El capitán Whalley no había cambiado de actitud, parecía expresar vergüenza, pena y desafío.
– Le he engañado incluso a usted. Si no hubiese sido por esa palabra: «estima». No son palabras para mí. Le hubiera mentido a usted. ¿No le he engañado? ¿No iba usted a confiar sus bienes a ese barco, en este mismo viaje?
– Tengo un seguro de navegación anual -dijo Mr. Van Wick casi sin darse cuenta, como desconcertado por la repentina irrupción de un detalle comercial.
– Ese barco no es capaz de navegar, se lo digo. La póliza sería inválida si se supiese…
– En tal caso, compartiremos la culpa.
– Nada puede disminuir la mía -dijo el capitán Whalley.
No se había atrevido a consultar a algún médico; tal vez le hubieran preguntado quién era, qué estaba haciendo; podría haber llegado a oídos de Massy. Había vivido sin ninguna ayuda, humana ni divina. Las propias oraciones se le atravesaban en la garganta. ¿Para qué iba a rezar? Y la muerte parecía tan lejana como siempre. Una vez se metía en el camarote, no se atrevía a salir de nuevo; cuando se sentaba no osaba levantarse; no se atrevía a levantar la mirada al rostro de nadie, recelaba de mirar al mar o al cielo. El mundo se desvanecía ante su gran temor de traicionarse. El viejo barco era su último amigo; no le daba miedo; conocía cada pulgada de su cubierta; pero tampoco se atrevía apenas a mirarlo, por miedo a descubrir que veía menos que la víspera. Le envolvía una inmensa incertidumbre. El horizonte había desaparecido; el cielo se mezclaba obscuramente con el mar. ¿Quién era aquella persona que estaba en pie allí lejos? La terrible duda sobre la realidad de lo que podía ver hacía que los restos de visión que le quedaban se convirtiesen en un mayor tormento; una trampa siempre dispuesta para que cayese en ella su miserable pretensión. Tenía pánico de tropezar inexcusablemente con algo… de decir un fatal Sí, o No a una pregunta. La mano de Dios había caído sobre él, pero no podía arrancarle de su hija. Y como en una pesadilla de humillación, todo hombre sin facciones parecía un enemigo.
Dejó caer pesadamente la mano sobre la mesa. Mr. Van Wick, con los brazos caídos y la barbilla pegada al pecho, con un destello de los blancos dientes sobre el labio inferior, meditaba las palabras de Sterne «se acabó la partida».
– Entonces, el serang no lo sabe.
– Nadie -dijo el capitán Whalley con seguridad.
– Claro. Nadie. Muy bien. ¿Puede aguantar usted así hasta el fin del viaje? Es el último del acuerdo con Massy.
El capitán Whalley se levantó y permaneció erguido, majestuoso, con las grandes barbas blancas cubriendo cual peto de plata el secreto de su corazón. Sí; era la única esperanza que le quedaba de volver a verla, de poner a buen recaudo el dinero de ella, lo último que podía hacer por ella, antes de arrastrarse a cualquier rincón… inútil, una carga, un reproche para sí mismo. Le fallaba la voz.
– ¡Fíjese! No volver a verla: al único ser humano que queda en la tierra aparte de mí que pueda recordar a mi esposa. Es clavada a su madre. Por suerte la pobre mujer está donde no se derraman lágrimas por aquellos a quienes quiso en la tierra y por los que hay que seguir rogando para que no caigan en la tentación… Porque supongo que la bendita sabe el secreto de la gracia de lo que Dios dispone sobre sus criaturas.
Se tambaleó un poco, y dijo con dignidad austera:
– Yo, no. Yo sólo conozco a la hija que Él me dio.
Y empezó a caminar. Mr. Van Wick, poniéndose en pie rápidamente, vio todo el significado de la cabeza rígida, los pies vacilantes, la mano vagamente extendida. El corazón le latía con fuerza; apartó una silla y avanzó instintivamente para cogerle el brazo. Pero el capitán Whalley pasó por junto a él dirigiéndose hacia las escaleras bastante derechamente.
No podía verme si no estaba delante de él. Pensó Mr. Van Wick con una especie de veneración. Luego se dirigió a lo alto de las escaleras y preguntó un tanto trémulo:
– ¿Cómo es? ¿Cómo una niebla… como…?
El capitán Whalley, a mitad ya de las escaleras, se detuvo, y se volvió firme para responder:
– Es como si se estuviese apagando la luz del mundo. ¿No ha visto usted cómo se retira el mar de una amplia playa, y cada vez se aleja más? Pues lo mismo… sólo que la marea no volverá a subir. Nunca. Es como si el sol se estuviese empequeñeciendo, como si las estrellas fuesen desapareciendo una a una. Ya no deben de quedar muchas que pueda ver. Pero últimamente no he tenido valor para comprobarlo…
Debió de ser capaz de distinguir a Mr. Van Wick, porque le detuvo con un gesto autoritario y estoico.
– Todavía puedo caminar solo.
Parecía haber cogido resueltamente un camino, rechazando toda ayuda de los hombres una vez expulsado de su cielo cual presuntuoso titán. Mr. Van Wick, sin moverse, parecía contar de oído los peldaños. Se metió luego por entre las mesas, taconeando, cogió un cortapapeles, lo dejó tras mirar vagamente la hoja; luego se puso al piano, hizo vibrar algunas cuerdas, de pie ante el teclado con pose atenta, como si lo estuviese afinando; lo cerró, giró en redondo bruscamente, esquivó al pequeño terrier que dormía confiado con las patas cruzadas, se llegó a las cercanas escaleras y, como si hubiese perdido el equilibrio en el peldaño superior, salió de cabeza afuera. Los criados, que empezaban a recoger la mesa, le oyeron musitar para sí allá abajo (palabras malas sin duda), y luego, tras una pausa, alejarse al trote en dirección al muelle.
El flanco del Sofala, pegado a la orilla, formaba como una muralla baja y negra en el ondulado contorno de la costa. Detrás, se alzaban dos mástiles y una chimenea, inclinada, como si fuese a caerse. En la mitad, una sólida elevación cuadrada soportaba las formas espectrales de botes blancos, las curvas de pescantes, tramos de barandilla y postes, todo entremezclado y confuso por todos lados; pero abajo, a mitad del barco, un solo ojo de buey iluminado en medio de la noche, perfectamente redondo, como una pequeña luna redonda, cuyo haz amarillento daba sobre un camino embarrado, el borde de hierba pisoteada, dos cables curvados que se enrollaban en el pie de un grueso poste de madera hincado en el suelo.
Mr. Van Wick, al escudriñar el barco, oyó una voz poco articulada y jactanciosa que parecía burlarse de cierta persona llamada Prendergast. Soltaba tremendas injurias, se detenía; luego pronunció muy claramente la palabra «Murphy», y se rió. Hubo un sonido trémulo de cristal. Todos esos ruidos venían del ojo de buey iluminado. Mr. Van Wick vaciló, se agachó; era imposible ver adentro sin hundirse en el barro.
– Sterne… naturalmente. Mira como parpadea. ¡Mírale! Sterne, Whalley, Massy. Massy, Whalley, Sterne. Pero el que lleva las de ganar es Massy. Nadie puede con él. Le gustaría que nos muriésemos todos de hambre.
Mr. Van Wick se apartó, se fue hasta donde asomaba una cabeza debajo los toldos como de guardia, y habló pausadamente en malayo.
– ¿Está durmiendo el segundo?
– No. Estoy a su disposición.
Sterne apareció al instante, caminando sigilosamente como un gato hasta el embarcadero.
– Está tan endiabladamente obscuro. Y no tenía idea de que usted hubiese bajado esta noche.
– ¿Qué es ese tremendo escándalo? -preguntó Mr. Van Wick como para explicar la causa del estremecimiento ostensible que tuvo.
– Jack se ha cogido una borrachera de aúpa. Es el segundo maquinista. Tiene esta costumbre. Mañana por la tarde estará perfectamente, sólo que Mr. Massy andará preocupado cubierta arriba cubierta abajo. Mejor nos alejemos.
Murmuró algo para sugerir una entrevista «arriba en la casa». Tiempo llevaba deseando entrar allí, pero Mr. Van Wick objetó despreocupadamente. Se temía que tal vez no fuese muy prudente, y la opaca sombra negra de debajo de uno de los dos grandes árboles que habían quedado en el embarcadero se los tragó, impenetrablemente densa junto al ancho río, que parecía trenzar el reflejo de unas pocas grandes estrellas esparcidas acá y allá por aquella extensión quieta y fluida.