La carretera transcurre paralela al valle del río Guis, y desde Axdir pasamos en primer lugar diversos pueblos de inequívoco nombre bereber: Ait-Yusuf, Ait-Kamara. Al leer este segundo nombre, me es inevitable tener un recuerdo para los soldados y civiles españoles que aquí sufrieron cautiverio después del desastre de 1921. Según el sargento Basallo, cronista y organizador del servicio sanitario que hizo posible que muchos de ellos volvieran, las condiciones en que vivieron aquellos compatriotas fueron terribles. A los hombres, casi todos enfermos de paludismo, disentería o tifus, les obligaban a hacer de bestias de tiro en la conducción de cañones. El propio Basallo y dos de sus ayudantes fueron salvajemente azotados por una insignificancia, y otros fueron ejecutados con pretextos igualmente nimios. Antes de repartir el rancho a los españoles, los rifeños daban de comer a los perros, para los que también reservaban una ración más generosa. Otra de las diversiones de los cabileños consistía en vejar los cadáveres insepultos de los soldados caídos. Los hombres tiraban al blanco sobre los cuerpos descompuestos y las mujeres defecaban sobre ellos. Las mujeres españolas prisioneras, casi todas esposas o familiares de los empleados de las minas, fueron compradas en lote por el responsable del campamento, que se divirtió atando y después violando a aquéllas que le parecieron más apetecibles. Curiosamente, aquel tipo, llamado Si Hammú, solía llevar de la mano a una niña española llamada Mariquita, a la que trataba con gran ternura y afecto.
Gracias a los suministros de la Cruz Roja y, en menor medida, a los alimentos proporcionados por los propios rifeños a precios desorbitados, aquellos desdichados pudieron sobrevivir en Ait-Kamara durante dieciocho meses. La ausencia de médicos la suplió el propio Basallo, que curaba y operaba como Dios le daba a entender, alternando esa inspiración divina con puntuales consultas por correspondencia al oficial médico del peñón de Alhucemas. El audaz sargento trataba las infecciones, amputaba miembros gangrenados, intervenía ojos enfermos, extirpaba tumores. A una mujer le rebanó un tumor con una cuchara someramente desinfectada, y la mujer se salvó. Sus habilidades curativas fueron reclamadas incluso por los rifeños. Una de sus intervenciones más comprometidas consistió en amputarle un brazo destrozado por un cañonazo al hijo de un notable. Lo hizo sin anestesia y con un irrigador de agua caliente con sublimado por todo medio aséptico. A los quince días el herido estaba curado. El sargento fue también requerido en cierta ocasión para dirimir quién era el responsable de la infertilidad de un matrimonio. Basallo, que sabía que la mujer sería repudiada si la declaraba estéril, se limitó a tomarle a ella el pulso y después de examinar al marido concluyó con toda firmeza que él era el responsable de la falta de descendencia, "por falta de microbio fecundante".
Uno de los episodios más conmovedores que refiere Basallo en sus memorias es el del enterramiento de los cadáveres españoles que se pudrían al sol ante la indiferencia de los rifeños. Basallo consiguió que les enviaran palas y azadas desde Melilla y obtuvo el permiso de sus captores para sepultar aquellos restos. Él solo enterró los 36 cuerpos que habían quedado abandonados sobre la playa de Sidi Dris, adonde llegaban los convoyes de socorro. Los hombres de Abd el-Krim solían tirotear con especial delectación aquellos cuerpos, para intimidar a los españoles que venían en esos convoyes. En total Basallo y sus hombres enterraron unos 700 cadáveres. Entre ellos, Basallo reconoció con dolor a algunos antiguos camaradas, y también a los comandantes Benítez, de Igueriben, mutilado y destrozado, y Velázquez, de Sidi Dris, en parecida o peor condición. Buscó con ahínco al general Silvestre, pero no le encontró por ninguna parte. Según Basallo, se distinguieron especialmente como enterradores los soldados de la brigada disciplinaria y el cabo Horacio Correa, que besaba a todos los cadáveres en la frente, o en lo que les quedaba de ella, antes de enterrarlos. Quizá fuera un gesto inútil, pero su hermosura le hace merecer a aquel cabo que su nombre se recuerde. Sobre todo, cuando son tantos los nombres recordados de quienes no hicieron nada digno de memoria.
A partir de Ait-Kamara, la ruta nos lleva entre montañas que se suceden sin interrupción hasta la costa por la tierra de los Bocoya. El extremo occidental de esa costa lo señala la posesión española del peñón de Vélez de la Gomera, unido al continente por un angosto istmo. La fortaleza de ese peñón también siguió siendo española durante la rebelión rifeña y en ella se vivieron momentos singulares, más singulares quizá que en Alhucemas porque la distancia al enemigo era mucho menor. Los moros que habían vivido con los españoles los insultaban desde la playa en español y los españoles respondían a los insul tos en árabe. Recibían los refuerzos por mar, por el único lado del peñón que no podían batir los rifeños. Los legionarios se escurrían por la noche y escalaban con cuerdas las paredes de la fortaleza. Pero hemos dejado a un lado esta visita, que nos habría supuesto otro ameno interludio a la orilla del mar, para seguir la ruta interior hacia Targuist. El paisaje empieza a ser aquí menos árido que en el Rif oriental, aunque resulta siempre agreste. En esta región menudean los aduares, desparramados por las montañas.
Merece la pena describirlos. Son conjuntos de cinco o seis edificios planos y cuadrados, de adobe, con una especie de patio central, también cuadrado, que es visible a través del hueco que se abre en el techo. Están rodeados por una multitud de chumberas, algunas higueras, olivos, almendros y frutales. A veces la densidad de la vegetación es tan grande que parecen pequeños oasis que rematan los montes. En ellos se tiene buena sombra, y en el interior de cada casa, hoy como hace ochenta años, habrá seguramente una habitación siempre limpia y dispuesta para acoger huéspedes. También tendrán las paredes encaladas y el piso de tierra impoluto, porque la casa es el orgullo del rifeño. Lo que hoy ya no se ve es el pequeño fortín que muchos tenían en los viejos tiempos, desde el que cada aduar se convertía en una posición militar si hacía falta. Seguramente por eso los españoles los atacaban y bombardeaban sin clemencia. Como cuenta Barea en La ruta, poniéndolo en labios de un oficial de artillería, sobre los aduares se cañoneaba a bulto, sin apuntar, "igual que se le tira una piedra a un perro". La mayoría de las veces, sin embargo, lo que había en los aduares eran mujeres y niños, cuya muerte no hacía más que enfervorizar los ánimos antiespañoles de los rifeños y enconar su lucha. Cuando apuntaba a un español, el rifeño podía estar recordando la imagen de los hombres del Tercio trepando por la colina para saquear e incendiar su aduar natal. Y cuando apretaba el gatillo, lo hacía sin mi sericordia.
El paisaje de aduares se sucede hasta Targuist. Tras pasar BeniAbdalah y Beni-Hadifa la carretera atraviesa algunos de los más hermosos escenarios que llevamos vistos. Entre las montañas que vienen desde el desierto y llegan hasta el mar se abren valles y desfiladeros, siempre vigilados por el cogollo verde y marfil de un aduar colgado de las alturas. Debe de ser placentero amanecer en uno de esos aduares, salir de la casa y quedarse contemplando el panorama bajo el cielo azul intenso, en medio del silencio del Rif.
Esta cadena de valles y montañas es la barrera que separa Targuist de Alhucemas, y el recorrido que acabamos de hacer el mismo que debió de hacer Abd el-Krim, por primera vez derrotado, desde su tierra natal de Axdir hasta el que sería su último reducto. Targuist es hoy un pueblo bastante grande y de apariencia próspera, extendido a lo largo de un valle a orillas del río Guis. La cinta de agua del río brilla al fondo con la luz del sol y más allá de ella se alzan las estribaciones del más alto macizo montañoso del Rif, coronado por el Tidirhin, de casi 2.500 metros. La carretera pasa elevada junto a la llanura de Targuist. Nos detenemos y desde ella observamos este paisaje que fue casi el último paisaje rifeño que el vencido caudillo contempló. Mientras veía esas montañas, quizá mientras paseaba a orillas de ese río, comprendió que la apuesta había sido demasiado fuerte y que le había llegado el final.