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El barco había despertado. Se detuvo en seco, se sacudió la húmeda barba, y bajó por la escalera de toldilla de espaldas, arrastrando los pies. Al verle el primer oficial, que vagaba dormitando por la toldilla, se quedó boquiabierto en mitad de un bostezo matinal.

– Buenos días tenga usted -dijo el capitán Whalley, solemnemente, entrando en el camarote. Pero se detuvo en la puerta y, sin mirar atrás, añadió:

– Por cierto, en el trastero tiene que haber una caja de madera vacía. ¿No la habrán roto, verdad?

El hombre cerró la boca, y luego, preguntó desconcertado:

– ¿Qué caja vacía, señor?

– Una caja de embalaje grande, plana, que pertenecía a ese cuadro que tengo en mi habitación. Que la traigan a cubierta, y dígale al carpintero que la revise. Es posible que la necesite pronto.

El primer oficial no movió ni una pestaña hasta que oyó que en el comedor se cerraba la puerta de la cámara del capitán. Luego llamó a popa con una señal del índice al segundo piloto para decirle que «aquí pasa algo».

Al sonar la campanilla, la voz imponente del capitán Whalley resonó a través de la puerta cerrada:

– Siéntense y no me esperen.

Los impresionados oficiales ocuparon sus puestos, intercambiando miradas y susurros. ¿Cómo? ¿No desayunaba? Y, al parecer, después de dar vueltas toda la noche por cubierta, sin duda, ocurría algo. En la lumbrera de encima de sus cabezas, inclinadas ávidamente sobre los platos, tres jaulas de alambre temblaban y resonaban con los saltos inquietos de unos canarios hambrientos; y podían detectar el ruido de los movimientos decididos del «viejo» en su camarote. El capitán Whalley estaba dando cuerda metódicamente a los cronómetros, quitaba el polvo al retrato de su última esposa, sacaba de los cajones una camisa blanca limpia, preparándose con su habitual parsimonia y puntillo para ir a tierra. Aquella mañana no podría haber tomado un solo bocado. Había decidido vender el Fair Maid.

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Precisamente en aquellos momentos los japoneses andaban buscando por todas partes buques de construcción europea, y no tuvo ninguna dificultad en encontrar un comprador, un especulador que regateó duro, pero pagó al contado por el Fair Maid, con la perspectiva de revenderlo con una buena ganancia. Y así sucedió que cierta tarde el capitán Whalley se encontró bajando las escaleras de una de las oficinas de correos más importantes del Oriente con un pedazo de papel azulado en la mano. Era el recibo de una carta certificada que contenía un talón por doscientas libras, dirigida a Melbourne. El capitán Whalley se metió el papel en el bolsillo del chaleco, empuñó el bastón que llevaba bajo el brazo y echó a andar calle abajo.

Era una avenida recién abierta, y mal acabada, con rudimentarias aceras y una capa de polvo que cubría a modo de colchón toda la anchura de la calle. Uno de los extremos daba a la abigarrada calle de tiendas chinas de cerca del puerto, y el otro se adentraba unos tres kilómetros por áreas despobladas llenas de manchas de vegetación de jungla, hasta las verjas de la nueva Consolidated Docks Company. Las frías fachadas de nuevos edificios gubernamentales se alternaban con las vallas lisas de solares sin edificar, y el vasto espacio de cielo parecía dar más amplitud aún al panorama. Pasadas las horas comerciales, los nativos huían de aquellos parajes como si tuviesen miedo de que alguno de los tigres de las cercanías de los nuevos depósitos de agua apareciese en lo alto de la colina y bajase al trote hasta el centro a llevarse algún tendero chino para cenar. El capitán Whalley no se sentía pequeño ante la soledad de una calle de trazado tan anchuroso. Tenía demasiado buen porte como para eso. Era sólo una figura solitaria que caminaba concienzudamente, con una gran barba como de peregrino, y un grueso bastón que parecía un arma. A un lado, el nuevo Palacio de Justicia tenía un pórtico bajo y sin ornato de columnas cuadradas medio ocultas por unos pocos árboles vetustos que habían dejado en pie a la entrada. Al otro lado, los pabellones que formaban las alas del nuevo Tesoro Colonial llegaban hasta la altura de la calle. Pero el capitán Whalley, que ya no tenía casa ni barco, recordaba al pasar que, en aquel mismo sitio, cuando él llegó por primera vez procedente de Inglaterra, había un poblado de pescadores, unas pocas tiendas de lona levantadas con palos, entre un entrante del mar lleno de limo y un embarrado camino que serpenteaba adentrándose en una selva enmarañada, sin ningún almacén ni depósito de agua.

Sin barco ni casa. Y su pobre Ivy lejos, también sin casa. Una casa de huéspedes no tiene nada que ver con un hogar, aunque pueda sustentarle a uno. Sólo pensar en la casa de huéspedes hería profundamente sus sentimientos. Desde su posición, mantenía profundamente arraigada esa concepción genuinamente aristocrática caracterizada por el desprecio de los oficios vulgares y por prejuicios sobre la naturaleza degradante de ciertas ocupaciones. Por su parte, siempre había preferido dirigir buques mercantes (ocupación muy noble) a comprar y vender mercancías, tarea cuya esencia es conseguir lo más posible de otro en el regateo… en el mejor de los casos una indigna prueba de astucia. Su padre había sido el coronel (retirado) Whalley, del servicio del Honorable Regimiento de las Indias Orientales, con recursos muy escasos aparte de la pensión, pero relacionado con gente distinguida. Podía recordar que, siendo niño, los camareros de los cafés, los comerciantes del campo y gente de ese tipo se dirigían con un «My Lord» al antiguo guerrero, de porte vigoroso.

El propio capitán Whalley (habría ingresado en la Armada de no haber fallecido su padre antes de que tuviese catorce años) tenía cierto aire de grandeza que no habría desmerecido en un veterano y glorioso almirante. Pero como brizna de paja en el torbellino de un torrente, se perdió en la ebullición de una humanidad morena y amarilla que llenaba una calle que, por contraste con la vasta y amplia que acababa de dejar, parecía un callejón absolutamente desbordante de vida. Las paredes de las casas eran azules; las tiendas de los chinos abrían sus fauces como guaridas cavernosas; montones de mercancías indescriptibles colmaban la sombra de la larga hilera de arcos, y la ardiente serenidad de la puesta de sol llenaba el centro de la calle, de punta a cabo, de un resplandor semejante al reflejo de un fuego. Caía sobre los colores vivos y las caras obscuras de la muchedumbre descalza, sobre las espaldas amarillas de los coolies semidesnudos que tropezaban unos con otros, sobre los correajes de un alto soldado de caballería Sij, de barba partida y gran mostacho, que estaba de centinela a la puerta de los edificios de la policía. Por encima de las innumerables cabezas, envuelto en un halo de polvo rojo, el tranvía de cable parecía enorme y navegaba cautamente remontando la corriente humana, tocando sin cesar la bocina, a la manera de un vapor que avanzase a tientas en la niebla.

El capitán Whalley emergió en el otro lado como un buzo, y se quitó el sombrero en una sombra desierta que había entre paredes de tiendas cerradas, para secarse el sudor de la frente. La profesión de patrona de una casa de huéspedes comportaba cierta mala nota. Se decía de esas mujeres que eran rapaces, sin escrúpulos y falsas; y aunque él no condenaba a ninguna categoría de concriaturas -¡Dios le librase!- le resultaba inverosímil que un Whalley se expusiese a esas sospechas. Pero no había querido discutir con ella. Confiaba en que ella compartía sus sentimientos; lo sentía por ella; tenía confianza en su buen juicio; consideraba un don digno de gratitud el poder ayudarla una vez más… pero en lo más hondo de su aristocrático corazón le hubiese resultado más fácil reconciliarse con la idea de que se hiciese marinera. Recordaba vagamente que años atrás había leído una obra conmovedora llamada «Canto de la Blusa». Estaba muy bien hacer canciones sobre pobres mujeres. ¡La nieta del coronel Whalley, patrona de una posada! ¡Uf! Se volvió a poner el sombrero, metió las manos en los bolsillos, y deteniéndose un instante a aplicar una cerilla encendida a la punta de un cheroot barato, echó una amarga bocanada de humo a un mundo que podía guardarle a uno tales sorpresas.

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