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El sagrado edificio, erguido en solemne aislamiento entre las convergentes avenidas de árboles enormes, como para inspirar graves pensamientos celestiales en las horas de ocio, presentaba a la luz y la gloria de Poniente, un portal gótico cerrado. El rosetón de encima de la ojiva brillaba como recio carbón en el labrado profundo de una rueda de piedra. Los dos hombres se pararon a contemplarlo.

– ¿Sabe usted lo que tendrían que hacer ahora, Whalley? -gruñó de repente el capitán Eliott.

– Pues…

– Tendrían que mandar a un auténtico lord de sangre real acá cuando le llegué la hora a Sir Frederick. ¿No le parece?

El capitán Whalley simplemente no podía ver por qué un lord de sangre real no podría cumplir tan bien como cualquier otro. Pero no era este el punto de vista de su acompañante.

– No, no. Esto marcha por sí solo. No hay quien lo pare ya. Es ideal para un gran lord -gruñó en frases sentenciosas-. -Observe los cambios de nuestra época. Ahora aquí necesitamos un lord. En Bombay ya tienen uno.

Cada año cenaba un par de veces en Gobierno -un palacio con arcadas y muchas ventanas en lo alto de una colina llena de jardines y carreteras-. Y últimamente había estado llevando en su lancha de vapor a un duque a visitar las reformas del puerto. Antes de eso había ido «con toda deferencia» a buscar personalmente una buena dotación para el yate ducal. Luego, le habían invitado a comer a bordo. La propia duquesa almorzó con ellos. Una opulenta dama de rostro rubicundo. Tenía la piel completamente quemada por el sol. Una ruina. Modales muy graciosos. Iban camino del Japón…

Espetó todos esos detalles para edificación del capitán Whalley, deteniéndose a hinchar los carrillos como con un sentimiento contenido de importancia, y proyectando repetidamente hacia fuera sus gruesos labios hasta que el extremo carmesí de la nariz parecía hundirse en la leche de su mostacho. Aquel lugar se gobernaba solo; era idóneo para cualquier lord; no había problemas salvo en el departamento de Marina… en el Departamento de Marina, repitió por dos veces, y tras un pesado suspiro empezó a contarle que el otro día el Cónsul General de Su Majestad en la Conchinchina francesa le había cablegrafiado -oficialmente- pidiéndole que mandase a un hombre cualificado a hacerse cargo de un mercante de Glasgow cuyo capitán había muerto en Saigón.

– Pasé aviso a la sede de los oficiales de la Casa del Mar -continuó, mientras la cojera parecía acentuarse con la irritación creciente de la voz-. Los hay a docenas. El doble de los puestos disponibles en el mercado local. Todos buscan un trabajo fácil. Y hay el doble de los necesarios… y, ¿a usted qué le parece, Whalley?…

Se detuvo en seco. Con los puños cerrados y profundamente hundidos, parecía dispuesto a romper los bolsillos de la chaqueta. Al capitán Whalley se le escapó un leve suspiro.

– ¿Eh? Se imaginaría uno que iban a pisarse el trabajo unos a otros. Pues ni asomo de esto. Les daba miedo volver a Inglaterra. Es bonito y agradable estar tumbado en una terraza aguardando a que haya trabajo. Y yo aguardando la respuesta en el despacho. Nadie venía. ¿Qué se imaginaban? ¿Qué me iba a quedar allí pasmado como un tonto con el cable del Cónsul General encima de la mesa? Faltaría más. Revisé una lista que tenía y mandé a por Hamilton -el más vago de todos ellos- y le dije sin más que fuese. Amenacé con dar instrucciones al director de la Casa del Mar para que le pusiese de patitas en la calle. El consideraba que el puesto no era lo bastante bueno… por… favor.

– Tengo aquí su pequeña ficha -le dije-. Usted desembarcó aquí hace dieciocho meses, y desde entonces no ha trabajado ni seis meses. Tiene usted una fuerte deuda con la Casa, y supongo que se imaginará que a fin de cuentas pagará el Departamento de Marina, ¿no? De acuerdo; pero si no aprovecha usted esta oportunidad, va a salir para Inglaterra en el primer vapor que pase por aquí en dirección a la metrópoli. Usted no es más que un mendigo. Aquí no queremos mendigos blancos -le increpé-. Pero fíjese el trabajo que me dio el asunto.

– Pues se lo hubiera podido ahorrar -dijo el capitán Whalley casi involuntariamente-, si hubiese mandado a por mí.

Al capitán Eliott le divirtió enormemente la salida; se estremecía todo él de risa conforme caminaba. Pero de repente dejó de reír. Le había pasado por la mente un vago recuerdo. ¿No había oído decir cuando la catástrofe del Travancore y Decán que el pobre Whalley había perdido absolutamente todo? Este tío lo tiene mal, ¡cielos!, pensó; e inmediatamente dirigió una mirada de reojo hacia su compañero. Pero el capitán Whalley sonreía austeramente con la mirada fija al frente, erguida la cabeza con gesto que no hubiera podido presentar ningún hombre que estuviese sin un penique. Y se tranquilizó. Imposible. No podía haber perdido todo. Aquel barco era sólo un hobby. Y un hombre que le acababa de confesar que a la mañana había recibido una suma de dinero presumiblemente notable no era fácil que se le echase encima pidiendo un pequeño préstamo, pensamiento que le dejó completamente tranquilo. Sin embargo, se había producido una larga pausa en la conversación, y sin saber reanudarla, gruñó sobriamente:

– Nosotros, los viejos, deberíamos descansar ya. -Para algunos de nosotros, lo mejor sería morir con el remo en la mano -respondió despreocupadamente el capitán Whalley.

– Vamos, vamos. A estas alturas, ¿no está un poco cansado de todo esto? -murmuró el otro sombrío.

– ¿Se siente usted cansado?

El capitán Eliott sí se sentía. Sólo se aferraba al puesto para conseguir la pensión máxima, y retirarse entonces a Inglaterra. Aunque de todos modos sería una miseria; pero era lo único que le libraba del asilo. Y además, tenía una familia. Tres chicas, como Whalley sabía. Le dio a entender al «viejo Harry» que las tres chicas eran lo que más ansiedad y preocupación le causaba. Como para sacarle de quicio a uno.

– ¿Y pues? ¿Qué han hecho? -preguntó el capitán Whalley con una especie de divertida ausencia mental.

– ¿Hacer? ¡Nada! Precisamente. Desde la mañana a la noche con tenis sobre hierba y sucias novelas…

¡Si al menos una hubiese sido un chico! ¡Pero las tres chicas! Y para colmo de mala suerte, no parecía que quedase en el mundo ningún chico decente. Cuando pasaba revista en el club sólo veía una colección de petimetres presumidos demasiado egoístas para pensar en hacer feliz a una mujer buena. Con toda aquella cuadrilla que mantener en casa, se veía abocado a una indigencia extrema. Había acariciado la idea de construirse una casita en el campo -en Surrey- donde terminar sus días, pero se temía que no había ni que pensar en aquello… y su errante mirada se dirigió hacia arriba con ansiedad tan patética que el capitán Whalley asintió caritativamente con la cabeza, reprimiendo un deseo enfermizo de reír. -Tú también sabes por experiencia lo que es esto, Harry. Las chicas son una auténtica calamidad por las preocupaciones y ansias que te hacen pasar.

– Ya. Pero la mía anda bien -dijo lentamente el capitán Whalley, mirando hacia el fondo de la avenida.

El Delegado General se alegró de eso. Extraordinariamente. La recordaba muy bien. Era una chica encantadora.

El capitán Whalley, caminando despreocupadamente, asintió como soñando:

– Era muy linda.

La procesión de coches se estaba rompiendo. Uno tras otro dejaban la fila para salir al trote, animando la vasta avenida con su despliegue de vida y movimiento; pero pronto volvió a tomar posesión de la ancha y recta vía el aspecto de majestuosa soledad.

Un edecán de blanco iba conduciendo a pie un poney birmano enganchado a un coche de dos ruedas barnizado; y el conjunto, parado en la curva, no parecía mayor que un juguete de niño olvidado bajo los exuberantes árboles. El capitán Eliott se dirigió hacia allí con andares balanceantes, como si fuese a trepar adentro, pero se contuvo; apoyando lánguidamente una mano en la barandilla, cambió de conversación, pasando de la pensión, las hijas y la pobreza de nuevo al único otro tema de su vida: el Departamento de Marina, los hombres y barcos del puerto.

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