El miedo irracional a tener que morder las quinientas libras para gastos personales en el hotel turbaba el equilibrio de su mente. No había tiempo que perder. La factura estaba subiendo. Acariciaba la esperanza de que si todo lo demás fallaba las quinientas le sirviesen para conseguir algún trabajo que, garantizándole la subsistencia (no muy costosa), le permitiese ser útil a su hija. En su forma de verlo, estaba invirtiendo un dinero de ella para respaldar al padre en beneficio de ella misma. Una vez trabajase, podría ayudarla con la mayor parte de lo que ganase; todavía podía durar muchos años, y aquel asunto de la casa de huéspedes, se decía, fuesen las que fuesen las perspectivas, en ningún caso resultaría desde el principio una mina de oro. Pero ¿en qué podía trabajar? Estaba dispuesto a asirse a cualquier posibilidad decente con tal de resolver pronto el problema; porque las quinientas libras había que guardarlas para cualquier eventualidad. Eso era lo fundamental. Con las quinientas intactas, se sentía como respaldado; pero le parecía que si bajaban a cuatrocientas cincuenta, o incluso a cuatrocientas ochenta, aquel dinero perdería toda su virtud, como si la cifra redonda tuviese cualidades mágicas. Pero ¿en qué podía trabajar?
Asediado por esta pregunta, como por un espectro molesto que no tuviese fórmula para exorcizar, el capitán Whalley se detuvo en lo alto de un puentecillo que cruzaba a gran altura el lecho de un entrante marino canalizado con costas de granito. Anclado entre los macizos bloques, medio oculto por el arco, flotaba un prao malayo de navegación de altura, con las vergas bajadas, sin que se oyese a bordo ni el más leve sonido, cubierto de proa a popa por una estera de hojas de palmera. Había dejado atrás las ardientes calzadas flanqueadas por fachadas de piedra que seguían la ondulación de los muelles como imponente acantilado; y se abría ante él un panorama ilimitado de aspecto ordenado y silvestre, con enormes manchas de hierba acamada, como piezas de una alfombra verde suavemente ensartadas, largas hileras de árboles alineados en colosales porches de oscuros pilares y bóvedas de ramaje.
Algunas de aquellas avenidas acababan en el mar. Era una costa rodeada de columnatas; y más allá, en el llano panorama, profundo y brillante como la mirada de un ojo azul oscuro, una franja oblicua de difuminada púrpura se alargaba indefinidamente por la brecha que dejaban un par de islas gemelas verdes. Muy lejos, en los fondeaderos exteriores, surgían directamente del agua los mástiles y vergas de unos pocos barcos, formando fino enrejado de líneas rosas trazadas a pincel sobre la clara sombra del flanco oriental. El capitán Whalley les dirigió una larga mirada. Allí estaba anclado el barco que fuera suyo. Le descuadraba pensar que ya no podía tomar un bote en el muelle para que le llevase hasta allá al llegar la noche. A ningún barco. Tal vez nunca más. Antes de que la compraventa se hubiese consumado, cuando todavía tenían que entregarle dinero, pasaba cada día algún tiempo a bordo del Fair Maid. Pero aquella misma mañana le habían dado todo el dinero y de repente, no había ya ningún barco al que pudiese subir cuando le viniese en gana; ningún barco que necesitase su presencia para trabajar… para vivir. Era una situación increíble, demasiado extraña como para poder durar mucho. Si el mar estaba lleno de embarcaciones de todos tipos. Allá estaba aquel prao tan quieto, resguardado por el cobertor de hojas de palmera cosidas… también el prao tenía su hombre indispensable. El malayo que él nunca había visto, y aquella cosa de popa alta y escaso tamaño que parecía descansar tras larga travesía, vivían uno gracias al otro. Y cada uno de aquellos barcos que se veían cerca o lejos, cada uno tenía un hombre, el hombre sin el que el mejor barco es algo muerto, un tronco que flota sin objeto.
Tras echar esa única mirada al fondeadero siguió adelante, pues no había motivo para mirar atrás, y hay que pasar el tiempo. Las avenidas de grandes árboles desembocaban rectas en la Explanada, cortándose entre sí con ángulos diversos, columnares abajo y exuberantes arriba. Allá arriba, las entrelazadas ramas parecían dormir; no se movía ni una hoja, y en mitad de la avenida las estiradas farolas de hierro fundido, doradas cual cetros que empequeñecían en la profunda perspectiva, con sus globos de porcelana blanca en lo alto, semejaban bárbaro decorado de huevos de avestruz desplegados en hilera. El cielo llameante llenaba de tenue resplandor carmesí la brillante superficie de cada concha de cristal.
Con la barbilla un poco hundida, las manos tras la espalda, y trazando en la grava con la punta del bastón una leve línea ondulada tras los tacones, el capitán Whalley meditaba que si un barco sin hombre era como cuerpo sin alma, un marinero sin barco no valía mucho más en este mundo que un tronco a la deriva en el mar. El tronco podía ser muy bueno, lleno de nervio, difícil de destruir… pero ¡para qué! Un repentino sentimiento de inutilidad irremediable lastró sus pies como una enorme fatiga.
Por el recién abierto paseo marítimo venía rodando una retahíla de coches descubiertos. Al otro lado de los parterres de césped se podían ver los discos vibrátiles que formaban los radios al girar. Las rutilantes copas de las sombrillas se inclinaban levemente hacia fuera como prietas flores en el cuello de un jarrón; y la quieta sábana de agua azul oscuro, cruzada por una franja de púrpura, servía de fondo al girar de las ruedas y a la vigorosa acción de los caballos, mientras los turbantes de los criados indios se elevaban sobre la línea del horizonte marino para adentrarse en el azul más pálido del cielo. En un espacio abierto cerca del puentecillo cada carruaje describía al trote una solemne curva alejándose de la puesta del sol; y entonces, de una embestida, enfilaban la gran avenida formando una fila de lento movimiento con la quietud aún muy roja del cielo a la espalda. Los troncos de potentes árboles se erguían teñidos todos de rojo por el mismo flanco, el aire parecía encendido bajo el alto follaje, y hasta el suelo que pisaban los cascos era rojo. Las ruedas giraban majestuosamente; una tras otra las sombrillas bajaban, plegando sus colores como ubérrimas flores que cerrasen sus pétalos al final del día. En todo aquel kilómetro de seres humanos ninguna voz emitía un sonido diferenciado, sólo el apagado ruido de los cascos se entremezclaba con leves campanilleos, y las cabezas y hombros inmóviles de hombres y mujeres sentados por parejas emergían impasibles de las caperuzas bajadas, como si fuesen de madera. Pero luego llegó un coche y un tiro que no se pusieron en la fila.
Adelantó a los demás en rápida y sigilosa carrera; mas al enfilar la avenida uno de los obscuros alazanes relinchó, arqueando el cuello y revolviéndose contra la vara de guardia rematada en acero; un copo de espuma cayó del freno hasta el encaje de un hombro de satén, y la cara hosca del cochero se echó enseguida hacia adelante, mientras las manos cogían con brío las riendas. Era un largo landó verde oscuro, de digno y flotante balanceo sobre los dos muelles en C, y cuya elegancia tenía cierta majestad estrictamente oficial. Parecía mayor de lo normal, y los caballos también sobresalían por su talla; los jaeces y ornato tenían un punto de perfección, y los lacayos del pescante parecían ir más elevados y erguidos. Los vestidos de las tres damas -dos jóvenes y bellas y otra agradable, de amplias proporciones y edad madura parecían llenar completamente el cuerpo poco profundo del carruaje. El cuarto rostro era el de un hombre de pesados párpados, distinguido y de tez cetrina, con perilla y mostacho espesos de color gris acero oscuro, que en cierto modo parecían apéndices sólidos. “Su Excelencia…” pensó el capitán Whalley.
El rápido movimiento de aquel carruaje singular hizo que todos los demás pareciesen claramente inferiores, deficientes, condenados a arrastrarse laboriosamente a paso de tortuga. El landó dejó atrás a toda la hilera en una especie de arremetida sostenida; los rasgos de sus ocupantes desaparecieron de la vista dejando una impresión de miradas fijas y ausencia impasible; y una vez que se hubo desvanecido como de un vuelo, a pesar de la larga fila de vehículos que refrenaban sus caballerías al paso, el amplio panorama de la avenida pareció quedar desierto de vida, como en augusta soledad.