Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Ahora páseme por encima -musitó con una especie de susurro de asombro y descomposición. Luego dijo lenta y claramente:

– Yo… no… soy… una basura. Y añadió desafiante: Como usted parece pensar.

El serang dio un brinco.

– Ahora veo las palmas, Tuan.

El capitán Whalley avanzó hasta la barandilla; pero en lugar de encaminarse directamente al punto preciso, con la mirada segura y penetrante de un marinero, sus ojos erraron irresolutos en el espacio, como si él, descubridor de nuevas rutas, hubiese perdido el camino en aquel estrecho mar.

Subió el puente otro blanco, el segundo. Era alto, joven, delgado, con un bigote como de lancero, y de mirada un tanto maliciosa. Se situó junto al maquinista. El capitán Whalley, de espaldas a ellos, preguntó:

– ¿Qué velocidad marca la corredera?

– Ochenta y cinco -contestó rápidamente el segundo, dándole un codazo al maquinista.

Las musculosas manos del capitán Whalley apretaban la barandilla metálica con fuerza extraordinaria; su mirada brillaba con enorme esfuerzo; juntaba las cejas, le caía el sudor por debajo de la gorra… y murmuró en voz baja: serang, mantén el rumbo… cuando estemos en la posición adecuada.

El silencioso malayo fue para atrás, aguardó un poco, y levantó el brazo para hacer seña al timonel. El timón giró rápidamente para ajustarse al movimiento del barco. El segundo llamó de nuevo la atención del maquinista con un codazo. Pero Massy se volvió hacia él.

– Mr. Sterne -dijo violentamente-, permítame que le diga -como armador- que no es usted más que un maldito loco.

7

Sterne bajó sonriendo con afectación y sin mostrar ningún desconcierto, pero el maquinista Massy permaneció en el puente, paseando con aires de inquieta autoafirmación. A bordo, todos eran sus inferiores… todos sin excepción. El les pagaba el salario y les alimentaba. Comían su pan y se embolsaban su dinero, sin merecérselo; y no tenían que preocuparse de nada, mientras él debía hacer frente solo a todas las dificultades de un armador. Cuando contemplaba toda la amenazadora realidad de su posición, le parecía que desde hacía años era presa de una banda de parásitos; llevaba años lleno de náusea por todos los relacionados con el Sofala, a excepción, tal vez, de los fogoneros chinos que lo mantenían en marcha. Estos tenían una utilidad manifiesta: eran una parte indispensable de la maquinaria que le pertenecía.

Cuando recorría las cubiertas empujaba brutalmente con el hombro a cualquiera que se le cruzase en el camino; pero los marineros malayos habían aprendido a apartarse. Se veía obligado a tolerarlos debido a la necesidad de trabajo manual en el barco. El tenía que luchar y hacer planes para mantener a flote el Sofala… ¿y qué recibía a cambio? Ni siquiera el suficiente respeto. No podrían agradecérselo ni aunque todos sus pensamientos y acciones fuesen dirigidos a tal fin. Para esta época, había él dejado muy atrás la vanidad de la posesión y la vanagloria del poder, y sólo le quedaban los problemas materiales, el miedo de perder aquella posición que había resultado no valer la pena, y un ansia mental constante que ninguna sumisión abyecta de los hombres podía compensar.

Caminaba de un lado para otro. Al fin y al cabo, el puente era suyo. Lo había pagado él; y con la pipa en la mano se detenía a veces en seco como para escuchar con atención profunda y concentrada el golpeteo amortiguado de las máquinas (sus máquinas) y el leve rechinar de las cadenas del timón, sobre el fondo del continuo restregar del agua contra los flancos del buque. De no ser por esos ruidos el barco hubiera parecido completamente parado, como si estuviese amarrado a un muelle, y tan silencioso como si hubiese desertado de él todo bicho viviente; sólo la costa, la baja costa de barro y mangles con tres palmeras formando un ramo en la jiba, se distinguía cada vez con más detalle, con su alargada silueta; ni un solo rasgo de ella llamaba la atención. Los pasajeros nativos del Sofala yacían en esteras, bajo los toldos; el humo de la chimenea parecía la única señal de vida, relacionada, en misteriosa forma, con el movimiento deslizante.

El capitán Whalley, de pie, con unos prismáticos en la mano y el pequeño malayo al lado, como un viejo gigante servido por pigmeo anémico, estaba llevando el buque por las aguas poco profundas del bajío.

La cresta submarina de barro, arrancada por la corriente al blando lecho del río, para amontonarlo fuera, lejos, sobre el duro fondo del mar, era difícil de franquear. No teniendo la costa aluvial señales distintivas, había que rastrear la posición del punto de travesía por referencia a la forma de las montañas del interior. Había que buscar una forma aplanada y de cima desigual como una muela, y otra forma más suave, como de silla de montar, entre la gran luminosidad sin nubes que parecía deslizarse flotando como una densa niebla seca que llenase el aire y viniese del agua, velando las distancias y abrasando los ojos. En ese velo de luz sólo destacaba firmemente el borde próximo de la costa, negro azabache casi, de solidez opaca e inmóvil. A cincuenta kilómetros de distancia, la serranía del interior se extendía por el horizonte con perfiles y formas azules, lánguidos y trémulos como un fondo de gasa sutil pintado sobre la textura ondeante de una impalpable cortina tendida hasta el llano de suelo aluvial; y las aberturas del estuario parecían con sus blancos destellos como pedazos de plata engastados en los espacios cuadrados recortados limpiamente en el cuerpo de aquella tierra rodeada de mangles.

En la parte de delante del puente el gigante y el pigmeo se hablaban con frecuencia en tranquilos murmullos. Tras ellos Massy estaba de lado con expresión de desdén e inquietud. Sus ojos globulares estaban perfectamente inmóviles, y parecía haber olvidado la larga pipa que sostenía en la mano.

En la cubierta de delante del puente, tapada por las apretadas pendientes blancas de los toldos, un marinero nativo había trepado hasta situarse fuera de la batayola. Se ajustó rápidamente una ancha banda de lona de vela bajo los sobacos, y apoyando el pecho en ella se colgó afuera, encima del agua. La manga de la ligera camiseta de algodón, muy corta, dejaba al descubierto un brazo moreno de formas llenas y redondeadas y piel de satén como la de una mujer. Blandía aquel brazo con el gesto rotatorio y amenazador de un hondero: el peso de seis kilos hendía circularmente el aire hasta que de repente, salió lanzado hasta la altura de la proa. La fina y húmeda sirga silbó como seda arañada al pasar por entre los dedos morenos del hombre, y el plomo al hundirse cerca del casco del buque hizo una fugaz herida de plata en el resplandor dorado: luego, tras un intervalo, la voz del joven malayo izado y estirado anunció en su propia lengua la profundidad del agua.

– Tiga stengah -gritaba tras cada chapuzón y pausa, afanándose en recoger la sirga para lanzar otra vez.

Tiga stengah, que significa tres brazas y media, seis metros. Viniendo de alta mar, había cosa de una milla en que la profundidad era uniforme, hasta llegar al bajío mismo.

– Tres y media. Tres y media. Tres y media -y el modulado grito, repetido fácilmente, monótono como el reclamo reiterado de un pájaro, parecía flotar entre los rayos del sol e irse por el espacioso silencio del mar vacío y de una costa sin vida, que se extendía abierta por el norte y el sur, el este y el oeste, sin que lo turbase ni la sombra de una sola nube ni el susurro de ninguna otra voz.

El propietario-maquinista del Sofala permanecía muy quieto tras los dos marineros de distinta raza, credo y color; el europeo con el vigor de aquel viejo armazón que desafiaba al tiempo, y el pequeño malayo viejo también, pero entero y quebrantado como hoja parda y seca depositada por caprichoso viento a los pies del otro. Muy ocupados en observar la tierra, no distraían una sola mirada; y Massy, mirándoles por la espalda, parecía sentir aquella atención al deber como menosprecio personal hacia él.

12
{"b":"100391","o":1}