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Apartó la lista, musitando una vez más:

– ¡Ah, no! ¡Usted, no! No lo consentiré. -No estaba dispuesto a que el entrometido petimetre le forzase la mano con sus guiños. Se volvió a sujetar la cabeza con las manos; la inmovilidad de su figura confinada en la oscuridad de aquel rincón cerrado parecía convertirle en algo infinitamente alejado del ajetreo y los ruidos de cubierta.

Les oía. Los pasajeros estaban empezando a charlar animadamente todos a la vez; alguien arrastraba un pesado cofre por junto de su puerta. Oyó la voz del capitán Whalley arriba:

– Todo el mundo a sus puestos, Mr. Sterne -y la respuesta que venía de la parte de la cubierta de proa:

– Sí, sí, señor.

– Esta vez lo amarraremos mirando a la corriente; tenemos marea baja.

– Mirando a la corriente, señor.

– Ocúpese de ello, Mr. Sterne.

La contestación quedó sepultada por el autocrático tañido del gong de la sala de máquinas. La hélice siguió golpeando lentamente: uno, dos, tres; uno, dos, tres… con pausas como si dudase en seguir girando. El gong sonaba una y otra vez, y el agua lanzada en diversas direcciones por las palas causaba gran conmoción a todo lo largo del buque. Mr. Massy no se movió. En la otra orilla, a un cuarto de milla, giraba un faro pequeño, como una estrella diminuta, recorriendo lentamente el círculo del puerto. Desde el espigón de Mr. Van Wick otras voces contestaron a los gritos del buque; se lanzaron cuerdas que no llegaron, las volvieron a lanzar; la llama vacilante de una antorcha a bordo de un gran sampán que iba a recoger majestuosamente al rajá de la costa introdujo de repente en el camarote un resplandor rojizo, que tiñó su propia persona. Mr. Massy no se movió. Tras unas últimas y pesadas vueltas, las máquinas se pararon, y el prolongado tañer del gong señaló que el capitán las había parado. Gran número de botes y canoas de todos los tamaños abordaron al Sofala por el lado contrario al muelle. Luego, al rato, fue amainando lentamente el tumulto de chapuzones, gritos, pies que se arrastraban, bultos que caían sordamente, chillidos de los pasajeros nativos al alejarse. En la costa, una voz cultivada, levemente autoritaria, dijo muy cerca del costado del barco.

– ¿Hay correo para mí esta vez?

– Sí, Mr. Van Wick. -Era Sterne el que contestaba desde la batayola en tono de respetuosa cordialidad. -¿Se la llevo arriba?

Pero la voz preguntó de nuevo:

– ¿Dónde está el capitán?

– Todavía en el puente, creo. No se ha movido de la butaca. ¿Quiere…?

La voz le interrumpió despreocupada:

– Subiré yo a bordo.

– Mr. Van Wick.

– Saltó de repente Sterne con deliberado esfuerzo.

– ¿Querría usted hacerme el favor…?

El segundo se fue rápidamente a la pasarela. Hubo un silencio. En la oscuridad, Mr. Massy no se movió.

Ni siquiera se movió cuando oyó lentos pasos torpes por delante de su camarote. Se contentó con gritar por la puerta cerrada:

– ¡Usted… Jack!

Los pasos retrocedieron sin prisa; la cerradura crujió y apareció en el vano el segundo maquinista, como sombra obscura sobre la luz que venía de la lumbrera del pasillo con el rostro tan negro como el resto de la estampa.

– Hemos tardado mucho en subir esta vez. -Gruñó Mr. Massy, sin cambiar de actitud.

– ¿Y qué quiere usted si la mitad de las tuberías de las calderas están obturadas y tienen escapes. -El segundo se sentía locuaz.

– Mucho pico -dijo Massy.

– Muchas calderas podridas, digo yo -contestó el fiel subordinado sin animación alguna, sombrío.

– Baje y déles presión fuerte si se atreve. Yo no me atrevo.

– No merece la sal que come -dijo Massy.

El otro hizo un ruido leve que parecía una risa pero hubiera podido ser un estertor de burla.

– Mejor ir despacio que quedarse con el barco parado -advirtió el admirado superior. Al cabo Mr. Massy se movió. Se giró en la silla y enseñó los dientes.

– ¡Maldito sea y maldito sea el barco! Ojalá estuviese en el fondo del mar. Entonces se moriría usted de hambre.

El fiel segundo maquinista cerró la puerta suavemente.

Massy escuchó. En lugar de dirigirse al baño, a donde debería haber ido a limpiarse, el segundo entró en su camarote, que era el contiguo. Mr. Massy se puso en pie de un brinco y aguardó. De repente oyó que echaba el pestillo. Salió disparado y dio una enérgica patada a la puerta.

– ¡Creo que está encerrando para emborracharse!-Gritó.

Al poco llegó una respuesta apagada.

– Mi tiempo libre.

– Si empieza a emborracharse durante el viaje le despido. -Gritó Massy.

Amenaza que fue seguida por un obstinado silencio. Massy se alejó perplejo. En la orilla aparecieron dos figuras que se acercaban a la pasarela. Oyó una voz teñida de desprecio.

– Francamente, me inclino a no creerle. Pero tenga la seguridad de que le hablaré de esto.

La otra voz, que era la de Sterne, dijo con una especie de deber.

– Gracias. Es todo lo que quiero. Tenía que cumplir con mi pesar y formalidad.

Mr. Massy se sorprendió. Una silueta breve y distinguida subió ágilmente a cubierta y casi chocó con él, que estaba fuera del círculo de luz del farol de la pasarela. Cuando hubo pasado hacia el puente, tras intercambiar un apresurado:

– Buenas tardes -Massy le dijo amenazador a Sterne, que seguía al otro con pasos breves-. ¿Para qué anda ahora contándole historias a Mr. Van Wick?

– Nada de eso, Mr. Massy. No soy yo quién para que Mr. Van Wick me haga caso. Y me temo que él tampoco cree que usted sea quién. Al parecer, el capitán Whalley, sí. Ha ido a pedirle que cene en su casa esta noche.

Luego musitó sombríamente para sí.

– Espero que le parezca bien la idea.

12

Mr. Van Wick, el hombre blanco de Batu Beru, antiguo oficial de la armada que por razones que él sabría había abandonado una carrera prometedora para convertirse en pionero de la plantación de tabaco en aquella apartada parte de la costa, había llegado a apreciar notablemente al capitán Whalley. La aparición del nuevo patrón le había llamado la atención. Era imposible imaginar nada más diferente de todos los diversos sujetos que se habían ido sucediendo en el puente del Sofala.

En aquella época Batu Beru no era lo que ha venido a ser luego: el centro de un próspero distrito tabaquero, un pequeño conjunto de bungalows con aspecto de zona residencial tropical, formando una calle sombreada por doble hilera de árboles, entre la exuberancia placentera de jardines floridos, con una carretera de cinco kilómetros para los paseos vespertinos y un residente de primera clase con esposa obesa y jovial para presidir la sociedad de apoderados de hacienda casados y de jóvenes casaderos al servicio de las grandes compañías.

Toda esa prosperidad no había llegado aún; y Mr. Van Wick prosperaba sólo en la margen izquierda de aquel profundo claro excavado en la selva, que más arriba y más abajo llegaba hasta la orilla del agua. Su bungalow solitario se levantaba frente a las casas del sultán del otro lado del río. Era ése un viejo señor inquieto y melancólico que sabía ya todo sobre el amor y sobre la guerra, y esperaba morir antes de que los blancos se decidiesen a arrebatarle sus dominios. Cruzaba el río con frecuencia (nunca con menos de diez barcas atiborradas de gente), con la esperanza ansiosa de sacarle a su único blanco alguna información sobre el tema. Ocupaba siempre cierta butaca de la terraza, mientras los dignatarios de la corte se ponían en cuclillas sobre las alfombras y pieles en los espacios que dejaba el mobiliario. La gente inferior permanecía abajo, en el césped que separaba la casa del embarcadero, en filas de tres o cuatro, cubriendo todo el trecho. No era raro que la visita empezase al amanecer. Mr. Van Wick toleraba esas incursiones. Saludaba con la cabeza desde la ventana de su habitación, llevando en la mano el cepillo de dientes o la navaja de afeitar, o pasaba por entre los cortesanos en albornoz. Aparecía y desaparecía tarareando, se limaba las uñas con detención, se frotaba el rostro recién afeitado con agua de Colonia, tomaba el primer te, salía a ver el trabajo de sus coolies. Volvía, hojeaba algunos papeles del escritorio, leía un par de páginas de un libro o se sentaba ante el piano de campo echándose para atrás en el taburete, estirando las piernas, recorriendo el teclado con las manos, balanceándose levemente a derecha e izquierda. Cuando se veía absolutamente obligado a hablar respondía con evasivas vagamente tranquilizadoras, por pura compasión. Y probablemente era ese mismo sentimiento el que le hacía ser tan hospitalario y tan generoso al sacar bebidas carbónicas que a veces se quedaba él toda una semana sin soda. El viejo le había concedido toda la tierra que se tomase la molestia de limpiar; ni más ni menos, una fortuna.

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