La forma que le dio a su creación, la República del Rif (o Yammahiriya Rifiya), se estableció sobre el modelo de las naciones modernas. Tenía su propia bandera, de color rojo brillante, con un rombo blanco en el centro y dentro del rombo una media luna y una estrella de seis puntas de color verde (la estrella, por cierto, era de seis puntas, como las estrellas de las divisas de los oficiales españoles, y no de cinco como la estrella del imperio jerifiano). Acuñó su moneda (el riffan) y disponía de un gobierno, una cámara de ochenta representantes y un ejército regular. Mantuvo relaciones con partidos comunistas europeos (singularmente el francés de Doriot), pero a la vez con importantes grupos empresariales británicos y alemanes. Toda una constelación de agentes y espías se movía alrededor de la república rifeña: Walter Harris, corresponsal del Times en Tánger; Hacklander, agente de los alemanes Mannesmann; los británicos John Arnall, Gordon Canning y Percy Gardiner, del Servicio Especial del Almirantazgo, que tenía conexiones con los alemanes a través de Hacklander. Sus intenciones eran a veces humanitarias, y en ese sentido trabajó sobre todo el Rif Committee, impulsado por Canning, una especie de grupo de apoyo de la rebelión ante organismos internacionales, que hizo gestiones ante la Cruz Roja, en Ginebra, para que los combatientes rifeños tuvieran atención sanitaria (sin éxito: la Cruz Roja nunca reconoció a la República del Rif el estatuto de beligerante, y jamás le prestó la menor asistencia). Pero en general, los planes de todos estos aventureros estaban menos claros. Hacia la primavera de 1924 el yate de bandera británica Silver Crescent, con el capitán Gardiner a bordo, atracó en esta misma bahía. Después de las negociaciones que la comisión que viajaba a bordo sostuvo con el emir, el buque Sylvia, con base en Gibraltar, efectuó un desembarco de municiones. Según otras fuentes, el Sylvia, un navío de buen porte, hizo múltiples viajes a Alhucemas entre 1922 y 1924, transportando suministros diversos, combustible y armamento procedente de los sobrantes de la Primera Guerra Mundial. Se afirma que Abd el-Krim otorgó a los británicos concesiones mineras a cambio de 300.000 libras esterlinas. Esa suma debía ingresarse en la cuenta corriente del propio Abd el-Krim en un banco francés. El hierro del Rif, que entre 1914 y 1918 había servido para alimentar la Gran Guerra europea (España, neutral, exportaba por igual aquel hierro a ambos bandos, con pingües beneficios para el conde de Romanones y sus socios), alimentaba ahora una nueva contienda sobre suelo marroquí. Incluso cabe imaginar que los fusiles de segunda mano que recibía Abd el-Krim estuvieran fundidos a partir de hierro extraído en su día de las funestas minas del Uixán.
Muchos años después, en El Cairo, al ser consultado sobre sus tratos económicos con los británicos y los alemanes, Abd el-Krim no los desmintió rotundamente. Parece que los británicos intrigaban contra Francia, que los alemanes maniobraban en favor de sus importantes intereses comerciales y que Abd el-Krim se prestó con cierto candor al juego de unos y otros sin obtener grandes rendimientos. Las 300.000 libras nunca llegaron a ingresarse en su cuenta, y cuando Francia entró en guerra abierta con él los británicos se apartaron prudentemente. La política europea en África permitía pequeños enredos y travesuras, pero nunca colisiones frontales entre las grandes potencias coloniales. En un memorándum de diciembre de 1924, el inglés Chamberlain reconocía que había que dejar que Francia pacificara Marruecos y ayudase a España a sofocar la rebelión del Rif. El desarrollo de la aviación restaba importancia estratégica a Gibraltar: para los intereses de Su Graciosa Majestad, empezaba a resultar más peligrosa la existencia de ese miniestado rebel de en el norte de África que la consolidación de Francia al otro lado del Estrecho. El contrato de Gardiner con Abd el-Krim quedó roto. El líder rifeño comentaría amargamente que los ingleses se habían cambiado de chaqueta. Siempre los había recibido con afecto y honores en Axdir, incluso se daba con cierta frecuencia al placer (uno de los pocos que se le conocían) de fumar cigarrillos ingleses. Pero Abd el-Krim pagaba aquí su ingenuidad en asuntos internacionales. Creer que Gran Bretaña perjudicaría seriamente a Francia era una muestra de ignorancia de los vínculos que existían entre las dos potencias, algunos de ellos más que poderosos. Francia estaba endeudada hasta las cejas con Gran Bretaña por los gastos de la Primera Guerra Mundial, y aunque la deuda nunca llegaría a restituirse, no era precisamente interés de los británicos arruinar a Francia.
Sin embargo, entre 1924 y comienzos de 1925, Abd el-Krim se encontraba en lo más alto de su poder. Reinaba indiscutido sobre el Rif y el Yebala, había forzado una sangrienta retirada española de Xauen, un segundo desastre de dimensiones comparables al de Annual, y hasta los españoles se le acercaban con ofertas económicas para obtener concesiones mineras. Aparte de los barcos británicos, también fondeaba de vez en cuando en Alhucemas el Cosme y Jacinta, el yate del financiero vasco Horacio Echevarrieta, que según las malas lenguas hacía a la vez de mediador para el Gobierno español y para sus socios alemanes. Los apuros de España eran tan notorios que el barón Wrangel, jefe de un ejército de 100.000 rusos blancos de Crimea, huidos de los bolcheviques y a la sazón en busca de empleo, postuló el uso de sus soldados como fuerza expedicionaria en el Rif. Primo de Rivera no accedió, alegando que la Constitución prohibía el estacionamiento de tropas extranjeras en territorio español. Pero el refuerzo no habría venido nada mal. El cuartel general de Abd el-Krim en Alhucemas, entre estas mismas colinas, estaba poderosamente fortificado. La república rifeña tenía un ejército regular de 7.000 hombres y un número de irregulares de harka que podía alcanzar diez veces esa cifra. Este ejército, dividido en mejalas (divisiones), tabores (regimientos) y mías (compañías), estaba mandado por caídes (oficiales) experimentados, muchos de ellos antiguos regulares al servicio del ejército español, como el caíd Buhut. El jefe supremo del ejército era el hermano de Abd el-Krim, Mhamed, verdadero cerebro gris de las campañas. Aquel antiguo alumno de preparatorio en la Escuela de Ingenieros de Minas de Madrid se reveló en numerosas ocasiones como un estratega y un táctico muy superior a los generales españoles. También servían bajo la bandera rifeña algunos europeos, entre ellos desertores españoles y franceses y algún aventurero más que notable. Había un tal Otto Noja, especialista alemán en explosivos, un tal Walter Heintgent, médico noruego, y hasta un capitán serbio que instruía a los artilleros rifeños. Sus enseñanzas resultaron tan eficaces como llenas de audacia. La precisión de la artillería rifeña (desconcertante para el enemigo) se basaba en una técnica simplísima: acercar lo más posible las piezas al objetivo.
Pero el personaje más espectacular de todos aquellos europeos enrolados al servicio de la República del Rif era el alemán Joseph Klemms. Hijo de un rico marchante de vinos de Düsseldorf, su peripecia merece capítulo aparte. Abandonó la casa de su padre en pos de una cantante a la que siguió hasta París. Tras convertirse sucesivamente en traficante de alfombras en Oriente, espía de Alemania en Marruecos, calavera impenitente en la Riviera y Turquía y legionario en la Legión Francesa, desertó, abrazó el Islam y se casó con varias muchachas bereberes. Aprendió los dialectos rifeños y encabezó harkas contra Francia. Antes de atacar los puestos franceses, se infiltraba en ellos vestido con su viejo uniforme legionario, para descubrir sus puntos débiles. Con un alfiler clavaba papelitos en la frente de sus víctimas. Era su firma. En los papelitos escribía siempre las palabras "el Hadj alemán" (Hadj o mejor Haches el título del musulmán que ha peregrinado a La Meca). En 1923 se ofreció a Abd el-Krim, como instructor de artillería y cartógrafo. Sus mapas fueron de decisiva importancia en la victoria de Xauen, y durante la ofensiva contra Francia redactaba octavillas en alemán incitando a desertar a sus compatriotas alistados en la Legión Francesa, con éxito en más de una ocasión. El final de Klemms, tras la derrota de los rifeños, estuvo a la altura del resto de su historia. Denunciado ante los franceses por una muchacha despechada en Meknés, eludió la pena de muerte al precio de servir ocho años en un batallón disciplinario de la Legión.