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Massy, cerrando la escotilla de la sala de máquinas, se enfundó airado en la chaqueta de tweed, mientras el segundo aguardaba con el ceño fruncido.

– ¡Ah! ¡Ahora aparece! ¡Será imbécil! Bien, ¿qué alega en su defensa?

Había cuidado las máquinas hasta entonces. Una rabia sombría le obscurecía la mente: una rabia enconada contra el barco, contra los hechos de la vida, contra lo falsa que era la gente, contra sí mismo también… por el temblor que le sacudía el alma.

Por toda respuesta recibió un gruñido incomprensible.

– ¿Cómo? ¿No puede abrir la boca ahora? Pues bien sabe chillar sus tonterías cuando está borracho. ¿Qué pretende molestando a la gente de esa forma? ¡Un inútil cocido es lo que es usted!

– No puedo evitarlo. No recuerdo nada de eso. Usted no debería escuchar.

– ¡Encima! ¿Qué pretende usted cogiendo cogorzas como esa?

– No me pregunte. Me habían puesto malo las malditas calderas… A usted le pasaría lo mismo. Estoy harto de la vida.

– Entonces, ojalá estuviese muerto. A mí me puso malo usted ¿No recuerda el escándalo que montó anoche? ¡Miserable cuba de licor!

– No… no. No pretendía. La bebida es la bebida.

– Pues no sé por qué no le echo. ¿Qué pretende usted?

– Relevarle. Lleva usted ya bastante tiempo aquí, George.

– De George nada… ¡Viejo canalla harto de vino! Si yo me muero mañana, se muere de hambre. ¡Recuérdelo. Diga Mr. Massy.

– Mr. Massy -repitió el otro, estúpidamente.

Hecho un cristo, con ojos inyectados de sangre, camisa grasienta y llena de hollín, pantalones manchados por todas partes, pies desnudos metidos en alpargatas rotas, se lanzó hacia abajo en cuanto Massy le dejó paso.

El primer maquinista miró en torno. La cubierta estaba vacía hasta el coronamiento de popa. Todos los pasajeros nativos se habían apeado en Batu Beru esta vez, y no había subido ninguno. En el extremo del barco, el limbo de la corredera tintineaba, periódicamente. Había una calma chicha, y bajo el cielo nublado, por una atmósfera quieta que parecía abrazarse cálida con aroma de algas a su alargado casco, el barco avanzaba con la quilla inconmovible, como si flotase totalmente libre en un espacio vacío. Pero Mr. Massy se dio una palmada en la frente, se tambaleó, y se asió a una cobilla del pie del mástil.

– Voy a volverme loco -musitó caminando por cubierta con paso inseguro. Una pala estaba recogiendo el carbón esparcido abajo… se cerró una portezuela del fogón. En el puente, Sterne empezó a silbar una nueva melodía.

El capitán Whalley, sentado en el lecho, despierto y totalmente vestido, oyó que abrían la puerta de su camarote. No hizo el menor movimiento, aguardando a reconocer la voz, con un tremendo esfuerzo de prudencia.

La luz de una lámpara del mamparo cayó sobre la blanca pintura, la pana carmesí, el barniz tostado de las cimeras de caoba. La blanca caja de embalaje de madera de debajo de la cama había permanecido cerrada desde tres años antes, como si el capitán Whalley hubiese sentido que tras perderse el Fair Maid no pudiese haber en el mundo lugar seguro para sus afectos. Mantuvo las manos sobre las rodillas; su agradable rostro de grandes cejas presentaba un perfil rígido al que lo veía desde el pasillo. Al fin, la voz esperada habló.

– Una vez más: ¿Cómo debo llamarlo?

Ah Massy. De nuevo. El hastío de aquella insistencia le hacía migas el corazón… y el dolor de la vergüenza era casi mayor que lo que podía soportar sin chillar.

– Bien. ¿Seguiremos siendo socios?

– No sabe lo que me pide.

– Al menos, sé lo que quiero… Y quiero intentar convencerle una vez más.

El tono era mitad persuasivo, mitad amenazador.

Massy entró y cerró la puerta.

– Porque no sirve de nada que me diga que es pobre. Cierto que no gasta nada para usted, esto es muy cierto; pero eso tiene otro nombre. Usted piensa que va a arrancarme lo que quiere durante tres años, y luego va a dejarme tirado sin oír siquiera lo que pienso de usted. Se imagina que yo iba a someterme a sus antojos si hubiese sabido que tenía sólo quinientas miserables libras. Tendría usted que habérmelo dicho.

– Tal vez -dijo el capitán Whalley bajando la cabeza. -De todos modos, ese dinero le salvó…

– Massy se echó a reír despreciativo…

– Se lo he dicho muchas veces.

– Y ahora no le creo. ¡Cuando pienso cómo le he dejado señorear en mi barco! ¿No recuerda Vd. Las broncas que me echaba por dejar la chaqueta en su puente? Así era. ¡Su puente! «Yo no puedo consentir esto. Nunca se me hubiera ocurrido hacer esto». ¡El honrado! Y ahora sale la realidad. «Soy pobre, no puedo. Lo único que tengo son esas quinientas».

Contemplaba la inmovilidad del capitán Whalley, que parecía interponer un obstáculo insuperable en su camino. Su rostro tomó un aire sombrío.

– Es usted un hombre duro.

– Bastante -dijo el capitán Whalley, volviéndose hacia él.

– No me sacará usted nada, porque ya no tengo nada mío que darle.

– Eso cuénteselo a su abuela.

Mr. Massy volvió la vista al salir; luego cerró la puerta, y el capitán Whalley, solo, quedó tan quieto como antes. No tenía nada suyo… incluso había perdido su propio pasado de honor, de verdad, de justo orgullo. Toda su vida sin mancha se había hundido en el abismo. Se había despedido ya de eso. Pero lo que le pertenecía a ella, iba a salvarlo. Era sólo un poco de dinero. Se lo llevaría personalmente, como último regalo de un hombre que había durado demasiado. Un impulso inmenso e imparable, la pasión misma de la paternidad, llameó con todo el vigor inquebrantable de su inútil vida en un deseo de verle la cara.

Exactamente al otro lado de la cubierta, Massy se dirigía recto a su camarote, encendía una luz y cogía ávidamente el papel en que había anotado el número soñado, aquellos guarismos que llamearan con el ardor de otra pasión. Tenía que arreglárselas para no perder el sorteo. Aquel número significaba algo. Pero ¿a qué podía recurrir para mantenerse a flote?

– ¡Condenado miserable! -musitó.

En ningún momento pudiera Mr. Sterne haberle contado nada nuevo sobre su socio, pero él podría haberle dicho a Mr. Sterne que cabía utilizar la desgracia de otro para algo más que para echarle y diferir así el pago durante un año. Guardar el secreto de esa desgracia e inducirle a quedarse era una jugada mejor. Si estaba desprovisto de medios, ansiaría quedarse; y esto zanjaba la cuestión de devolverle su parte. No sabía exactamente hasta qué punto estaba el capitán Whalley hundido en la miseria; pero si ocurría que encallaba el barco irremediablemente en cualquier costa, eso no era culpa del propietario ¿no? Este no tenía obligación de saber que había problemas en la ruta. Pero probablemente nadie plantearía siquiera la cuestión, y el barco estaba totalmente asegurado. Se había contenido lo suficiente como para recibir ahora el justo pago. Más no era eso todo. No podía pensar que el capitán Whalley estuviese tan totalmente desprovisto como para no tener algún dinero guardado. Si él, Massy, podía echarle mano a ese dinero, con eso cubriría el gasto de las calderas, y todo seguiría como antes. Y si al cabo se perdía el barco, tanto mejor. Lo odiaba; maldecía las preocupaciones que apartaban su mente de la labor de perseguir a la fortuna. Deseaba verlo en el fondo del mar y tener en el bolsillo el dinero de la póliza. Y cuando dejó el camarote del capitán Whalley, frustrado, su odio abarcaba tanto al barco y sus calderas como al hombre de ojos obscuros.

En definitiva, nuestro comportamiento viene tan determinado por sugerencias exteriores que de no haber sido por la cháchara del borracho Jack, habría ajustado cuentas allí mismo, sin más demora, con aquel miserable que no quería ayudar, ni quedarse, pero tampoco echar a perder el barco. ¡Viejo falso! Ansiaba ponerle de patitas en el puerto. Pero se contuvo. Había tiempo para eso… podía hacerlo cuando quisiese. Ahora daba vueltas a otro pensamiento, terrible. ¿No estaba ya decidido a ello, en definitiva? ¡Cómo deliraba esa bestia de Jack! «Encontrar un truco seguro para librarse de él.» Bien, Jack no andaba tan descaminado. Se le había ocurrido un truco muy ingenioso. Pero ¡ay! ¿Y el riesgo que comportaba?

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