Sus cuerpos se deslizaban morenos y enjutos como secados por el sol; sus vidas discurrían silenciosamente; las casas en que habían nacido, descansaban y morían -endebles cobijos de juncos y hierbajos y algunas pocas esteras deshilachadas- quedaban ocultas a la vista de quien pasase por el mar abierto, ningún resplandor de sus hogares sorprendió nunca a los marineros con un brillo rojizo sobre la noche ciega del grupo de isletas, y las calmas de la costa, las largas calmas ardientes del ecuador, las calmas sin aliento, concentradas como introspección profunda de una naturaleza apasionada, meditaban terriblemente durante días y semanas, pesando abrumadoras sobre la suerte inmutable de sus hijos; hasta que al cabo las piedras, cálidas como brasas vivas, herían el suelo desnudo, hasta que el agua se pegaba caliente y podrida, como aferrándose a las piernas de los hombres entecos de lomos mal cubiertos, que avanzaban hundidos hasta las caderas por el pálido ardor de aquellas aguas poco profundas. Y, de cuando en cuando, sucedía que el Sofala, por algún retraso en alguna de las escalas, enfilase la bahía de Pangu incluso a mediodía.
Como borrosa nube al principio, la estrecha niebla de su humo, surgía misteriosamente desde un punto vacío por encima de la clara línea del cielo y del mar. El pescador taciturno oculto tras los escollos extendía los escuálidos brazos hacia alta mar; y las morenas figuras que se agachaban en las estrechas playas, las figuras morenas de hombres, mujeres y niños que escarbaban la arena en busca de huevos de tórtola, se erguían, doblando el codo para poner la mano sobre los ojos, a fin de contemplar cómo aquella aparición mensual, se dirigía hacia ellos deslizándose sobre la mar, giraba, y se iba. Sus oídos captaban el jadeo del barco; sus ojos lo seguían hasta que pasaba por entre los dos cabos del continente a toda máquina, como si esperase abrirse camino imparable hasta el fondo mismo de la tierra.
En esos días el luminoso mar no mostraba signo alguno de los peligros que acechaban a ambos lados del camino del barco. Todo permanecía en calma, aplastado por la fuerza abrumadora de la luz; y el amplio archipiélago, opaco bajo los rayos del sol -las rocas que semejaban pináculos, las que parecían ruinas, las isletas de forma de colmena, o de topera; las isletas que recordaban formas de almiares, contornos de torres cubiertas de hiedra- todas se reflejaban cabeza abajo en el agua sin arrugas, como juguetes tallados en marfil, alineados sobre el cristal plateado de un espejo.
La llegada de una tormenta envolvía inmediatamente todo el conjunto en la espuma de las olas que rompían a barlovento como en súbita nube; y la clara agua parecía hervir en todos los canales. El mar provocado dibujaba exactamente sobre airada espuma la amplia base del grupo; el poso sumergido de escombros y residuos de la construcción de la cercana costa, los peligrosos salientes, bañados de agua, que se adentraban en el canal, silbando con malignos y largos esputos: salivazos mortales de espuma y de piedras.
Incluso una simple brisa fresca -como la de aquella mañana del viaje anterior, cuando el Sofala dejó a tempranas horas la bahía de Pangu, cuando el descubrimiento de Mr. Sterne se abrió como flor de terrible e increíble aspecto nacida de la pequeña semilla de la sospecha instintiva- incluso una brisa así tenía fuerza suficiente para arrancar del rostro del mar la máscara de placidez. Para Sterne, que lo contemplaba con indiferencia, había sido como una revelación observar por primera vez los peligros marcados por las silbantes manchas lívidas que aparecían en el mar tan claramente como en el grabado de un mapa. Pensó que días como aquel eran los mejores para que intentase el paso un forastero: días claros, con viento suficiente como para que el mar rompiese contra cada escollo, señalando como con boyas el curso a seguir; mientras que con el mar en calma tenía que fiarse uno exclusivamente de la brújula y del cálculo de una mirada experta. Y, sin embargo, los sucesivos capitanes del Sofala más de una vez habían tenido que pasar por allí de noche. Actualmente no podía uno desperdiciar seis o siete horas de ruta de un vapor. Imposible. Pero todo era cosa de costumbre, y llevando cuidado… El canal era suficientemente amplio y seguro; lo fundamental era dar con la entrada a obscuras. Porque si se liaba uno en aquella extensión inacabable de escollos no conseguiría nunca salir de allí con el barco entero… si es que llegaba a salir vivo.
Fue éste el último hilo de pensamiento de Sterne independiente del gran descubrimiento. Acababa de ver cómo amarraban el ancla y se había entretenido a proa unos instantes. El puente estaba a cargo del capitán. Bostezando levemente, abandonó la contemplación del mar y apoyó los hombros en el pescante del ancla.
Fueron aquellos los últimos momentos de auténtica calma que conoció a bordo del Sofala. Todos los instantes posteriores estarían embargados por un empeño tenaz y serían intolerables por la perplejidad. No cabían más pensamientos ociosos y casuales; el descubrimiento los arrumbaría todos, hasta el punto de que, a veces, deseaba no haber realizado nunca aquel descubrimiento. Tontería, porque si sus posibilidades de triunfar radicaban en dar con «algún fallo», nunca hubiera podido pedir mejor filón de buena suerte.
10
Realmente, era un hallazgo demasiado turbador. Había «una debilidad», y con recochineo, y era simplemente aterrador encarar la certidumbre moral de lo que ocurría. Sterne había estado vagando por la popa tan despreocupado que, por una vez, no pensaba mal de nadie. En el puente, su capitán se le ofrecía como una visión totalmente natural. Qué insignificante y casual fue el pensamiento que disparó el curso del descubrimiento… como una chispa casual que hace estallar la carga de una mina tremenda.
Bajo la arremetida de la brisa, los toldos de popa se hinchaban y deprimían lentamente, y por encima de su pesado palmoteo, la tela gris de la amplia chaqueta del capitán Whalley ondeaba sin cesar en torno a brazos y tronco. Afrontaba el viento con toda decisión, apretada contra el pecho, la gran barba plateada; las cejas colgaban pesadamente sobre las sombras desde las que sus ojos parecían mirar agudamente al frente. Sterne podía detectar apenas el brillo gemelo del blanco del ojo deslizándose bajo los sombríos arcos del ceño. A corta distancia, a pesar de los afables modales del hombre, aquellos ojos parecían penetrarle a uno hasta el tuétano. Sterne nunca podía evitar ese sentimiento cuando tenía ocasión de hablar con su capitán. Le disgustaba. Qué hombrón parecía allá arriba, con aquella menudencia de serang atento a todos sus deseos… como era normal en aquel extraordinario vapor. Maldita y absurda costumbre. Le hacía daño. Bien podría el viejo cuidar del barco sin tener al lado a aquel engorroso nativo. Sterne se encogió de hombros disgustado. ¿Qué era aquello? ¿Indolencia?
El viejo patrón tenía que haberse vuelto vago con los años. Todos se volvían vagos allí en Oriente (Sterne era muy consciente de su propia actividad sin par); se cansaban. Pero aquel hombre estaba muy erguido en el puente, imponente; y abajo, a su lado, como un niño que apenas asoma del borde de la mesa, el gastado sombrero blando y el rostro moreno del serang miraba por encima de la lona blanca de la batayola.
Sin duda, el malayo estaba más atrás, más cerca del timón; pero la gran disparidad de talla entre ambos divirtió a Sterne como si observase un extraño fenómeno de la naturaleza. Eran los más exóticos peces que pudiese ver uno en el mar.
Vio al capitán Whalley volver rápidamente la cabeza para hablar a su serang; el viento azotaba de lado toda la gran masa de la barba blanca. Le estaría indicando al tipo que mirase la brújula por él o algo así. Claro. Sería demasiado trabajo dar unos pasos para mirar él mismo. El desprecio de Sterne por aquella indolencia corporal que a veces se apodera de los blancos en el Oriente se hizo más intenso. Los había que se encontrarían completamente perdidos de no tener nativos a su disposición en cualquier momento, y perdían todo sentido de la vergüenza al respecto. Él no era de esos, gracias a Dios. No le iba el depender para su trabajo de cualquier malayo enano y arrugado como aquél. ¡Como si pudiese uno fiarse alguna vez para algo de un sucio nativo! Pero aquel distinguido anciano pensaba de forma distinta, al parecer. Ahí estaban los dos, siempre cerca uno de otro; formaban una pareja que recordaba a una vieja ballena auxiliada por un pequeño pez piloto.