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– Tírala -me apremia.

Un par de segundos después, un pedrusco de respetables dimensiones se estrella a dos dedos de su tobillo.

El niño nos mira con una especie de odio, pero cuando mi hermano hace ademán de bajar vuelve a meterse en el portal. Hacemos la fotografía y en cuanto nos retiramos el niño vuelve a asomarse y nos observa con gesto iracundo. Ahora los cristianos venimos a Xauen y fotografiamos irrespetuosamente sus casas, pero en otros tiempos los antepasados de ese niño quemaban a los cristianos en la plaza. Todavía hay una calle que se llama "el camino de los quemados", en recuerdo quizá socarrón de aquellas viejas celebraciones.

Xauen, o Chefchauen, "los cuernos de la montaña", fue fundada según unos por moros exilados de Al-Ándalus, hacia 1300. Según otros, la fundó en 1471 Mulay Alí Ben Rachid, quien la aprovechó para lanzar desde ella ataques contra los portugueses de Ceuta y Alcazarquivir. Lo que parece seguro es que su esplendor lo conoció a partir de la llegada masiva de moriscos expulsados de Andalucía, que la convirtieron en su ciudad santa. Durante siglos, su situación inaccesible y la prohibición a los infieles de traspasar sus muros la mantuvo fuera del alcance de los europeos y envuelta en un aura de misterio. Tal era su leyenda que a finales del siglo Xix algunos occidentales hicieron los más pintorescos esfuerzos por visitarla. El primero del que se tiene conocimiento fue Charles de Foucauld, que se coló en 1882 disfrazado de rabino y que describiría con una quizá inevitable fascinación su entrada en la ciudad:

Eran las seis de la mañana cuando llegaba: a aquella hora, los primeros rayos de sol, dejando aún en la sombra las masas oscuras de las altas cumbres que dominan la ciudad, doraban apenas la punta de los minaretes; el aspecto era de una belleza irreal. Con su viejo torreón de aire feudal, sus casas cubiertas de tejas, sus arroyos que serpentean por todas partes, podría uno haberse creído más bien ante algún burgo apacible a orillas del Rhin, que ante una de las ciudades más fanáticas del Rif.

Siete años después logró entrar en Xauen Walter Harris, disfrazado de cabileño, y poco después el misionero norteamericano William Summers, que fue envenenado. Aunque nominalmente Xauen formaba parte del Protectorado español desde 1912, hubieron de pasar ocho años antes de que los españoles intentasen tomarla. La empresa no fue nada fácil. Los defensores resistieron un duro asedio, y los generales españoles dudaban que sus soldados fueran capaces de reducirla por la fuerza. Al final, la rendición de la ciudad tuvo lugar de una extraña manera: el entonces teniente coronel Castro Girona, disfrazado de carbonero (otra vez un disfraz), entró en Xauen en 1920 y negoció con sus autoridades. Entre amenazas de bombardeo y promesas de recompensas, logró que transigieran. El 15 de octubre de 1920, poniendo fin a siglos de aislamiento, la bandera española se izaba sobre la vieja alcazaba de Xauen.

Poco después de que cayera en manos de los españoles, Arturo Barea conoció la ciudad sagrada y dejó escritas sus impresiones:

Las calles de Xauen, estrechas, empinadas y retorcidas, eran un laberinto. En el principio de nuestra ocupación, no era raro que un soldado español fuera atravesado por una gumía sin que se supiera de dónde había surgido el golpe. El barrio hebreo era una fortaleza cerrada por rejas de hierro, que se abrieron de par en par por primera vez en centurias cuando los españoles ocuparon la ciudad. Dentro de un recinto -gruesas paredes, puertas estrechas, troneras por ventanas-, todavía se hablaba español, un español arcaico del siglo dieciséis. Y unos pocos de los judíos aún escribían este castellano mohoso en letras anticuadas, todas curvas y arabescos, que convertían un pliego de papel recién escrito en un viejo pergamino. Me enamoré de Xauen. á…ú Sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos; su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete; sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos; sus moros de la montaña, andrajosos en sus pingajos o resplandecientes en sus chilabas de lana blancas como la leche, pero siempre altivos. Sus judíos silenciosos deslizándose a lo largo de las paredes, tan pegados a ellas como sombras sin cuerpos, corriendo siempre a pasitos cortos, rápidos y furtivos.

Los españoles, según cuenta el propio Barea, acabaron muy pronto con la magia de la ciudad. Desaparecieron los viejos procedimientos para teñir la lana y curtir el cuero, todo se llenó de cantinas y burdeles para la tropa y de moros obsequiosos y aduladores. Según Woolman, los yebalíes eran menos austeros que los rifeños, menos serios, más excitables, más soñadores. Se acoplaron pronto a los nuevos amos, que también toleraron sus peculiaridades, como su afición a las prácticas homosexuales. El mercado de mancebos de Xauen se mantuvo hasta 1937. Los yebalíes no habían de encontrar tanta permisividad en Abd el-Krim, que hacía rociar de gasolina y quemar vivos a quienes se sorprendía realizando actos de sodomía. Cabe que eso contribuyera poderosamente a que al líder rifeño nunca se le quisiera mucho por aquí. Según refiere el capitán Mauricio Capdequí, que antes de morir al frente de su mía de policía indígena dejó un valioso estudio sobre la región del Yebala y sus habitantes, la aceptación social de la homosexualidad masculina llegaba al extremo de que los tolbas, una especie de eruditos consagrados al aprendizaje del Corán, tenían estas prácticas por una parte de su instrucción. Algunos llegaban a asegurar que la camaradería íntima era condición sine qua non para el éxito en los estudios. Los estudiantes abusaban con soltura de sus condiscípulos más jóvenes y a menudo el asunto degeneraba en luchas pasionales que acababan en asesinatos. Más silenciosa, pero igualmente extendida, era la homosexualidad femenina. Afirma Capdequí que las mujeres yebalíes, "no encontrando en sus maridos la delicadeza de sentimientos que anhelan, tienen frecuentemente entre ellas pasiones, que a primera vista parece deben ser resultado de refinamientos de civilización, pero que también la misma brutalidad de costumbres explica". Por contra, la poligamia estaba mal mirada en el Yebala y el divorcio era muy poco frecuente. En cuestión de práctica del Islam, los yebalíes eran más rigurosos que los rifeños, y la mayoría cumplía con el precepto de las cinco oraciones diarias, siempre precedidas de las pequeñas y grandes abluciones. Y aunque fueran menos estimados como combatientes, distaban mucho de descuidar la instrucción guerrera. Al cumplir la edad de doce años los muchachos yebalíes recibían como regalo de sus padres un fusil y entraban a formar parte de la rimaya, la sociedad de tiradores del poblado. Por lo que toca a su relación con el Majzén, el gobierno del sultán, era más bien ambigua. Según Capdequí, si a un marroquí se le preguntaba si el Yebala pertenecía a Bled el-Majzén, el territorio sometido, respondía que no. Pero igualmente negaba que formara parte del territorio insumiso, o Bled es-Siba. Y es que, como observaba el malogrado capitán, "el espíritu musulmán no experimenta nuestra necesidad de tener las cosas por categorías bien definidas, y evoluciona mejor sin nuestras certidumbres".

Los españoles construyeron una red de blocaos alrededor de Xauen y la conservaron durante varios años, pese a los sucesivos reveses en la zona de Melilla. A mediados de 1924, las primeras correrías de Jeriro hicieron temer a Primo de Rivera que Abd el-Krim lograra sublevar el Yebala. Las líneas españolas en la zona distaban de ser sólidas, y Xauen estaba especialmente expuesta. Eso le hizo planear una retirada estratégica hacia la línea del frente de 1918, la que después se llamaría línea Primo de Rivera. Allí esperaba reagrupar sus fuerzas para atacar más adelante. Durante el mes de julio hubo unas insó litas lluvias que redujeron los caminos a barrizales y que volvieron desesperada la situación de los españoles.

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