Esta comparación fantástica le hizo sonreír. ¡Una ballena con el inseparable pez piloto! Eso parecía el viejo; porque no se podía decir que tuviese pintas de tiburón, aunque Mr. Massy le llamase así a veces. Mr. Massy ni se enteraba de lo que llegaba a decir en sus salvajes arrebatos de cólera. Sterne sonrió para sí… y poco a poco se le impusieron las ideas evocadas por el sonido por la imagen de la palabra pez piloto; las ideas de ayuda, de guía necesitada y recibida: la palabra piloto sugería el pensamiento de confianza, de dependencia, la idea de una bienvenida ayuda clarividente a un hombre de mar que buscase a tientas la costa, en la oscuridad, entre brumas, presintiendo el camino en medio de tormentas que llenasen el aire de una neblina salada surgida del mar, estrechando por todos lados el horizonte, hasta dejar sólo visible lo que está al alcance de la mano.
Un piloto ve mejor que un forastero, porque su conocimiento local, cual visión más aguda, completa el perfil de las cosas apenas entrevistas; penetra los velos de espuma extendidos sobre la tierra por las tormentas marinas; define con certeza los rasgos de una costa que yace bajo el manto de la niebla, las formas de puntos de referencia medio enterrados en una noche sin estrellas como en tumba poco profunda. Reconoce porque ya conoce. El piloto busca la certeza no en una visión más penetrante, sino en un conocimiento más extenso, la certeza sobre la posición del barco, de la que puede depender la buena fama de uno y la paz de su conciencia, la justificación de que hayan depositado en sus manos confianza, y su propia vida, que rara vez le pertenece a él solo, y las vidas humildes de otros arraigados en afectos distantes, tal vez, y que vienen a ser tan gravosas como si fuesen vidas de reyes, por el peso de los misterios desconocidos. El conocimiento del piloto alivia al capitán del barco y le da seguridad; pero el serang, comparado fantásticamente a un pez piloto que auxilia a una ballena, no podía tener, por ningún concepto, un conocimiento superior. ¿Por qué iba a tenerlo? Los dos habían embarcado a la vez, el mismo día: el blanco y el moreno; y, naturalmente, un blanco podía aprender más en una semana que un hombre de color en un mes. El capitán lo tenía pegado a sí como si le fuese de alguna utilidad, como dicen que el pez piloto es útil a la ballena. Pero, ¿en qué?, ¿cómo? Un pez piloto… un piloto… un… Si no tenía un conocimiento superior, entonces…
Se había producido el descubrimiento de Sterne. Repugnaba a la imaginación, chocaba con su concepto de la honradez, con su idea de la humanidad. Aquella barbaridad trastornaba toda su perspectiva de lo que era posible en este mundo; era como si el sol se hubiese vuelto azul, proyectando una luz nueva y siniestra sobre los hombres y la naturaleza. La verdad es que en los primeros momentos, sintió un mareo, como si le hubiesen dado un golpe bajo: por un segundo hasta el color mismo del mar cambió, y se hizo raro a su mirada errante; y una sensación pasajera de inseguridad le recorrió todas las extremidades, como si la tierra se hubiese puesto a girar en sentido contrario.
La incredulidad, muy natural, que sucedió a ese sentimiento de trastorno le alivió un tanto. Habría soñado; basta. Pero durante todo aquel día le asaltaron en mitad de sus ocupaciones repentinos paroxismos de duda. Tenía que detenerse y sacudir la cabeza. La rebelión de incredulidad se había desvanecido casi tan rápido como la emoción inicial del descubrimiento, y en las siguientes veinticuatro horas no pudo conciliar el sueño. Imposible. A las horas de las comidas (en la mesa dispuesta en el puente para los cuatro blancos, él ocupada el lado opuesto a la cabecera) no podía evitar perderse en una contemplación absorta del capitán Whalley, que tenía enfrente. Observaba los movimientos deliberados con que levantaba el brazo; el viejo se llevaba la comida a la boca como si nunca esperase hallar el menor gusto en la comida diaria, como si no se enterase. Se alimentaba como un sonámbulo.
– Es un espectáculo terrible-, pensaba Sterne; y observaba el largo período de inmovilidad silenciosa y sombría, la gran mano morena asida despreocupadamente al plato, hasta que advertía que los dos maquinistas que tenía a derecha e izquierda le contemplaban a él atónitos. Entonces cerraba apresuradamente la boca, bajaba la mirada al plato y parpadeaba. Era terrible ver al viejo allí, y terrible pensar que con tres palabras podría asestarle un golpe que le hiciese salir volando. Le hubiera bastado con elevar la voz y pronunciar una sola frase breve, pero parecía tan imposible intentar siquiera ese acto tan simple como sacar al sol del lugar que ocupaba en el firmamento. El viejo podía comer en aquella forma mecánica, horrorosa; pero Sterne, debido a la excitación mental, no podía… aquella noche no podía, de ningún modo.
Luego, había tenido suficiente tiempo como para acostumbrarse a la tensión de las horas de comer. Nunca lo hubiera creído. Pero la costumbre lo puede todo; sólo que la propia potencia de su éxito le impedía ninguna reacción que semejase orgullo. Se sentía como quien, al buscar un arma cargada que necesite para abrirse camino por el mundo diese con un torpedo… un torpedo viviente, con carga devastadora en la cabeza y una presión de muchas atmósferas en la cola. Un tipo de arma que pone nervioso y consume de ansia a quien la posee. No tenía ningunas ganas de volar él también; y no podía librarse de la idea de que la explosión le iba a dañar a él también, de algún modo.
Esa vaga aprensión le había agarrotado al principio. Ahora era ya capaz de comer y dormir con aquel arma terrible al lado, teniendo siempre presente la idea de su potencia. No lo había conseguido mediante ningún proceso reflexivo; pero una vez que la idea había penetrado en su cabeza, se había ido desarrollando una convicción aplastante basada en multitud de hechos pequeños a los que antes apenas prestaba atención. La entonación abrupta e insegura de aquella voz profunda; la taciturnidad que le cubría como una armadura; los movimientos deliberados y como precavidos; las prolongadas inmovilidades, como si el hombre al que observaba temiese molestar al aire mismo, todo gesto familiar, toda palabra pronunciada, todo suspiro mas profundo de la cuenta adquirió significado especial, carácter de prueba.
Cada día pasado a bordo del Sofala le parecía a Sterne repleto de pruebas incontrovertibles. A la noche, cuando no estaba de servicio, salía sigilosamente del camarote en pijama (en busca de más pruebas) y era capaz de pasar una hora entera con los pies desnudos debajo del puente, tan absolutamente inmóvil como el poste del toldo sujeto a la cubierta, que tenía al lado. En los tramos de navegación fácil no es habitual que un capitán de buque costero pase todo el tiempo de guardia en cubierta. Es normal que se quede el serang en su puesto; en alta mar, con rumbo recto, se le suele confiar la vigilancia del buque. Pero aquel viejo parecía incapaz de quedarse tranquilamente abajo. Sin duda, no podía dormir. Nada extraño. Eso también era una prueba. De repente, en el silencio del buque que jadeaba sobre el mar oscuro y calmo, Sterne oía encima una voz que exclamaba nerviosa:
– ¡Serang!
– ¡Tuan!
– ¿Vigilas bien la brújula?
– Sí, estoy vigilando, Tuan.
– ¿Sigue el barco su rumbo?
– Sí, Tuan, muy recto.
– Bien; recuerda, serang, que tienes orden de dar órdenes al timonel y vigilar atentamente, como si yo no estuviese en cubierta.
Luego, tras la respuesta del serang, cesaban en el puente las graves palabras y en torno a Sterne todo parecía quedar en una calma y silencio más profundos que antes. Lleno de frío y sintiendo dolor en la espalda por la inmovilidad, se volvía sigilosamente a su camarote de babor, en la cubierta. Hacía largo tiempo había abandonado los últimos vestigios de incredulidad; del cúmulo de emociones desencadenadas por el descubrimiento, sólo le quedaba algún rastro de temor reverencial. No era temor del hombre mismo -le podía mandar por los aires con sólo decir seis palabras- sino más bien una indignación llena de temor ante la perversidad desconsiderada de la avaricia (¿qué otra cosa podía ser?), ante la decisión loca y siniestra que por mor de unos pocos dólares parecía aniquilar las normas habituales de la conciencia y pretendía luchar contra el decreto mismo de la Providencia.