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– Lástima de chico que hubieras sido -solía decirle él en broma.

La había llamado Ivy -hiedra- por el sonido de la palabra, y obscuramente fascinado por una vaga asociación de ideas. Se había enredado prieta en torno a su corazón, y él quería que la chica se mantuviese junto al padre como torre de fuerza; olvidó así, mientras ella fue niña, que por la naturaleza de las cosas ella elegiría, probablemente, arrimarse a algún otro sostén. Pero el hombre amaba la vida lo bastante como para que incluso ese acontecimiento le produjese cierta satisfacción, aparte del sentimiento íntimo de pérdida.

Cuando hubo comprado el Fair Maid para ocupar su soledad, se apresuró a aceptar un cargamento poco beneficioso para Australia sólo por tener ocasión de ver a la hija en su propia casa. Lo que le disgustó allí no fue que ésta se apoyase en otro, sino que el soporte que había elegido, visto de cerca, parecía «un poste bastante endeble», incluso en cuestión de salud. Le disgustaba la estudiada urbanidad del yerno, tal vez más aún que su método de administrar la suma de dinero que él había dado a Ivy al casarse. Pero no dijo ni palabra de sus aprensiones. Sólo el día de la despedida, con el portal abierto de par en par, cogió las manos de la hija y, mirándola firmemente a los ojos, le dijo:

– Querida, ya sabes que todo lo que tengo es para tí y para los críos. Escríbeme con toda franqueza.

Ella le contestó con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Se parecía a la madre en el color de los ojos, y en el carácter, y también en que le comprendía sin muchas palabras.

Claro que le iba a escribir; y algunas de las cartas hicieron arquear las blancas cejas del capitán Whalley. Por lo demás, éste sentía recompensados todos los afanes de su vida al poder dar todo lo necesario cuando ella se lo pedía. En cierto modo, nada le había dado tanta satisfacción desde la muerte de su esposa. Y, cosa curiosa, la puntualidad con que el yerno fracasaba le hacía sentir, desde lejos, cierta simpatía por él. El hombre se veía tan constantemente obligado a resguardarse en cualquier costa, que echarle la culpa de todo eso a su impericia en navegar, hubiera sido claramente injusto. ¡No! El sabía muy bien a qué se debía eso. Era mala suerte. La suya había sido maravillosa, pero a lo largo de la vida había visto a muchos hombres de valía -marineros y no marineros- hundirse por el simple peso de la mala suerte, y sabía reconocer los síntomas de la fatalidad. De modo que estaba pensando cuál sería la mejor forma de ahorrar muy estrictamente hasta el último penique que pudiese legarles cuando, con una racha premonitoria de rumores (cuyo eco le alcanzó por primera vez en Shangai), vino el impacto de la enorme quiebra; y después de pasar por las fases de estupor, incredulidad, indignación, tuvo que aceptar el hecho de que no podía ya hablar de dejar nada en herencia.

A todo esto, como si hubiese estado aguardando precisamente a esta catástrofe, allí en Melbourne, aquel desafortunado abandonó su ruinoso juego y se quedó clavado en una silla de ruedas de inválido.

– Nunca volverá a andar -escribió la esposa.

Por primera vez en la vida, el capitán Whalley sintió que se tambaleaba.

A la vista de esto, el Fair Maid tenía que ponerse a trabajar urgentemente. Ya no se trataba de mantener viva la memoria de Harry Whalley el Temerario en los mares del Este, ni de proporcionar a un anciano dinero para pequeños gastos, para vestir, y tal vez para permitirse unos cientos de cigarros de primera clase al cabo del año. Tendría que poner todo el empeño en mantener el barco trabajando al máximo, con una escasa asignación para hacer la vida agradable a los hombres de proa y de popa.

Esta situación de necesidad le abrió los ojos a los cambios fundamentales ocurridos en el mundo. De su pasado sólo quedaban, acá y allá, algunos nombres familiares, pero las cosas y los hombres que él conociera habían desaparecido. Todavía se veía el nombre de Gardner, Patteson amp; Co., en las paredes de los depósitos del muelle, en placas de metal y cristaleras de los barrios de negocios de más de un puerto del Oriente, pero ya no había ningún Gardner ni Patteson en la firma. Al capitán Whalley ya no le aguardaba un sillón y una calurosa bienvenida en un despacho particular, ni la disposición a facilitarle algún negocio por mor de los servicios prestados. Tras las mesas de despacho de la habitación donde él tenía libre entrada en tiempos del viejo Gardner, aún mucho después de haber dejado la casa, se sentaban ahora los yernos. Los barcos de la compañía llevaban ahora chimeneas amarillas con cimera negra, y un calendario de rutas similar al de un maldito servicio de tranvías. Les daban lo mismo los vientos de diciembre que los de junio; los capitanes (que él no dudaba serían jóvenes excelentes) estaban, sin duda, familiarizados con la isla de Whalley, porque en los últimos años el Gobierno había instalado un faro fijo blanco en el extremo norte de la misma (estableciendo un sector rojo de peligro en el arrecife Cóndor), pero la mayor parte de ellos se habrían sorprendido muchísimo de oír que todavía existía un Whalley de carne y hueso… un anciano que iba por el mundo tratando de encontrar carga aquí y allá para su pequeño barco.

Y en todas partes ocurría lo mismo. Desaparecidos los hombres que habrían asentido complacidos a la sola mención de su nombre y se habrían sentido obligados por su honor a hacer algo por Harry Whalley el Temerario. Desaparecidas las oportunidades que él habría sabido cómo aprovechar; y con ellas la bandada de clíper de blancas alas que vivían en la vida incierta y agitada de los vientos, rescatando grandes fortunas de la espuma de los mares. En un mundo que disminuía los beneficios hasta un mínimo irreductible, en un mundo capaz de contar dos veces al día el tonelaje desocupado y en que los fletes se establecían por cable con tres meses de antelación, no había posibilidad alguna de fortuna para un individuo que erraba al azar con un pequeño barco… no podía haber rincón ninguno para él.

Cada año se le hacía más difícil la cosa. Sufría mucho con la nimiedad de las transferencias que podía mandar a la hija. Había renunciado a los buenos cigarros, e incluso limitó a seis diarios la ración de puritos corrientes. Nunca le contaba a ella sus dificultades, y ella nunca se extendía en contarle su lucha por la vida. La confianza que había entre ambos no necesitaba explicaciones, y la perfecta comprensión mutua se mantenía sin protestas de gratitud ni de pesar. Le habría pasmado que ella se hubiese deshecho en frases de agradecimiento, pero encontró perfectamente natural que le dijese que necesitaba doscientas libras.

Había llegado con el Fair Maid lastrado a buscar carga al puerto donde estaba matriculado el Sofala. Allí recibió la carta. El tenor de ésta era que no valía la pena embellecer las cosas. No le quedaba más remedio que abrir una casa de huéspedes, para la que juzgaba había buenas perspectivas. Al menos lo bastante buenas como para que ella le dijese francamente que con doscientas libras podría ponerla en marcha. El hombre arrugó con el puño el sobre abierto y lo echó impulsivamente a la cubierta, donde se lo había entregado el representante de los abastecedores, que trajo el correo en el momento de anclar el barco. Por segunda vez en la vida se sintió abrumado, y permaneció clavado en la puerta del camarote, con el papel temblándole en las manos. ¡Abrir una casa de huéspedes! ¡Doscientas libras para empezar! ¡El único recurso! Y él no tenía forma de conseguir ni doscientos peniques.

El capitán Whalley se pasó la noche recorriendo la toldilla del buque anclado, como si estuviese a punto de arribar a tierra con temporal, sin saber a ciencia cierta en qué posición se hallaba tras una singladura de muchos días grises sin ver el sol, la luna ni las estrellas. La negra noche parpadeaba con las linternas de los marines y las inmóviles hileras de farolas de la costa; y todo alrededor del Fair Maid las luces de posición de los barcos arrojaban rastros temblorosos al agua del fondeadero. El capitán Whalley no vio ningún destello en ninguna parte hasta que vino el alba y cayó en la cuenta de que tenía toda la ropa empapada por el denso rocío.

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