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Joseph Conrad

Situación Límite

Situación Límite - pic_1.jpg

Título original: The End of the Theter

Traducción: Francisco Cusó

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Aunque hacía ya mucho que el vapor Sofala había virado hacia la costa, la baja y húmeda franja de tierra seguía pareciendo una simple mancha obscura al otro lado de una franja de resplandor. Los rayos del sol caían con violencia sobre la mar calma, como si se estrellasen sobre superficie diamantina produciendo una polvareda de centellas, un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo.

El capitán Whalley no contemplaba nada de esto. Cuando el fiel serang se había acercado al amplio sillón de bambú que llenaba cumplidamente para informarle en voz baja de que había que cambiar el rumbo, se había levantado enseguida y había permanecido en pie, mirando al frente, mientras la proa del buque giraba un cuarto de círculo. No había dicho palabra, ni siquiera para ordenar al timonel que mantuviese el rumbo. Era el serang, un viejo malayo muy despierto, de piel muy obscura, el que había musitado la orden al hombre del timón. Y entonces el capitán Whalley se había sentado de nuevo lentamente en el sillón del puente para clavar la mirada en la cubierta que tenía bajo los pies.

No albergaba esperanzas de ver nada nuevo en aquella ruta marina. Llevaba tres años por aquellas costas. Desde el Cabo Bajo hasta Malantan había cincuenta millas, que eran seis horas de navegación para el viejo barco a favor de la marea, y siete en contra. Luego enfilaba recto hacia tierra y pronto se recortaban en el cielo tres palmeras altas y delgadas, cuyas irregulares copas formaban un ramo, como criticando confiadas a los obscuros mangles. El Sofala se acercaría a la sombría franja costera, que en un momento dado, al llegar a ella oblicuamente el barco, mostraría varias fracturas claras y llenas de luz: el estuario pletórico de un río. Luego, surcando un líquido pardo, tres cuartas partes agua y una cuarta parte tierra negra, por entre bajas costas, tres cuartas partes tierra negra y una cuarta parte agua salada, el Sofala se abriría camino cual arado corriente arriba, como lo hacía una vez al mes desde hacía siete años o más, mucho antes de que él tuviese conciencia de la existencia del barco, mucho antes de que se le viniese a las mientes que pudiese tener relación con aquel barco y sus viajes invariables. El viejo cascarón tenía que conocer el camino mejor que la tripulación, que en todo ese tiempo había ido cambiando; mejor que el fiel serang, que él se había traído de su último barco para hacer las guardias del capitán; mejor que él mismo, que sólo llevaba tres años de capitán del buque. Este merecía toda la confianza. Sabía encontrar el camino, no perdía la brújula. No había que preocuparse, pues era como sí los años le hubiesen dado sabiduría, prudencia y firmeza. Avistaba las escalas con precisión de rumbo, y cumpliendo el horario casi al minuto. Aun sentado en el puente sin levantar la mirada, o tumbado en el camarote, con sólo calcular el día y la hora podía saber en cualquier momento dónde estaba, el punto exacto de la ruta. El mismo capitán se sabía de memoria aquella monótona ruta de vendedor ambulante, estrechos arriba y estrechos abajo; se sabía el orden y los paisajes y la gente. Empezando por Malaca, donde entraba de día y salía de noche, cruzando con una rígida estela fosforescente aquel camino real del Lejano Oriente. Oscuridad y destellos en el agua, limpias estrellas en un cielo negro, tal vez las luces de un vapor británico que mantenía impávido su ruta por el centro, o quizá la sombra elusiva de una embarcación nativa deslizándose sigilosamente con las velas desplegadas… y avistar luego al otro lado con la luz del día una costa baja. A mediodía las tres palmeras de la siguiente escala, a la que arribaría remontando un lento río. El único hombre blanco residente allí era un joven marinero retirado, con quien había trabado amistad en el curso de innumerables viajes. Sesenta millas más allá se encontraba otra escala, una profunda bahía en cuya playa sólo había dos casas. Y así seguía, arribando a tierra y haciéndose a la mar, cogiendo carga costera aquí y allá hasta acabar con un recorrido de cien millas por entre el laberinto de las isletas de un archipiélago, para llegar a un gran poblado nativo, fin de la ruta. Allí el viejo barco tenía tres días de descanso antes de zarpar para recorrer de nuevo, en orden inverso, las mismas costas, vistas desde otro ángulo, oyendo las mismas voces en los mismos lugares, hasta volver al puerto de matrícula del Sofala, enclavado en el camino real del Lejano Oriente, donde ocuparía un muelle casi enfrente del gran montón de piedras de las oficinas del puerto hasta que llegase el momento de empezar de nuevo la vieja ruta de 1.600 millas y treinta días.

No era una vida con mucho aliciente para el capitán Whalley, Henry Whalley, por otro nombre Harry Whalley el Temerario, del Cóndor, clíper famoso en su época. No era aliciente aquello para un hombre que había servido en compañías famosas, al mando de barcos famosos (varios de ellos propiedad suya); que había realizado travesías famosas, descubriendo rutas y tráficos; que había dirigido sus barcos por zonas desconocidas de los mares del Sur, y había visto salir el sol encima de islas que no constaban en los mapas. Cincuenta años en el mar, y cuarenta en Oriente («un aprendizaje de lo más completo», solía observar, sonriendo) le habían convertido en hombre conocido y respetado por toda una generación de armadores y comerciantes de todos los puertos, desde Bombay hasta donde el Este se funde con el Oeste, en la costa de las dos Américas. Su fama había quedado escrita, no muy ampliamente, pero con toda claridad, en los mapas del Almirantazgo. ¿No había en cierto punto situado entre Australia y China una Isla Whalley y un bajío Cóndor. El célebre clíper había estado encallado en aquella peligrosa formación de coral durante tres días, mientras el capitán y la tripulación echaban la carga por la borda con una mano y con la otra, por así decir, mantenían a raya a una flotilla de canoas de guerra salvajes. En aquella época ni la isla ni el arrecife tenían existencia oficial. Más tarde, la oficialidad del vapor de su majestad Fusilier, enviado a explorar la ruta, adoptó esos dos nombres como reconocimiento de la gesta del hombre y la solidez del buque. Por lo demás, todo el mundo puede comprobar que el General Directory, vol. II, p. 410, inicia la descripción del «Malotuor Whalley Passage» con las palabras: «Esta acertada ruta fue descubierta en 1850 por el capitán Whalley al mando del buque Cóndor», etc., y acaba recomendándola encarecidamente a los buques que zarpen de los puertos de China en dirección al Sur en los meses que van de diciembre a abril, ambos incluidos.

Era este el logro más claro de su vida. Nada podía privarle de esta fama. La apertura del canal que cruza el Istmo de Suez, como rompiendo un dique, había lanzado al Oriente una avalancha de nuevos buques, nuevos hombres, nuevos métodos comerciales. Había cambiado la faz de los mares del Este y el espíritu mismo de su vida; por tanto, las experiencias anteriores del capitán no significaban nada para la nueva generación de hombres del mar.

En aquellos tiempos pasados había manejado muchos miles de libras de sus empresarios y suyos propios; había cumplido fielmente, como por ley tiene que hacer un jefe de barco, respetando los intereses conflictivos de propietarios, fletadores y aseguradores. Nunca había perdido ningún barco ni consentido en transacciones indignas; y había aguantado mucho tiempo, sobreviviendo al cabo a las condiciones pretéritas en que se había labrado un nombre. Había enterrado a su esposa (en el Golfo de Petchili), había casado a la hija con el hombre en mala hora elegido por ella, y había perdido más que una posición económica holgada con la quiebra de la importante Corporación Bancaria de Travancore y del Decán, cuya ruina había sacudido el Oriente como un terremoto. Y tenía sesenta y siete años de edad.

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