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Tan de improviso que Mr. Massy dio un brinco y dejó caer la chaqueta al suelo, llegó desde el camarote vecino el estruendo de una caída aparatosa. El fiel Jack debía de haberse quedado dormido sentado, y ahora habría rodado con silla y todo, rompiendo a juzgar por el ruido todas las botellas y vasos de la estancia. Tras el terrible choque todo quedó un tiempo en calma, como si hubiese muerto en el acto. Mr. Massy contuvo la respiración. Al cabo, al otro lado del mamparo se produjo lentamente un suspiro quejumbroso y somnoliento, inseguro.

– Espero que esté demasiado borracho para despertarse, -musitó Mr. Massy.

El sonido de una suave risita de inteligencia le llevó al borde de la desesperación. Juró violentamente para sus adentros. Seguro que aquel loco no le dejaba pegar ojo en toda la noche. Maldijo su suerte. A veces necesitaba olvidar sus problemas enloquecedores durmiendo. No podía detectar movimientos. Sin hacer al parecer ni el menor intento de levantarse, Jack siguió riendo para sí en el suelo; luego echó a hablar, como si dijésemos recogiendo el hilo anterior.

– ¡Massy! ¡Me gusta ese sucio canalla! Querría condenar a su pobre Jack a morirse de hambre… pero fijaos, lo arriba que ha llegado…

Tosió espasmódicamente, como con autosuficiencia…

– Armador, como los buenos. Necesita un billete de lotería. ¡Ja, ja! Te voy a dar billetes de lotería muchacho. Deja que el viejo barco se hunda y el viejo colega se muera de hambre… eso está bien. El no se equivoca nunca… Massy, no. Nunca. Es un genio… eso es lo que es ese hombre. Es la forma de recuperar el dinero: que se vayan al cuerno el barco y el colega.

Ese condenado viejo chocho se lo ha tomado a pecho, musitó Massy para sí. Escuchaba atentamente tratando de detectar cualquier indicio de que le volviese a dar el ataque. Se sintió profundamente descorazonado por un estallido de risa lleno de ironía alegre.

– ¡Querrías ver el barco en el fondo del mar! ¡Ah, más que listo! ¡Diablo! Quieres que se hunda, ¿eh? Sin duda, muchacho; con este vejestorio se hundirían todos tus problemas. Recogerías el dinero del seguro… le volverías la espalda al viejo colega… y todo resuelto… otra vez hecho un caballero.

El rostro de Massy había quedado de piedra, sombrío. Sólo sus grandes ojos giraban incómodos. Aquel loco de atar. Pero todo lo que decía era cierto. Sí. Billetes de lotería. Todo cierto. ¿Empezar de nuevo? No, esperaba que no…

Pero siempre pasaba eso. El imaginativo borracho del otro lado del mamparo sacudió la quietud mortal que tras sus últimas palabras había invadido el obscuro barco amarrado en un muelle silencioso.

– No se le ocurra decir nada contra George Massy, caballero. Cuando se haya cansado de esperar, se deshará del barco. ¡Fíjese! Todo al cuerno, el barco y el colega. El sabrá cómo…

La voz vacilaba, fatigada, soñadora, pérdida, como desvaneciéndose en un gran espacio abierto.

– … encontrar un truco que funcione. Anda tras esto… no tema…

Tenía que estar muy borracho, pues al cabo se apoderó de él un pesado sueño, repentinamente, como un hechizo, y la última palabra se alargó hasta convertirse en un ronquido interminable, ruidoso, profundo. Luego se acabó hasta el roncar, y todo quedó en calma.

Pero daba la impresión de que súbitamente Mr. Massy había empezado a dudar de la eficacia del sueño contra los apuros de uno; o tal vez hubiese hallado el alivio que necesitaba en la quietud de una contemplación tranquila que podía contener los pensamientos vividos de riqueza, de una racha de suerte, de un ocio interminable, y podía poner ante la vista de uno la imagen de todo lo que desease. Porque, se dio vuelta, puso los brazos sobre la litera, y se quedó allí de pie con los pies sobre la vieja chaqueta preferida mirando afuera por el ojo de buey la noche y el río. A veces un aliento de viento entraba y le daba en el rostro, un aliento fresco cargado del toque húmedo y fresco de una gran extensión de agua. Todo lo que podía ver era algún destello ocasional; y en un momento dado pudo suponer que en definitiva había dormitado, pues súbitamente, y sin relación con ningún sueño, aparecieron ante su vista una serie de guarismos llameantes y gigantescos -tres cero siete uno dos- que formaban un número de boleto de lotería. Y luego, de pronto, el ojo de buey ya no estaba negro: era gris perla, y enmarcaba una costa llena de casas, abigarrados techos de paja, paredes de estera y bambú, aguilones de madera de teca labrada. Hileras de viviendas levantadas sobre un bosque de columnas bordeaban la orilla de acero del río, llena de salientes y calmo, con la marea cambiando de signo. Era Batu Beru… y había amanecido.

Mr. Massy se sacudió, se puso la chaqueta de tweed, y temblando muy nervioso, como quien ha sufrido un gran shock, anotó el número. Era una inspiración rara y cargada de buenos augurios. Sí; pero para buscar la fortuna necesitaba dinero… dinero en mano.

Salió dispuesto a bajar a la sala de máquinas. Había que atender a varias tareas, y Jack estaba tendido como muerto en el suelo del camarote, con la puerta cerrada por dentro. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en trabajar. ¡Ay! Si uno quería no hacer nada, antes tenía que conseguir una buena cantidad de pasta. Un barco no era solución. Totalmente cierto. Estaba cansado de aguardar alguna ocasión que le librase de una vez de aquel barco que había venido a ser una maldición.

14

El profundo e interminable alarido de la sirena de vapor tenía en su grave y vibrante nota un algo intolerable que causó un leve estremecimiento en la espalda de Mr. Van Wick. Eran las primeras horas de la tarde; el Sofala estaba zarpando de Batu Beru para Pangu, la próxima escala. Surcó la corriente, mal escoltado por algunas canoas, y deslizándose por el ancho río dejó de verse desde el bungalow de Van Wick.

Esta vez, el hacendado no había ido a despedirlo. Generalmente bajaba hasta el embarcadero, intercambiaba algunas palabras con el puente mientras el buque se alejaba y en el último momento saludaba con la mano al capitán Whalley. Aquel día no salió ni a la balaustrada de la galería.

– Tampoco me iba a ver, -dijo para sí-. Me gustaría saber si puede siquiera distinguir la casa.

En cierto modo, ese pensamiento le hizo sentirse más solo que en ningún otro momento de aquellos años. ¿Cuántos eran? ¿Seis o siete? Siete. Era mucho tiempo.

Se sentó en la galería con un libro cerrado sobre las rodillas, y contempló por así decir su soledad, como si el hecho de la ceguera del capitán Whalley le hubiese abierto los ojos. Había muchos tipos de penas y dolores del corazón, y no había lugar en que pudiese uno ponerse a salvo. Y se sintió avergonzado, como si durante seis años se hubiese comportado como un chiquillo enfurruñado.

Su pensamiento seguía la ruta del Sofala. Apremiado por las circunstancias, había actuado impulsivamente, atendiendo a lo más urgente. ¿Qué otra cosa pudiera haber hecho? Más adelante vería. Parecía necesario que saliese al mundo, al menos por un tiempo. Tenía dinero… algo podría hacer; no ahorraría tiempo, ni esfuerzos, ni pérdida de soledad. Sentía un peso en el corazón… veía al capitán Whalley cubriéndose los ojos con la mano, allí sentado, como si decepcionado en la confianza de su fe, se encontrase más allá de todo el bien y todo el mal que puedan hacer manos humanas.

El pensamiento de Mr. Van Wick seguía al Sofala río abajo, dando giros, cruzando la franja costera de la selva, entre los troncos enormes de los grandes árboles, luego entre mangles y finalmente cruzando el bajío. En pleno día el barco lo atravesó fácilmente, pilotado en aquellos momentos por Mr. Sterne, que tenía la guardia de cuatro a seis, y luego bajó a sumergirse con fruición en la perspectiva de estar virtualmente empleado por un hombre rico… como Mr. Van Wick. No concebía que pudiese interponerse ya ningún obstáculo. No parecía capaz de sobreponerse al sentimiento de que «al fin estaba instalado». De seis a ocho, cumpliendo con su deber, el serang veló sólo por el barco. Tenían un camino sencillo hasta las tres de la madrugada aproximadamente, cuando se acercarían al archipiélago Pangu. A las ocho Mr. Sterne salió contento a tomar el mando hasta la medianoche. A las diez estaba todavía gorjeando y tarareando en el puente, y para ese tiempo el pensamiento de Mr. Van Wick abandonaba al Sofala. Mr. Van Wick había caído dormido al cabo.

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