– Sin duda, la situación es grave -dijo Mr. Van Wick. Sus blancos trajes parecían espectros, no podían distinguirse uno a otro los rasgos, y los pies no hacían ruido sobre el blando suelo. Se oyó como un ronroneo. Mr. Sterne se sentía gratificado por aquel empiece.
– Mr. Van Wick, yo pensé que un caballero como usted se daría cuenta de lo desagradable de mi situación.
– Sí, desde luego. Evidentemente, está muy mal de salud. Tal vez esté definitivamente quebrantado. He visto, y él es muy consciente de ello -parto de que hablo a un hombre prudente- que las piernas le están fallando.
– Las piernas… ¡Ah!
Mr. Sterne estaba desconcertado, y se puso un tanto sombrío.
– Puede usted llamarlo las piernas o como quiera; lo que yo quiero saber es si va a abandonar tranquilamente.
– ¡Esta sí que es buena! ¡Las piernas! ¡Bueno!
– Pues, sí. Fíjese sólo en la forma en que anda.
Van Wick le puso en su lugar en un tono perfectamente frío y firme.
– Sin embargo, la cosa es procurar que el sentido del deber de usted no le aparte demasiado de sus auténticos intereses. Al fin y al cabo, yo también podría hacer algo por servirle a usted. Sabe bastante quién soy.
– Todo el mundo ha oído hablar de usted en los estrechos, señor.
Mr. Van Wick supuso que esta información era un gesto de benevolencia. Sterne se rió suavemente de la ocurrencia. ¡Tómelo así! Asintió atentamente a lo que el otro dijo de entrada, que el acuerdo de sociedad iba a expirar al fin de aquel mismo viaje. Era consciente de ello. No se oía otra cosa a bordo en todo el santo día. En cuanto a Massy, no era ningún secreto que se encontraba empantanado con el asunto de las calderas inservibles. De entrada, tendría que conseguir un préstamo de un par de cientos para pagar al capitán; y luego tendría que hipotecar el barco para poder comprar calderas nuevas… eso si daba con alguien que se aviniese a la operación. En el mejor de los casos todo eso significaba perder tiempo, interrumpir el negocio, ganar menos ese año… y siempre había el peligro de que los alemanes le quitasen la ruta. Se rumoreaba que había sondeado ya a un par de firmas, y que nadie quería saber nada con él. El barco era demasiado viejo, y el hombre demasiado conocido en el lugar… El rápido parpadeo final de Mr. Sterne quedó enterrado en la profunda oscuridad que silbaba con sus susurros.
– Entonces, suponiendo que consiga el préstamo -resumió Mr. Van Wick en tono deliberadamente bajo.
– Según lo que usted mismo explica es más que probable que le impongan como capitán a un hombre de los acreedores hipotecarios. Por mi parte, en caso de tener que poner dinero, desde luego pondría esa condición. Y, la verdad, estoy pensando en hacerlo. Me sería útil por varios motivos. ¿Comprende usted las consecuencias que tiene esto para lo que andábamos discutiendo?
– Gracias, señor. Estoy seguro de que no encontraría usted a nadie que sirviese mejor sus intereses.
– Bien, pues me interesa que el capitán Whalley acabe tranquilamente el plazo. Probablemente a la vuelta coja un pasaje con ustedes para cruzar los estrechos. Si es posible, quisiera estar presente cuando tengan lugar todos esos cambios, de modo que pueda mirar por su interés, señor.
– Mr. Van Wick, es lo mejor que hubiera podido desear. Desde luego, estoy infinitamente…
– Entonces, doy por supuesto que esto puede hacerse sin mayores problemas.
– Bien, señor, los riesgos no se pueden evitar; pero (y ahora le hablo como a mi empresario); hay más seguridad de la que parece. Si alguien me lo hubiese contado no lo hubiera creído, pero lo he observado yo mismo. Ese viejo serang está perfectamente entrenado para la tarea. No hay ningún problema con su… sus piernas, señor. Es chocante cómo se ha acostumbrado a hacer las cosas a su modo. Y permítame que le diga, señor, que el capitán Whalley, el pobre, no es en modo alguno inútil. Es un hecho. Permítame que le explique, señor. Se aferra a ese viejo mono malayo, que sabe bien lo que tiene que hacer. Tiene que haber hecho las guardias del capitán en todo tipo de buques costeros desde hace veinticinco años. Esos nativos, señor, en tanto tengan a un blanco vigilándoles de cerca, obran muy correctamente, es sorprendente, aunque lo tengan que hacer todo ellos. Claro, el blanco tiene que ser hombre capaz de cuadrarles, y el capitán es hombre ideal para eso. La verdad, señor, es que le tiene tan bien educado que apenas necesita ya hablarle. Yo he visto a ese pequeño mono arrugado sacar el barco de la Bahía de Pangu, sorteando las islas, en una mañana de tormenta, y sacarlo con maestría, junto al viejo, con tal finura que usted no podría adivinar por nada del mundo quién de los dos estaba realizando la labor allá en el puente. Por eso digo que nuestro pobre amigo puede ser útil todavía para el barco aunque… aunque… no pudiese mover un pie, señor. Con tal de que el serang no sepa que hay algún problema.
– No lo sabe.
– Claro que no. Desborda su capacidad de comprensión. No pueden entender nada de nosotros, señor.
– Parece usted un hombre listo -dijo Mr. Van Wick con un murmullo entrecortado, como si se encontrase mal.
– Comprobará que sé servir bien, señor.
Mr. Sterne aguardaba al menos un apretón de manos, pero inesperadamente, con un:
– ¿Qué ocurre? Mejor no nos vean juntos.
La blanca forma de Mr. Van Wick osciló, y al instante pareció fundirse en la negra atmósfera de debajo de las altas copas. El segundo quedó desconcertado. Sí. Se oían unos golpes sordos.
Salió sigilosamente de la sombra. Desde lejos se distinguía el ojo de buey iluminado. La cabeza le flotaba por la intoxicación del éxito repentino. ¡Qué maravilla tratar con un caballero! Subió a bordo, y se dio cuenta de que algo raro sucedía en aquella extensión sombría de cubiertas vacías, que resonaban con gritos y ruidos procedentes de una zona de mitad del barco particularmente obscura. Mr. Massy estaba hecho una furia ante la puerta del camarote: la voz ebria de dentro seguía imperturbable en medio de la violenta embestida de patadas.
– ¡Calle! ¡Apague la luz y túmbese, maldito cerdo borracho! ¿No me oye, pedazo de bestia?
Las patadas cesaron, y aprovechando la pausa, la voz borrosa del oráculo anunció desde dentro:
– ¡Ah! Massy… ya es otra cosa. Massy es profundo.
– ¿Quién anda ahí atrás? ¿usted Sterne? Es capaz de cogerse las
curdas más horrorosas.
El primer maquinista apareció vago y grande en la esquina de la lumbrera de la sala de máquinas.
– Mañana estará en perfectas condiciones para trabajar. Yo en su caso le dejaría, Mr. Massy.
Sterne se dirigió a su camarote, y tuvo que sentarse inmediatamente. La cabeza le flotaba exultante. Se metió en el jergón como soñando. Le invadió un sentimiento de paz profunda, de alegría pacífica. En cubierta, todo estaba tranquilo.
Mr. Massy, con el oído pegado a la puerta del camarote de Jack, escuchaba críticamente la respiración profunda y a estertores del interior. Era un profundo sueño de borracho. El ataque había pasado, y tranquilizado por ello, también él se metió en el camarote y con lentos movimientos se sacó la vieja chaqueta de tweed. Era una prenda de muchos bolsillos, que usaba en diversos momentos del día, cuando le daban repentinos ataques de frío; al sentir calor se la sacaba y la dejaba colgando en cualquier parte del barco. Se veía aquella chaqueta balanceándose en las cabillas, echada en lo alto de los cabrestantes, o colgada de los pomos de las puertas. ¿No era el propietario? Pero el lugar favorito era un gancho del puntal de madera del toldo del puente, casi delante de la bitácora. Al principio esta preferencia le había costado más de un encontronazo con el capitán Whalley, que quería el puente limpio. En aquella época, Massy se había molestado muchísimo. Sin embargo, últimamente, había conseguido desafiar impunemente a su socio. El capitán Whalley no parecía darse cuenta de nada. En cuanto a los malayos, el miedo que sentían por aquel blanco irascible impedía que ninguno pusiese la mano encima de la prenda, estuviese donde estuviese.