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Era irracional; pero él llevaba muchos años viviendo en su propio mundo de resentimientos irracionales. Al fin, pasando la palma húmeda por las clareadas vetas de pelo astroso de la cima de su cráneo amarillo, empezó a hablar lentamente.

– ¡Y necesita usted un sondeador! Supongo que ahora se hace así en los buques correo. ¿No tiene suficiente conocimiento para saber dónde está con sólo mirar a tierra? Pues yo aún no llevaba doce meses en la ruta y ya le tenía cogido el tranquillo… y sólo soy un maquinista. Desde aquí mismo le puedo indicar dónde está el bajío, y le podría decir también que no meterá el barco en el barro en cinco minutos: sólo que usted diría que eso es interferencia, me imagino. Y ahí está ese su acuerdo escrito que dice que no tengo que interferir.

Se calló. El capitán Whalley, sin relajar la inmóvil severidad de sus facciones, movió los labios para preguntar en rápido murmullo.

– ¿Estamos cerca, serang?

– Ya muy cerca, Tuan -musitó rápidamente el malayo.

– Lo más despacio posible -dijo el capitán en voz alta, con tono firme.

El serang palmoteo el mango del telégrafo. Abajo sonó un gong. Con un bufido de desprecio, Massy se fue a poner la calva debajo de la lumbrera de la sala de máquinas.

– Igual nos marean las máquinas, Jack -mugió. El espacio que miraba era hondo y muy oscuro; y los destellos grises del acero al fondo parecían fríos en comparación con el resplandor intenso del mar en torno al barco. Sin embargo, recibió en el rostro una bocanada de aire caliente y cargado. Un leve sonido gutural al que hubiera sido inútil buscar una interpretación vino desde el fondo. Era la forma en que respondía a su jefe el segundo maquinista.

Era un hombre de media edad y modales distraídos, aparentemente sumido en una preocupación tan taciturna por sus máquinas que parecía haber perdido la facultad de hablar. Cuando alguien se dirigía directamente a él, no respondía más que con un gruñido o exclamación inarticulada, según la distancia. En todos los años que llevaba en el Sofala nadie recordaba que hubiese intercambiado ni un franco buenos días con ninguno de sus compañeros de tripulación. No parecía ser consciente de que por el mundo circulaba gente; no parecía ver a nadie. En realidad, cuando estaba en tierra hacía como que no conocía a sus compañeros. Se pasaba las comidas (los cuatro blancos del Sofala compartían mesa) mirando desapasionadamente el plato, y cuando acababa se ponía en pie de un brinco y se lanzaba hacia abajo como si se le hubiese ocurrido repentinamente que alguien pudiese robar las máquinas mientras él comía. Cuando el Sofala rendía viaje en el puerto de destino, él desembarcaba regularmente sin que nadie supiese dónde ni cómo empleaba las noches. La flota costera local conservaba la leyenda incoherente y extraña de sus pretensiones por la esposa de un sargento de cierto regimiento de infantería irlandesa. Sin embargo, aquel regimiento había cumplido su turno de guarnición en la plaza hacía siglos, y se había ido a la otra punta del globo, perdiéndose toda noticia de él. A lo largo del año se pasaba en la bebida como cosa de dos o tres veces. En tales ocasiones volvía a bordo en hora más temprana que de costumbre; recorría la cubierta bamboleándose con los brazos extendidos como un equilibrista en la cuerda floja; cerraba la puerta del camarote y empezaba a conversar y discutir consigo mismo durante toda la noche en los tonos más variados; tormentas, burlas y lamentos se sucedían con inagotable persistencia. En su cubil contiguo, Massy, incorporándose sobre el codo, descubría que su ayudante recordaba el nombre de cada uno de los blancos que habían pasado por el Sofala durante años y años. Recordaba el nombre de los que habían muerto, de los que habían vuelto a Inglaterra, de los que se habían ido a América; recordaba con las copas el nombre de hombres cuya relación con el barco había sido tan breve que Massy casi había olvidado las circunstancias y apenas podía evocar sus rostros. La voz ebria del otro lado del mamparo se extendía en comentarios sobre todos ellos con un veneno extraordinario e ingenioso lleno de invenciones escandalosas. Parecía como si todos ellos le hubiesen ofendido de alguna forma, y en venganza les hubiese visto partir a todos. Musitaba sombríamente; reía sardónico; les aplastaba a uno tras otro; menos a su jefe, Massy, del que parloteaba con admiración llena de ingenuidad y malicia. ¡Lista sabandija! No se tropieza uno cada día con hombres como él. Basta mirarle. ¡Ja! ¡Qué grande es! Barco propio. No hay peligro de que a él le vayan mal las cosas. No, ¡el muy bruto! Y Massy, tras escuchar con sonrisa llena de satisfacción aquellos toscos tributos a su grandeza, empezaba a chillar, aporreando el mamparo con ambos puños…

– ¡Cierra esa boca, lunático! ¿Te has propuesto no dejarme dormir, imbécil?

Pero en sus labios permanecía una media sonrisa de orgullo; afuera, el solitario marinero nativo de guardia de puerto, tal vez un joven recién salido de una aldea de la jungla, permanecía inmóvil entre las sombras de la cubierta escuchando la inacabable cháchara del borracho. El corazón le debía latir más aprisa por el respeto que le imponían los blancos: aquellos hombres arbitrarios y obstinados que perseguían inflexiblemente sus incomprensibles propósitos… seres de exótica entonación en la voz, movidos por sentimientos inexplicables, impelidos por motivos inescrutables.

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Tras la gutural respuesta de su segundo, Massy estuvo un tiempo inclinado sobre la sala de máquinas con aire taciturno. Cualquiera hubiera imaginado que aquella costa era nueva para el capitán Whalley, que por la gracia de las quinientas libras había mantenido el mando durante tres años. Parecía incapaz de bajar los prismáticos, como si se hubiesen incrustado bajo las contraídas cejas. Aquel ceño fruncido daba a su rostro un aire de severidad invencible y justa; pero el codo que tenía levantado temblaba ligeramente, y el sudor que caída por debajo de la gorra como sí un segundo sol se hubiese encendido de repente en el cenit junto al globo ardiente y firme que estaba ya allí, a cuyo calor blanco y cegador giraba y brillaba la tierra como una mota de polvo.

De cuando en cuando, sin bajar los prismáticos, levantaba la otra mano para limpiarse el sudor del rostro. Las gotas resbalaban por las mejillas y caían como lluvia sobre el blanco pelo de la barba, y de repente, como movido por un impulso incontrolable y angustiado, el brazo alcanzó el pulsador del telégrafo de la sala de máquinas.

Abajo, sonó el gong. La vibración regular de la velocidad mínima cesó, y con ella todo sonido y temblor del barco, como si la gran quietud que reinaba en la costa hubiese penetrado por sus flancos de acero para tomar posesión hasta de sus más recónditos rincones. La ilusión de perfecta inmovilidad pareció caer sobre él desde la luminosa cúpula azul sin una sola mancha que se arqueaba sobre un cielo liso sin una sola arruga. La tenue brisa que el propio barco causaba expiró, como si de golpe el aire se hubiese hecho demasiado espeso para moverse; incluso se apagó el leve silbido del agua en la proa. El casco estrecho y alargado, siguiendo su camino sin el menor chasquido de agua, parecía aproximarse a escondidas a las aguas poco profundas del bajío. La zambullida de la sonda con el grito luctuoso y mecánico del marinero se producía a intervalos más largos; y los hombres del puente parecían contener el aliento. El malayo que iba al timón miraba fijamente la rosa de los vientos y el capitán y el serang tenían la vista fija en la costa.

Massy había dejado la lumbrera y con andares patosos volvió sigilosamente al mismo punto del puente que había ocupado antes. Una lenta y prolongada sonrisa dejó al desnudo la hilera de dientes blancos; en la sombra del toldo brillaban uniformes como el teclado del piano en una habitación obscura.

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