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– Usted no diría nada… -empezó Mr. Van Wick.

– No señor. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo pretendo abrirme camino, pero los muertos no son ningún obstáculo -dijo Sterne. Sus párpados subían y bajaban rápidamente, y quedaron un instante cerrados-. Además, señor, hubiera sido mal negocio. Usted me hizo callar la boca algo más tiempo de lo preciso.

– ¿Sabe usted cómo fue que el capitán Whalley se quedó a bordo? ¿Se negó realmente a abandonar el barco? ¡Vamos! ¿O fue tal vez un casual…?

– ¡Nada! -Sterne le interrumpió con energía-. Le digo que yo le grité que saltase por la borda. Y la verdad, tuvo que ser él mismo el que soltase el cabo del bote. Todos nosotros, le gritamos… es decir, Jack y yo. Ni siquiera nos contestó. Al final el barco estaba más silencioso que una tumba. Luego las calderas saltaron, y se hundió. ¡Accidente! ¡De ningún modo! La partida se había terminado, señor, yo se lo dije. Era todo lo que Sterne tenía que decir.

Naturalmente, Mr. Van Wick fue recibido como huésped en el club durante dos semanas, y allí fue donde encontró al abogado en cuyo bufete se había firmado el acuerdo entre Massy y el capitán Whalley.

– Un viejo extraordinario -dijo-. Apareció en mi despacho como llovido del cielo, con sus quinientas libras a invertir, y con aquel maquinista que le pisaba los talones ansioso. Ahora ha desaparecido de manera un tanto inexplicable, lo mismo que se había presentado. Nunca conseguí comprenderle completamente. En cuanto a Massy no había misterio alguno, ¿eh? Me preguntó si Whalley se negaría a abandonar el barco. Hubiera sido una locura. No tenía ninguna culpa, y así lo estableció el tribunal.

Mr. Van Wick le había conocido muy bien, dijo, y no podía creer que se tratase de un suicidio. Un acto de este tipo no encajaba con lo que sabía de aquel hombre.

– Lo mismo opino yo -asintió el abogado. La teoría más extendida era que el capitán había permanecido demasiado tiempo a bordo tratando de salvar algo de importancia. Tal vez el mapa que demostraría su inocencia, o algo de valor que tuviese en el camarote. El cabo del bote se habría desprendido solo, a lo que suponían. Sin embargo, cosa bien extraña, algún tiempo antes de ese viaje el pobre Whalley había acudido a su bufete para confiarle un sobre sellado dirigido a su hija, remitir en caso de que él muriese. De todos modos, no era nada fuera de lo común, particularmente en un hombre de su edad. Mr. Van Wick meneó la cabeza. El capitán Whalley tenía aspecto de quien va a llegar a los cien.

– Totalmente cierto -asintió el abogado-. Parecía como si ese viejo hubiese venido al mundo ya crecido y con esa barba. En cierto modo, era imposible imaginarle más joven ni más viejo…, ¿sabe usted? Daba una sensación de fuerza física notable. Y tal vez fuese ése el secreto de aquel aire peculiar de su persona que sorprendía a todo el que entraba en contacto con él. A uno se le antojaba que ninguno de los medios que ponen fin a la vida de cualquiera de nosotros pudiese destruirle. Sus modales, deliberada y majestuosamente corteses, estaban llenos de significado. Como si estuviese convencido de que le sobraba tiempo para todo. Sí, había en él algo indestructible; y la forma en que hablaba a veces podía inducir a pensar que él lo creía así. Cuando vino a verme por última vez con aquella carta que quería encomendarme, no estaba en modo alguno deprimido. Tal vez algo más reflexivo en su habla y porte. Pero deprimido, no, en absoluto. Me pregunto si tendría algún presentimiento. ¡Quién sabe! De todos modos, ese final parece demasiado miserable para un personaje tan espléndido.

– ¡Oh, sí! Fue un fin miserable -dijo Mr. Van Wick, con tanto ardor que el abogado levantó la mirada, curioso, para observarle; y luego, tras despedirse de él, le comentó a un amigo.

– Ese plantador holandés de tabaco de Batu Beru es un personaje curioso. ¿Sabe algo de él?

– Tiene montañas de dinero -contestó el gerente bancario-. Se dice que en el próximo vapor va a ir a la metrópoli a formar una sociedad que se haga cargo de sus tierras. Ha abierto otro distrito tabaquero. Creo que sabe lo que se hace. Estos tiempos de prosperidad no van a ser eternos.

En el Hemisferio Sur la hija del capitán Whalley no tenía ningún presentimiento de desgracias cuando abrió el sobre que le llegaba, escrito de puño y letra del abogado. Lo había recibido después de comer; todos los huéspedes habían salido, los chicos estaban en la escuela, y el marido sentado en el piso de arriba en el gran sillón, con un libro, chupado el rostro y envuelto en mantas hasta el pecho. La casa estaba en calma, y la grisura de un día nublado se pegaba a los cristales de las ventanas. En la sombría salita, donde todo el año flotaba un leve olor frío a platos, sentada en el extremo de una larga mesa rodeada por numerosas sillas con el respaldo pegado al mantel siempre puesto, leyó las frases introductorias: «Lamento profundamente… un deber doloroso… su padre ha dejado de existir… de acuerdo con sus instrucciones… una casualidad fatal… consuelo… no empañe su recuerdo…

Tenía el rostro demacrado, las sienes un poco hundidas bajo los mechones suavísimos de pelo negro, los labios permanecieron absolutamente apretados mientras los obscuros ojos se ensanchaban, hasta que, al fin, con un grito apagado, se levanto y al instante tuvo que agacharse a recoger otro sobre que se se había caído de las rodillas al suelo.

Lo rasgó, y cogió ávidamente el contenido…

«Queridísima niña -decía-, te escribo esto aprovechando que todavía soy capaz de escribir de forma legible. Me estoy esforzando por guardarte todo el dinero que me queda; sólo lo tengo para servirte mejor. Es tuyo. No tiene que perderse; no hay que tocarlo. Son quinientas libras. Hasta ahora no me he reservado nada de lo que gano. En cuanto al futuro, si vivo, tendré que guardarme algo, un poco, para poder ir a donde tú. Tengo que ir. Tengo que verte otra vez.

»Es duro pensar que algún día puedas leer estas líneas. Dios parece haberme olvidado. Quiero verte… y, sin embargo, la muerte sería el mayor favor. Si alguna vez lees estas palabras, te ruego que ante todo des gracias a un Dios que al cabo se habrá mostrado misericordioso, pues estaré muerto, y eso estará bien. Querida, estoy en las últimas.»

El siguiente párrafo empezaba con las palabras:

«La vista se me va…».

Aquel día, la hija no pudo leer más. La mano que sostenía el papel pegado a sus ojos cayó lentamente, y su entera figura con vestido negro liso caminó rígida hacia la ventana. Tenía los ojos secos; de sus labios no partió hacia el cielo ningún grito de pena, ningún susurro de gracias. La vida había sido demasiado dura, a pesar de todo lo que su amor se esforzara. Había silenciado sus emociones. Pero, por primera vez en todos aquellos años, había desaparecido su estigma, el agobio de la pobreza que la carcomía, los apuros de la dura lucha por el pan. Incluso parecieron desvanecerse en la media luz del atardecer la imagen del marido y de los hijos; sólo veía el rostro de su padre, como si hubiese ido a verla, siempre tranquilo y grande, tal como le viera la última vez, pero con aspecto un tanto más augusto y tierno.

Se guardó la carta doblada entre los dos botones del liso corpiño negro, y apoyando la frente en el cristal de la ventana permaneció allí hasta que anocheció, totalmente inmóvil, dedicándole todo el tiempo de que podía disponer. ¡Se había ido! ¿Era posible? Dios mío, ¿era posible? El golpe había llegado amortiguado por los vastos espacios terráqueos, por años de ausencia. Había habido días enteros en que no le había dedicado ni un pensamiento… no tenía tiempo. Pero le amaba, y sentía que al fin y al cabo, le había amado siempre.

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