Tropezó con una reja y juró. No dudaría en echar por la borda la correspondencia de aquel holandés… todo el paquete entero. El en la vida había cobrado ningún recargo por aquel servicio. Pero el capitán Whalley, su nuevo socio, probablemente no se lo permitiría; además, sería sólo espantar aquel día aciago. Por su parte, prefería hacer un agujero en el agua antes que ver impasible que las chimeneas verdes le quitaban la ruta.
Deliraba en voz alta. Al pie de la escalera, los camareros chinos se echaron para atrás con los platos. El gritó desde lo alto del puente: -¿Es qué esta noche no vamos a probar bocado? Y se volvió violentamente hacia el capitán Whalley, que aguardaba grave y paciente a la cabecera de la mesa, pasándose silenciosamente la mano por la barba de cuando en cuando con un gesto de tolerancia.
– No parece que le importe lo que me ocurre. ¿No ve que esto perjudica sus intereses tanto como los míos? No es ninguna broma.
Se puso a la mesa gruñendo entre dientes.
– A no ser que usted tenga unos miles guardados en cualquier lado. Yo no los tengo.
Mr. Van Wick cenaba en su bungalow completamente iluminado, que daba un punto de esplendor a la noche en aquel claro situado sobre la obscura orilla del río. Luego se sentó al piano, y en una pausa se dio cuenta de que se oían lentos pasos en el sendero, delante de la casa. Crujieron un par de tablas bajo fuertes pisadas; se volvió en redondo girando el taburete y escuchó con las puntas de los dedos aún sobre el teclado. El pequeño terrier ladró violentamente, y entró desde la galería. Una voz profunda pedía excusas gravemente por «aquella intrusión». Salió rápidamente.
En lo alto de las escaleras, aguardando se erguía la figura patriarcal que al aparecer era el nuevo capitán del Sofala (había visto desfilar a más de una docena de ellos, pero ninguno de aquella especie). El perrito no dejaba de ladrar, hasta que el tremolar del pañuelo de Mr. Van Wick le apartó y redujo al silencio. El capitán Whalley chocó con una decidida oposición cuando trató de introducir el tema.
Mantuvieron la discusión de pie, donde se habían encontrado frente a frente. Mr. Van Wick observaba atentamente al visitante. Luego, al cabo, como obligado a salir de su reserva:
– Me sorprende que interceda usted por ese maldito loco.
Era un principio casi de cumplido, como si quisiese decir:
– ¡Que un hombre como usted interceda! -El capitán Whalley lo dejó pasar sin pestañear. Hubiérase dicho que no le había oído. Se limitó a continuar, señalando que estaba personalmente interesado en componer las diferencias entre ellos. Personalmente…
Pero Mr. Van Wick, realmente fuera de sí por su indignación hacia Massy, se puso muy incisivo…
– La verdad, si he de serle franco, le diré que ese personaje no me parece particularmente estimable ni de fiar…
El capitán Whalley, siempre erguido, pareció crecerse y ensancharse aún un poco, como si las dimensiones de su pecho se hubiesen ampliado bajo la barba.
– Apreciado señor, no pensará usted que he venido a discutir sobre un hombre con el que me encuentro, estoy… hmm… estrechamente asociado.
Hubo unos instantes de solemne silencio. No estaba acostumbrado a pedir favores, pero la importancia que daba a aquel asunto le había impelido a intentar… Mr. Van Wick, favorablemente impresionado y súbitamente distendido por el deseo de reír, le interrumpió…
– Si usted hace de esto cuestión personal, está muy bien; pero lo menos que puede hacer es sentarse a fumar un cigarro conmigo.
Tras una leve pausa, el capitán Whalley avanzó pesadamente. En el futuro, él se hacía responsable de la regularidad del servicio; y se llamaba Whalley… nombre que a un marinero (estaba hablando con un marinero, ¿no?) tal vez le resultase algo conocido. Actualmente había un faro, en una isla. Tal vez el propio Mr. Van Wick…
– ¡Ah, sí! Desde luego. -Mr. Van Wick captó inmediatamente. Le señaló una butaca. Qué interesante. Por su parte había cubierto algún servicio en la última guerra, pero sin llegar nunca tan al Este. ¿La isla de Whalley? Claro. Pues qué interesante. La de cambios que su huésped tenía que haber visto en todo ese tiempo.
– Y en tiempos anteriores, también… medio siglo entero.
El capitán Whalley se explicó un poco. El aroma del buen cigarro (era una de sus debilidades) le había llegado directamente al corazón, y también la educación de aquel joven. Aquel contacto accidental tenía un algo que le había faltado en aquellos años de lucha.
El entrante de la fachada formaba un rincón recoleto dispuesto como si fuese una habitación aparte. Una lámpara de pantalla de cristal ahumado, suspendida bajo la pendiente del alto techo al extremo de una delgada cadena de latón, proyectaba un brillante cerco de luz sobre una mesilla en que había un libro abierto y un cortapapeles de marfil. Y en las sombras que se traslucían más allá, se podían ver otras mesas, cierto número de sillas de diversas hechuras con gran profusión de pieles tendidas como alfombras sobre el entarimado de teca que cubría toda la galería. Las enredaderas en flor enriquecían el aire. Su follaje recortado entre los montantes, formaba como varios marcos de hojas espesas y quietas que reflejaban la luz de la lámpara con resplandor verdoso. Por la apertura que tenía al lado, el capitán Whalley podía ver el farol de la pasarela del Sofala, que ardía amarillento junto a la orilla, las sombrías moles de la ciudad al otro lado de la vasta y lustrosa oscuridad del río, y, como colgado del recto borde de las hojas, una estrecha franja negra del firmamento nocturno lleno de estrellas, resplandeciente. Con el excelente cigarro entre los dedos, tuvo un momento de complacencia.
– No tiene importancia. Alguien ha de abrir camino. Yo me límite a demostrar que se podía hacer; pero ustedes, los que están acostumbrados al vapor, no pueden concebir la gran importancia de aquel pequeño descubrimiento afortunado para el comercio oriental de la época. La nueva ruta reducía el tiempo medio de una travesía del Sur en once días durante más de la mitad del año. ¡Once días! Eso es ya historia. Pero lo curioso -hablando con un marinero- diría yo que fue…
Hablaba bien, sin egotismo, profesionalmente. La poderosa voz, emitida sin esfuerzo, llenaba las habitaciones vacías de bungalow con resonancia profunda y límpida, pareciendo que producía el silencio afuera; y Mr. Van Wick estaba sorprendido de la serenidad del tono, de la perfección de amabilidad masculina que respiraba. Apoyando sobre la rodilla un pequeño pie calzado con calcetín de seda y zapato de piel genuina, estaba inmensamente entretenido. Parecía que nadie supiese hablar ahora de esa forma, y los ojos hundidos en profunda sombra, la florida barba blanca, la gran envergadura, la serenidad, todo el talante del hombre, fuesen una sorprendente supervivencia de los tiempos prehistóricos del mundo, llevada por el mar a las costas de Batu Beru.
El capitán Whalley había sido también el pionero del comercio en el Golfo de Pe-Tchi-li. Incluso tuvo ocasión de mencionar que había enterrado allí a su «querida esposa» veintiséis años antes. Mr. Van Wick, impasible, no pudo evitar preguntarse enseguida, qué tipo de mujer haría pareja con un hombre como aquel. ¿Habrían sido una pareja aventurera y bien avenida? No. Muy posiblemente ella fuera pequeña, débil, sin duda muy femenina, o probablemente una mujer común de instintos domésticos, totalmente insignificante. Pero el capitán Whalley no era un charlatán latoso, y sacudiendo la cabeza como para disipar la tristeza momentánea que había aparecido en su agradable rostro veterano, aludió coloquialmente a la soledad de Mr. Van Wick.
Mr. Van Wick afirmó que, a veces, tenía más compañía de la deseada. Mencionó sonriendo algunas peculiaridades de la relación que mantenía con «mi sultán». Le visitaba con un alarde de fuerzas. Aquella gente estropeaban el parterre de hierba que tenía delante de la casa (no era nada fácil conseguir en los trópicos algo que se pareciese al césped), y el otro día habían roto algunas raras plantas que había puesto allí. El capitán Whalley recordó inmediatamente que en el 47, el sultán de entonces, «abuelo del de ahora», había sido famoso como gran protector de las flotas piratas de praos de más hacia el Este. Encontraban refugio seguro en el río de Batu Beru. En particular, había financiado a un jefe balinini llamado Haji Daman. El capitán Whalley arqueó expresivamente sus pobladas cejas blancas; sabía bastante de todo aquello. El mundo había progresado desde aquella época.