El barco navega con rumbo este, siguiendo la costa. Pasamos frente al cabo Malabata y un rato después frente a la playa de Alcazarseguer. Podemos verla por un momento como la vio mi abuelo cuando estaba a punto de desembarcar allí. Avanzamos contra el sol, y el mar, bastante encalmado para lo que aquí es corriente, nos deslumbra con el reflejo de su superficie. A estribor divisamos la línea montañosa de Marruecos, a babor la línea igualmente montañosa de España. Apenas se diferencian los dos paisajes, y la simetría alcanza su máxima perfección cuando aparecen a una orilla la mole de granito del Yebel Musa y a la otra la silueta del peñón de Gibraltar. Las aguas están llenas de pequeñas barcas de pescadores, que navegan en todo momento con ambas costas a la vista. Saludan al barco y los niños que van en cubierta les devuelven el saludo con gran alboroto, alternando el francés y el árabe:
– Bonjour… Salaam aleicum…
Antes de llegar a la altura de Ceuta, el barco vira a babor y toma rumbo norte, derecho hacia la costa española. En ese momento, la vista es excepcional. A estribor, el Medite rráneo, por donde sale el sol. A babor, el Atlántico, por donde desde siempre se ha puesto. Al frente Europa y atrás África, de la que ahora sí que nos alejamos. Me voy a popa y me siento de cara al Yebel Musa. La ancha estela blanca que dejan las hélices del barco parte en dos el mar de un color azul oscuro y profundo. Las montañas de África se van desvaneciendo al fondo, entre la bruma. No llegan a borrarse por completo, pero terminan casi reducidas a la condición de un espejismo al otro lado del agua.
Me quedo mirando fijamente ese espejismo y trato de situarme en la mente y el corazón de los españoles que abandonaban África hace setenta años, después de haber bregado y padecido allí. Trato, por ejemplo, de situarme en la mente y el corazón de mi abuelo, en la fría mañana de enero de 1926 en que desde la popa del vapor Isleño vio lo mismo que yo ahora tengo ante mis ojos. Lo inmediato debía ser la alegría de volver a casa y de dejar atrás la miseria de la guerra. Pero muchos de aquellos hombres, a quienes sus novias ya no les esperaban, y que se dirigían a pueblos o ciudades donde nada podría borrar el áspero y rotundo recuerdo del Rif, debían sentirse sobrecogidos al ver que África se desdibujaba y al comprender que nunca regresarían a sus riscos y a sus barrancos. Porque en esos riscos y barrancos se había agotado su juventud, y la juventud es la única sustancia que alimenta hasta el final las ilusiones y la memoria de un hombre.
Vuelvo por un instante la mirada al Mediterráneo. A veces se tiene la deformación de los mapas, y uno llega a creer que el mundo es algo que se puede ver de un vistazo, tal y como lo enseña un planisferio. Desde aquí, por el contrario, el Mediterráneo, aunque nos hallemos en su boca más estrecha, parece una enormidad. Pero es una enormidad acogedora, quieta, apetecible. Un mercante navega con rumbo este y la vista se va tras él, con el deseo irresistible de descubrir todo lo que ese mar oculta al otro extremo de su dorada superficie: Sicilia, Creta, Estambul…
Algeciras ya está cerca, y también el peñón del antiguo agravio. Ya no estamos en África, y duele pensarlo así, porque casi de cualquier otro lugar uno puede marcharse impunemente, pero cuando uno ha amanecido en África durante varios días, teme que la vida pierda consistencia al amanecer en otro sitio. Los infectados por la bacteria africana inventan a veces para consolarse teorías que a los sanos parecen estrambóticas, como la de ese Reparaz que sostenía que África se extendía, insolente y bereber, hasta los mismísimos Pirineos. De ahí podía llegar a peores desatinos, como el de afirmar que la suerte de Marruecos afectaba esencialmente a la existencia nacional y que la misión de España allende el Estrecho era la de acudir en amparo y socorro de los bereberes, en tanto que hermanos de raza. Según la tradición, la primera obligación del bereber es la de ayudar al bereber necesitado. Entre los bereberes, el que tiene hambre puede entrar en el huerto de otro a hartarse, y el dueño del huerto nunca protestará por eso. Pero nuestra época, que ha dejado en ridículo con sus adelantos morales teorías tan burdas y primitivas, aconseja la metódica neutralización de los bereberes que pretenden entrar en nuestro huerto a birlarnos la fruta. Entre otras razones, porque nada está más lejos de nuestras actuales convicciones y apetencias que considerar a esa gente nuestros hermanos.
Y sin embargo, hace unos pocos cientos de años, apenas nos diferenciábamos de ellos. Rosmithal, un viajero checo que pasó por aquí en tiempos de Enrique Iv, se maravillaba al comprobar que en el reino de Castilla no había más que judíos y moros, y que el rey estaba rodeado de ellos y hasta "llevaba una vida de infiel". Un papa llegó a describir la incipiente nación española como "un montón inmundo de moros y judíos". Y mal que pese a los que tienen ínfulas arias, algo nos queda. Como ingeniosamente señala Reparaz, toda nuestra vida, desde la alcoba donde normalmente somos concebidos, hasta el ataúd en que nos ponen cuando morimos, nos la pasamos tropezándonos aquí y allá con palabras y hechos que nos recuerdan nuestra reprimida morería.
Después de atravesar Marruecos, y a pesar de lo mucho que nos separa (la riqueza, la religión, la organización política y social), comprendemos hasta qué punto la suerte de sus gentes y nuestra suerte sólo inconsciente y temerariamente pueden considerarse desligadas. Ya ha pasado el tiempo en que las naciones se redimen las unas a las otras, si es que alguna vez eso sucedió, y pretencioso sería que tal se planeara, como con tan nefasto resultado se planeó e intentó en el pasado. Tampoco conviene que olvidemos que nosotros sólo somos unos viajeros que vuelven a casa. Nada ni nadie nos concede autoridad para sugerir lo que corresponde hacer, y tampoco la ambi cionamos.
Pero tendemos a creer que en lugar de tratarlos como a ganado, para que nos teman y se mantengan lo más lejos posible, podría probarse a inspirarles respeto y cariño, como sugería en sus escritos el coronel Gabriel de Morales, el mismo a cuyo cadáver Abd el-Krim mandó rendir honores mientras hacía trocear el de su jefe, el despótico general Manuel Fernández Silvestre. Y aunque hoy suenen raras a muchos, es posible que valgan todavía las palabras que pronunció Joaquín Costa, hace más de cien años: «Los marroquíes han sido nuestros maestros, y les debemos respeto; son nuestros hermanos, y les debemos amor; han sido nuestras víctimas, y les debemos reparación cumplida».
Nosotros, que vinimos buscando el sueño y el dolor olvidado, el rastro de nuestros antepasados de sangre y el eco de nuestros antecesores de espíritu, debemos además a Marruecos la gratitud y la lealtad de los viajeros que ven cumplido su objetivo. No podía ser de otra forma. Al final, uno sólo llega a la misma pasión que le impulsó a partir. El verdadero viaje termina siempre dentro del corazón del viajero.
Entramos en el puerto de Algeciras. A partir de ahora todo vuelve a ser como antes. Los marroquíes que van en el barco asumirán en cuanto bajen al muelle su papel de moros obligados a hacerse perdonar su sola respiración. Nosotros volveremos a fiarnos del agua corriente y perderemos el miedo a la diarrea. Los restaurantes tendrán diseño moderno, las carreteras estarán bien asfaltadas y señalizadas y la basura estará, dependiendo del sitio, más o menos recogida. Tras la bandera azul con estrellas amarillas, empieza el paraíso tecnoliberal, un lugar organizado, susceptible e intransigente.
No negaremos que nuestros cuerpos recobrarán mezquinamente los placeres del aire acondicionado, los objetos ergonómicos y los retretes limpios. Pero nuestra alma se ha quedado para siempre encadenada al polvoriento mediodía de Bab-Berred, el bullicioso atardecer de Alhucemas o la tibia noche de Xauen. El alma recuerda lo que quiere y quiere lo que recuerda. Mi abuelo Lorenzo escuchaba la música marroquí en su vieja radio y callaba celosamente el horror y la penuria de la guerra. Mi abuelo Manuel se iba a mirar Salé al otro lado de la ría y hacía por no pensar que su hija había emigrado a un país donde su futuro quizá resultara un día incierto. A su modo, entre la memoria y el olvido, los dos se volvieron un poco bereberes. En adelante, cuando coja el viejo libro de árabe de mi abuelo Lorenzo, o cuando me acuerde de mi abuelo Manuel en un parque cualquiera de Madrid, sabré algo más de ellos. También yo, mirando la tierra amarga y encantada de Marruecos, he tropezado con mi alma bereber, el alma de las montañas y el desierto, el alma de los}imazighen}, los hombres libres.