, con una corbata que era casi un pañuelo de extremos almidonados que se proyectaban más allá de la barbilla; piernas redondas, brazos redondos, cuerpo redondo, aquella corta estampa producía el efecto de haber sido hinchada con una bomba de aire lo más que diesen de sí los pliegues del traje. Se dirigía hacia él con porte autocrático. Era el Delegado General del puerto. Un delegado general es un comisario de puerto con el grado máximo; en Oriente es una autoridad de importancia en ese campo, como funcionario magistrado de las aguas del puerto, y poseía una autoridad amplia aunque mal definida sobre los marineros de todo tipo. De aquel Delegado General en concreto se decía que consideraba totalmente inadecuada su autoridad por el hecho de que no incluía derecho sobre la vida o muerte de sus súbditos. Era una exageración chistosa. El capitán Eliott estaba muy satisfecho con su cargo, y no alimentaba ningún sentimiento inconsiderado del poder que detentaba. Su talante pagado de sí y autoritario no le permitía dejar que ese poder vacilase en sus manos por falta de uso. La franqueza tormentosa y colérica de sus comentarios sobre el carácter y comportamiento de la gente le hacía profundamente temido. Aunque de boquilla muchos se las daban de no hacer caso de él, otros se limitaban a sonreír irónicamente al oír su nombre y los había que incluso osaban llamarle «viejo rufián entrometido». Pero para casi todos ellos un estallido de cólera del capitán Eliott resultaba una perspectiva casi tan desagradable como verse al borde del aniquilamiento.
5
En cuanto estuvo cerca profirió en una especie de gruñido:
– Whalley, ¿qué me dicen de que vendes el Fair Maid?
El capitán Whalley, apartando la mirada, dijo que ya era cosa hecha, que esa mañana le habían pagado; y el otro expresó inmediatamente su aprobación por un paso tan extremadamente sensible. Había salido del cabriolé para estirar las piernas, le explicó, antes de ir a casa a cenar. Sir Frederick tenía buen aspecto para estar en la vejez, ¿no?
El capitán Whalley no podía decirle; sólo había visto pasar el coche.
El Delegado General, sumergiendo las manos en los bolsillos de una chaqueta de alpaca demasiado corta y ajustada para un hombre de su edad y aspecto, caminaba con una leve cojera, y la cabeza le llegaba apenas al hombro al capitán Whalley, que caminaba ágilmente, mirando al frente. Años atrás habían sido buenos compañeros, casi íntimos. Por entonces Whalley mandaba el famoso Cóndor, y Eliott tenía a su cargo el casi tan célebre Ringdove, propiedad de los mismos armadores; y cuando se creó el puesto de Delegado General Whalley hubiera sido el único candidato que le pudiese hacer sombra. Pero el capitán Whalley, que entonces estaba en la flor de la vida, había decidido no servir a nadie más que a su benévola fortuna. Muy lejos, atendiendo a sus negocios, se alegraba al oír que al otro le había ido bien. El fofo Ned Eliott tenía una flexibilidad mundana que le sería muy útil en aquella especie de cargo oficial. Y en el fondo ambos eran tan distintos que cuando llegaban lentamente al fin de la avenida, delante de la catedral, a Whalley no se le hubiera ocurrido que él pudiese estar en el lugar de aquel hombre, en su puesto vitalicio.