De algo estaba seguro, de que era digna hija de una madre cabal. Y ahora que había llegado al punto de separarse del barco, se daba cuenta de que ese paso era inevitable. Tal vez se había ido dando cuenta de eso desde hacía tiempo, sin querer confesárselo. Pero ella, allí lejos, tenía que haberlo percibido intuitivamente, y había tenido redaños para mirar la verdad de cara y valor para hablar… todas las cualidades que habían hecho de su madre tan excelente consejera.
¡Tenía que llegar a eso! Era una suerte que ella le hubiese forzado. Al cabo de uno o dos años más, la venta hubiera sido una ruina. Año tras año se había ido comprometiendo, cada vez más, para mantener el barco en funcionamiento. Se encontraba sin defensas ante los embates insidiosos de la adversidad, a cuyos ataques más abiertos podía hacer frente con firmeza; como un acantilado que se yergue inconmovible ante las arremetidas francas del mar, ignorando arrogante la erosión traidora que mina su base. Tal como habían ido las cosas, una vez pagado todo, cumplida la petición de la hija, y sin deber un penique a nadie, le quedaba de la operación todavía una suma de quinientas libras para poner a buen recaudo. Además, llevaba encima un resto de cincuenta dólares… lo suficiente para pagar la factura del hotel, con tal de que no se entretuviese demasiado en la modesta habitación en que se había refugiado.
Sobriamente equipada, de suelo encerado, daba a una de las terrazas laterales. El irregular edificio de ladrillo, tan ventilado como una jaula de pájaro, resonaba con las incesantes sacudidas de persianas de caña hostigadas por el viento entre los encalados pilares cuadrados que daban al mar. Las habitaciones eran altas, y raudales de luz solar las llenaban hasta el techo. Las periódicas invasiones de turistas de algún vapor de pasajeros atracado en el puerto irrumpían por entre el polvo de las estancias, zarandeado por el viento, con el tumulto de sus voces no familiares y sus presencias fugaces, como relevos de sobras migratorias condenadas a dar vueltas corriendo a la tierra sin dejar nunca rastro. La babel de sus irrupciones se esfumaba tan de repente como había aparecido; los espaciosos pasillos y las chaise-longues de las terrazas ya no conocían su prisa por ver ni su reposo exhausto; y el capitán Whalley, constante y dignificado, abandonado solo de noche en el vasto hotel por todos los presurosos, se sentía, cada vez más, como un turista varado, sin objetivo a la vista, como viajero perdido y sin hogar. Fumaba pensativo en la soledad de la habitación, contemplando los dos cofres de marino que contenían todo lo que podía llamar suyo en este mundo. En un rincón, apoyado en la pared, veíase un grueso fajo de mapas en funda impermeable; debajo de la cama asomaba la caja plana que contenía el retrato al óleo y las tres fotos carbón. Estaba cansado de discutir condiciones, asistir a inventarios, de toda la rutina comercial. Lo que para las otras partes era meramente la venta de un barco, era para él un acontecimiento importante que implicaba una forma radicalmente nueva de ver la existencia. Sabía que después de aquel barco no habría ya ninguno más; y las esperanzas de la juventud, el ejercicio de sus capacidades, todo sentimiento y logro de su madurez, habían estado indisolublemente ligados a los barcos. Había servido en barcos, había poseído barcos, e incluso los años de su auténtica jubilación del mar habían sido soportables sólo gracias a la idea de que le bastaba con extender la mano llena de dinero para hacerse con un barco. Había sido libre por sentir como si fuese propietario de todos los buques del mundo. La venta de éste había sido fatigosa; pero cuando al fin se esfumó cuando firmó el último recibo, era como si todos los barcos hubiesen desaparecido del mundo, dejándole en la costa de inaccesibles océanos con setecientas libras en el bolsillo.
Caminando con aplomo y sin prisas por el muelle, el capitán Whalley apartaba
la mirada de los familiares fondeaderos. Dos generaciones de marineros nacidos desde el momento en que él pasó su primera jornada en el mar, se interponían entre él y todos aquellos barcos anclados. El suyo estaba vendido, y él se preguntaba: ¿Y ahora, qué?
De ese sentimiento de soledad y vacío interior -y también de pérdida, como si le hubiesen arrancado violentamente el alma-surgió al principio un deseo de salir corriendo hacia su hija.
– Aquí tienes hasta el último penique que me queda -le diría-. Tómalo, cariño. Y aquí tienes a tu anciano padre: tienes que cogerle también.
Se le estremeció el alma, como asustada de lo que se ocultaba en el fondo de este impulso. ¡Rendirse! ¡Nunca! Cuando uno está completamente agotado, se le ocurren toda clase de tonterías. Menudo regalo sería aquello para la pobre mujer: setecientas libras con el engorro de un viejo de buena salud, que podía durar años y años. ¿No era tan capaz de morir trabajando como cualquier joven de los que tenían a su cargo aquellos barcos fondeados allá lejos? Estaba tan fuerte como en los mejores momentos de su vida. Pero, ¿quién querría darle trabajo? Eso era harina de otro costal. Se temía que no le tomasen en serio si se presentaba con su aspecto y antecedentes a buscar la plaza de un joven; o que si conseguía impresionarles, tal vez se apiadasen de él, lo que sería como desnudarse para que le diesen una patada. No tenía ningunas ganas de entregarse por menos que nada. No quería la compasión de nadie. De otro lado, no era nada fácil encontrar en la primera esquina el mando de un buque, que era lo único decente a que podía aspirar. Ahora no abundaban las ofertas de mando. Desde que desembarcara para realizar la venta, había mantenido el oído alerta, sin oír ni indicios de que hubiese alguna vacante en el puerto. Y aunque la hubiese habido, su éxito del pasado era un obstáculo. Había sido demasiado tiempo empresario de sí mismo. La única credencial que podía presentar era el testimonio de toda su vida. ¿Qué mejor recomendación se podía pedir? Pero sentía, vagamente, que ese documento único sería observado como curiosidad arcaica de los mares de Oriente, como un mensaje escrito en palabras obsoletas… en un lenguaje medio olvidado.
4
Dando vueltas a estos pensamientos se paseaba por junto a las verjas del muelle, con el pecho hinchado, erguido como si sus grandes hombros nunca hubieran sentido el peso de las cargas que tenemos que llevar entre la cuna y la tumba. Ni una sola arruga traidora, ni una señal de preocupación desfiguraba la estampa reposada de su rostro. Era éste lleno y sin broncear; y de la exuberancia de pelo plateado de abajo emergía imponente y calma la parte superior, con tez clara de chocante delicadeza y poderosa anchura de frente. El primer destello de su mirada le resultaba a uno cándido y pronto, como de chiquillo; pero el irregular alero de paja blanca de las cejas daba a su afable atención el carácter de un agudo e inquisitivo indagar. La edad le había hecho más abundante de carnes, aumentando su diámetro como un viejo árbol que no presenta síntomas de decadencia; e incluso el opulento y lustroso vello blanco del pecho parecía atributo de vitalidad y vigor inextinguibles.
Orgulloso en otro tiempo de su gran fortaleza física, e incluso de su aspecto personal, consciente de lo que valía y firme en su rectitud, le había quedado como herencia de una prosperidad pasada el porte tranquilo de un hombre que en todo se había mostrado a la altura de la vida que eligiera. Caminaba sin vacilaciones bajo la ancha ala de un antiguo sombrero de Panamá. Tenía copa baja, reborde alrededor y una cinta negra estrecha. Imperecedera y un tanto descolorida, esta prenda permitía distinguirle de lejos en medio de las multitudes más abigarradas. Nunca había querido pasarse a la moda relativamente moderna de los salacot.
Le desagradaba la forma; y confiaba en poder mantener la cabeza fría hasta el fin de sus días sin todos esos ingenios para la ventilación higiénica. Llevaba pelo corto y camisas de blancura inmaculada; el terno de franela gris liviana, desgastado pero cepillado escrupulosamente, flotaba en torno a sus recias piernas, dando mayor amplitud aún a su aspecto por lo holgado del corte. Los años habían moderado el buen humor y la audacia imperturbable de los años mozos, tornándolos en un aire sereno y resuelto; y el tranquilo repiqueteo de la punta de hierro del bastón acompañaba sus pasos con sonido que daba confianza. Era imposible relacionar un porte tan distinguido y un talante tan tranquilo con las angustias de la pobreza; toda la existencia de aquel hombre parecía pasar por delante de uno, fácil y cómoda, con libertad de medios tan anchurosa como el corte del traje.