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Fuese la fortuna o el aislamiento lo que Mr. Van Wick buscaba, había acertado el lugar. Incluso las lanchas de la compañía concesionaria del correo que recorrían las chozas de palma de la costa pasaban muy por fuera de la boca del río Batu Beru. El contrato era viejo: tal vez en cosa de pocos años, cuando expirase, incluirían a Batu Beru en el servicio; entretanto, todo el correo para Mr. Van Wick iba a Manila, desde donde su agente lo mandaba una vez al mes a bordo del Sofala. Por tanto, si Massy se quedaba sin dinero (por comprar demasiada lotería), o tenía dificultades para encontrar un patrón, Mr. Van Wick se veía privado de la correspondencia y los periódicos. Esto le hacía directamente interesado en la suerte del Sofala. Aunque se consideraba un ermitaño (y desde luego no era por antojo pasajero, ya que llevaba ocho años recluido), quería saber lo que ocurría en el mundo.

En la galería en un anaquel de nogal (lo había traído el año anterior el Sofala… todo lo traía el Sofala), bajo pisapapeles de bronce, había un montón de The Times, edición semanal, las grandes páginas del Rotterdam Courant, el Graphic con sus cubiertas verdes universales, una publicación ilustrada holandesa sin cubierta, ejemplares de una revista alemana con cubiertas de color «Bismarck malade». También había partituras de música nueva, aunque el piano (traído años antes por el Sofala) estaba notablemente desafinado por la húmeda atmósfera de la selva. Era vejatorio verse durante sesenta días a veces separado de todo, sin medio de saber qué pasaba. Y cuando el Sofala reaparecía Mr. Van Wick bajaba las escaleras de la galería y caminaba por el césped de delante de la casa hasta la orilla, con el blanco ceño fruncido.

– Me imagino que algún accidente les obligó a quedar fuera de servicio.

Se dirigía al puente, pero seguro que antes de que nadie pudiese contestar Massy habría saltado ya a tierra por encima de al batayola y se habría dirigido a él juntando las palmas de las manos, inclinando la cabeza de cima totalmente engomada con hilos y tiras de pelo negro. Y le irritaba tanto la necesidad de tener que dar esas explicaciones que sus quejidos resultaban auténticamente lastimeros. Mientras, andaba todo el tiempo tratando de formar una sonrisa con sus gruesos labios.

– No, Mr. Van Wick. Le parecería increíble. Pero no podía conseguir un mal diablo de esos para que me sacase el barco a la mar. Ni uno solo de esos brutos vagos, no había forma de convencerles, y ya sabe usted, Mr. Van Wick, que la ley…

Se lamentaba largo y tendido para excusarse; las palabras conspiración, complot, envidia, afloraban una y otra vez a sus labios, gruñidas con energía, Mr. Van Wick, mirándose las pulidas uñas con leve mueca, decía:

– Hummm. Qué desgracia -y le volvía la espalda.

Exigente, listo, un algo escéptico, habituado a la mejor sociedad (el año último antes de abandonar la Armada y la metrópoli había ocupado un cargo muy envidiado en el Ministerio de Marina), poseía un latente calor de sentimiento y una capacidad de simpatía que quedaban ocultos bajo modales de indiferencia como altanera y arbitraria, producto de su educación; y no faltaba mucho para que un enemigo pudiese llamarle petimetre por su aspecto, eco distorsionado de su elegancia de otra época. Había conseguido mantener una disciplina casi militar entre los coolies de aquella hacienda que había dado a luz a partir de la maraña v sombras de la jungla; y la camisa blanca que llevaba cada tarde con peto almidonado y ornado, y cuello alto, parecía indicar que estaba decidido a mantener la ceremonia de la etiqueta, pero se había ceñido una gruesa faja carmesí como concesión a la selva, antes su adversario y ahora compañera. Además, era una precaución higiénica. Abierta por el pecho, le colgaba de los hombros una chaqueta corta de cierta seda ligera. El pelo holgado, bonito, claro en lo alto del cráneo, se ondulaba levemente a los flancos; un bigote cuidadosamente recortado, la frente sin adornos, el brillo de unos zapatos bajos de charol que asomaban bajo el ancho vuelo de pantalones cortados de la misma tela que la delicada chaqueta, completaban una estampa que, con la faja, recordaba a un jefe pirata de novela, y al tiempo la elegancia de un dandy levemente calvo que en su retiro se permitía alguna prenda poco ortodoxa.

Era su traje de etiqueta. La hora de llegada del Sofala era una hora antes de ponerse el sol, y el caballero resultaba un tanto pintoresco, y sin duda elegante, al pasear por la orilla, sobre el fondo de césped coronado por un bungalow bajo y alargado con empinada techumbre de palma, cubierto hasta el alero por enredaderas floridas. Mientras estaban amarrando el Sofala él paseaba a la sombra de los escasos árboles que habían quedado cerca del desembarcadero, aguardando para poder subir a bordo. Los blancos de aquel barco no eran de su especie. El viejo sultán (por mucho que sus amistosas invasiones fuesen un engorro) resultaba realmente mucho más aceptable para su gusto exigente. Pero aun así, eran blancos; las visitas periódicas del barco rompían la atareada monotonía sin turbar por ello su reclusión. Además, era necesario desde el punto de vista comercial. Y su vena de precisión innata se irritaba cuando el barco no aparecía en su momento.

La causa de esas irregularidades era demasiado absurda, y Massy, en su opinión, un despreciable imbécil. La primera vez que el Sofala reapareció bajo el nuevo acuerdo, contoneando el recodo de río abajo cuando él ya había perdido toda esperanza de volverlo a ver, se irritó tanto que no bajó inmediatamente al desembarcadero. Los criados corrieron a darle con la nueva, y el arrastró una silla hasta junto a la barandilla frontera de la galería, echó los codos sobre ella, apoyó la barbilla en las manos, y quedó contemplando fijamente el barco que amarraban frente a su casa. Podía distinguir fácilmente todos los rostros blancos de a bordo. ¿Qué diablos era aquella especie de patriarca que habían puesto ahora en el puente?

Al cabo se levantó y bajó por el sendero de grava. La verdad era que hasta la grava de sus caminos había tenido que importarla por el Sofala. Exasperado y tranquilamente orgulloso, sin prestar atención a nadie, se dirigió directamente a Massy en forma tan decidida que el maquinista, retrocediendo, empezó a tartamudear en forma ininteligible. Sólo se podían distinguir las palabras:

– Mr. Van Wick… Realmente, Mr. Van Wick… En adelante, Mr. Van Wick. -Y la profusión de sangre tornó el rostro bilioso de Massy de un color naranja artificial, en el que brillaban extraordinariamente los desconcertados ojos negro azabache.

– Es absurdo. Estoy harto. Me pregunto si tiene Vd. el descaro de presentarse en mi muelle como si lo hubiese hecho construir para su conveniencia.

Massy trató de protestar vehemente. Mr. Van Wick estaba muy irritado. Había decidido firmemente recurrir a una firma alemana -aquella gente de Malaca… ¿cómo se llamaban?… los de las chimeneas verdes. Aquella gente no se haría rogar, verían el cielo abierto si les ofrecía la oportunidad de abrir una nueva ruta. Sí, Schnitzler, Jacob Schnitzler, aceptaría al instante. Era cosa hecha. Había decidido escribir sin más tardanza.

El agitado Massy tuvo que coger al vuelo la pipa que le había caído de los labios.

– ¡No querrá hacer eso, señor! -chilló.

– Usted no tendría que echar a perder su negocio de esta ridícula forma.

Mr. Van Wick dio media vuelta. Los otros tres blancos del puente no habían ni pestañeado durante la escena. Massy echó a andar rápidamente de un lado para otro, hinchando los mofletes, sofocado.

– ¡Orgulloso holandés!

Y musitó febrilmente una retahíla de agravios. Los esfuerzos que había hecho en todos aquellos años para complacer a aquel hombre. Y esa era la recompensa ¿no? Bonito. Escribir a Schnitzler… pasarse a las chimeneas verdes… venderse a un judío de Hamburgo que le arruinaría. No, realmente era para reírse… Se rió sollozando… ¡Ja, ja! Y seguramente querría que llevase la carta en su propio barco.

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