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– Tengo que hacer comprender su situación a ese bestia de Massy- pensaba Sterne. -Está resultando demasiado absurdo. Ahí está el viejo sepultado en la butaca -que lo mismo podría ser su tumba para lo que de útil puede ya hacer en el mundo- y el serang tiene el mando. Eso es lo que ocurre. Tiene el mando. Ocupa el lugar que me corresponde por derecho. Tengo que hacer entrar en razón a ese bestia salvaje. Y lo voy a hacer inmediatamente…

Cuando el segundo salió disparado, un chaval moreno semi-desnudo, de grandes ojos negros, que llevaba escrita la buenaventura en un collar, quedó muerto de pánico. Soltó la banana que estaba mordisqueando y corrió a refugiarse entre las rodillas de un grave árabe moreno de ropajes ampulosos, sentado cual figura bíblica, incongruentemente, en un cofre de cinc amarillo, amarrado con una cuerda de rota trenzada. El padre, impasible, puso la mano en la cabecita rapada y la palmeó.

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Sterne cruzó la cubierta en pos del primer maquinista. Jack, el segundo, retirándose hacia adentro por la escalera de la sala de máquinas, y sin dejar de secarse las manos, le brindó una incomprensible sonrisa de dientes blancos en su rostro duro y contorsionado; no había rastro de Massy en ninguna parte. Sterne golpeó suavemente la puerta de éste con los nudillos, y luego, aplicando los labios a la alcachofa del ventilador, dijo:

– Tengo que hablar con usted Mr. Massy. Concédame sólo un par de minutos.

– Estoy ocupado. Aléjese de mi puerta.

– Pero, por favor, Mr. Massy…

– Lárguese. ¿No me oye? Váyase inmediatamente… a la otra punta del barco… lo más lejos que pueda…- La voz del interior bajó de tono. -Al diablo.

Sterne se detuvo, y luego, muy suave:

– Es bastante urgente. ¿Cuándo cree usted que estará libre, señor?

La respuesta fue un exasperado -Nunca-; e inmediatamente, Sterne, con expresión de firmeza en el rostro, giró el pomo.

La habitación de Mr. Massy -un camarote estrecho, de una cama- olía extrañamente a jabón, y ofrecía a la vista una desolación limpia de polvo y totalmente desprovista de ornato, no tan desnuda como desierta, no tan severa como reseca y falta de humanidad. Semejaba el patio de un hospital público, o más bien (por lo pequeño de las dimensiones) el limpio refugio de una persona desesperadamente pobre, pero ejemplar. Ni un solo marco de fotografía adornaba la cabecera; ni una sola prenda de vestir pendía de las perchas de latón, ni siquiera un sombrero. Todo el interior estaba pintado de un azul pálido liso; dos grandes cofres de mar cubiertos de lona y con cerrojos de hierro encajaban exactamente en el espacio de debajo de la litera. Bastaba una mirada para abarcar toda la franja de planchas pulimentadas que unían los cuatro visibles rincones. Era chocante la ausencia del habitual banco; la cimera de madera de teca del lavabo parecía herméticamente cerrada, lo mismo que el cajón del escritorio, que sobresalía del tabique de los pies de la cama. Esta tenía un colchón delgado como una torta bajo raído cobertor de descolorida franja roja, y una mosquitera doblada para las noches de puerto. No se veía en parte alguna ni un pedazo de papel, ni desperdicios de ningún género, ni una mota de polvo; ni siquiera ceniza, cosa moralmente turbadora tratándose de un fumador empedernido, como manifestación de hipocresía extrema; y el asiento del viejo sillón de madera (el único asiento), pulido por el mucho uso, brillaba como si hubiese cubierto de cera su decadencia. La cortina de hojas de la orilla, pasando como si se desplegase sin fin por el agujero redondo del ojo de buey, proyectaba en la estancia una temblorosa trama de luz y sombras.

Sterne, manteniendo la puerta abierta con una mano, había introducido cabeza y hombros. Ante esa intrusión increíble, Massy, que no estaba haciendo absolutamente nada, se puso en pie de un brinco, mudo.

– No me cubra de insultos, -murmuró Sterne, rápidamente. -No lo permitiría. Sólo pienso en su bien, Mr. Massy.

Siguió una pausa de pasmo extremo. Ambos parecían haber perdido la lengua. Luego el segundo siguió con discreta locuacidad:

– Le digo que no podría usted ni imaginarse lo que está sucediendo a bordo de su buque. Es usted demasiado bueno… demasiado… recto, Mr. Massy, como para sospechar de nadie tales… Se le pondrían a usted los pelos de punta.

Aguardó a ver el efecto producido: Massy parecía desconcertado, incapaz de comprender. Se limitó a pasar la palma de la mano por los emplastos negro azabache que le cruzaban la cima del cráneo. En tono repentinamente confidencial y audaz, Sterne se apresuró a añadir:

– Recuerde que sólo quedan seis semanas… -El otro le estaba mirando como petrificado… -O sea que a no tardar mucho va a necesitar usted un capitán para el barco.

Sólo entonces, como si la sugerencia le hubiese herido la carne a la manera de un hierro de marcar al rojo, Massy arrancó, y parecía dispuesto a chillar. Se contuvo con gran esfuerzo.

– Que necesitaré… un capitán -repitió con lentitud severa-. ¿Quién necesita un capitán? Se atreve usted a decirme que yo necesito que mi barco lo lleve alguno de ustedes los miserables marineros. Usted y los de su especie llevan años engordando a mi costa. No me hubiera sabido tan mal echar el dinero por la borda. Es-ta-fa-do-res inú-ti-les mi-ma-dos. Este viejo barco sabe tanto como el que más de ustedes- Cerró sonoramente las mandíbulas y gruñó entre dientes. -La maldita ley exige un capitán.

Entretanto Sterne había conseguido a duras penas recuperar ánimo.

– Y los cretinos de los seguros también, -dijo, rápidamente.- Pero no se preocupe por eso. Lo que quiero preguntarle, señor, es: ¿Por qué no iba a servirle yo? Naturalmente, usted sería tan capaz de dar la vuelta al mundo con un vapor como cualquiera de nosotros, los marineros. No pretendo explicarle precisamente a usted que eso es un gran cuento… -Emitió una breve y vacía carcajada, y siguió en tono familiar. -Yo no hice la ley, pero ahí está; y yo soy un joven activo; estoy muy de acuerdo con sus ideas; he llegado ya a conocer su forma de ver las cosas, Mr. Massy. No se me ocurriría darme unos aires como los de… ese… pff… vago viejo de ahí arriba.

Puso un énfasis muy notable en las últimas palabras, para alejar a Massy de la pista… pero ya no dudaba de que tendría éxito. El primer maquinista parecía desbordado, como un hombre lento al que invitan a coger algún molinete.

– Lo que usted necesita, señor, es un tipo que no tenga manías, y se contente con ser el jefe de navegación de usted. Pues muy bien. Yo soy tan apto para la labor como ese serang. Porque la cosa es así. ¿Sabe usted señor, que el mando de su barco lo tiene un maldito malayo que parece un mono, y nadie más que él? Ahora mismo está conduciendo el barco río arriba mientras el gran hombre se mece en la butaca,… tal vez dormido; y aunque no esté dormido, no hay mucha diferencia… le doy mi palabra.

Intentó adentrarse algo más en la habitación. Massy, con la frente baja, asido con una mano al respaldo del sillón, no se movía.

– Usted señor, piensa que le tiene a usted en un puño con aquel acuerdo… -Al oír esto Massy levantó un rostro grave y crispado… -Bien, señor, no puede uno dejar de oír esto a bordo. No es ningún secreto. Y en la costa llevan años hablando de esto; la gente ha estado haciendo apuestas sobre esto. ¡No, señor! Es usted quien lo tiene en un puño. Dirá usted que no puede despedirle por indolencia. Es difícil demostrarlo ante un tribunal, etc. De acuerdo. Pero si dice usted la palabra que hace falta, señor, puedo contarle algo sobre su indolencia que le dará el derecho clarísimo a despedirle inmediatamente y confiarme a mi el mando ya para lo que queda de este viaje… sí, señor, antes de que dejemos Batu Beru… y él tendrá que pagar un dólar al día por su manutención hasta que volvamos, si usted quiere. Vamos, ¿qué le parece? Señor mío, basta una palabra suya. Le trae a usted cuenta, y estoy dispuesto a contentarme con su palabra. Una declaración clara por su parte vale para mí lo mismo que un documento notarial.

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