Pero puedo imaginar más. Puedo verlos allí, en los tristes países del Norte, haciendo los trabajos que nadie quiere hacer, comprando de segunda mano los coches que otros desechan, sintiendo la desconfianza y la desaprobación de casi todos. Si es natural en cualquiera añorar la tierra, y en cualquier rifeño idolatrar la suya, estas gentes obligadas a vivir durante casi todo el año en lugares tan lejanos y distintos deben de sentir una desolación tan intensa como el júbilo que ahora se percibe en todos ellos. Aquí son los héroes, sienten el calor de los suyos y de la tierra y hasta se les envidia por sus coches usados. Aquí pisan fuerte y se sienten tranquilos y poderosos. Sobre todo tranquilos. Este aire es el que respiran a gusto sus pulmones, y este vocerío y esta anarquía transeúnte los impulsos que dan equilibrio a sus espíritus. Tan rotunda es su felicidad que resulta contagiosa, porque sólo por el roce con ellos uno participa de un estado de extraña exaltación. Hay que tener en cuenta que en Marruecos el roce es mucho. En la caseta de los libros todo el mundo choca con todo el mundo, nadie se aparta al paso de otro ni esquiva a aquéllos entre los que pasa. Casi llegan a restregarse, desconocedores de la aprensión europea frente al contacto físico con extraños.
Es una rara bendición poder beneficiarse subrepticiamente de esta euforia de los emigrantes retornados en la plaza de Alhucemas. Y quizá sea ilegítimo que nosotros disfrutemos de esta fiesta, en nuestra condición de europeos, pero nadie nos lo impide, ni se nos echa en cara nuestra intrusión. Caminamos entre la muchedumbre absorbiendo las luces, los sonidos, los olores, los ademanes, las miradas. En un determinado momento, nos damos de bruces con otros cuatro europeos. El gesto que llevan en la cara es a la vez de desconcierto y de fascinación, y sus ojos están tan abiertos que parece que vayan a saltárseles de las órbitas. Cabe suponer que nosotros ofrecemos parecido espectáculo. Y lo grandioso es que aquí no pasa nada excepcional, sólo son unos cientos de personas que vuelven a casa de vacaciones y que salen a pasear por la plaza. No alcanzamos a averiguar qué es lo que lo convierte en una sensación tan cautivadora. Pero nos dejamos cautivar, simplemente, y mientras nos dirigimos de vuelta al hotel comprendemos que nunca olvidaremos esta noche, en la que el azar ha querido que conozcamos el breve éxtasis de esta ciudad de desterrados.
En la recepción del hotel nos espera Hamdani, charlando calmosamente con el gerente. Al vernos recobra alguna rigidez, pero ha cambiado los zapatos por sandalias y el traje y la corbata por una camisa de manga corta de aspecto informal. Coge nuestros pasaportes de manos del gerente y nos los reparte. El otro, que ahora parece un poco más simpático, nos pregunta si hemos disfrutado de nuestro paseo. Respondemos que sí, y a eso sigue una breve conversación. Le preguntamos si es de aquí, a lo que asiente, y si recuerda la época española, a lo que también dice que sí. Por su edad, esto era todavía Villa Sanjurjo cuando él nació. Resulta difícil hacerle decir más. Cuando tratamos de saber si entiende español afirma primero con la cabeza y luego hace oscilar ante sí su mano extendida. Así así. No se atreve a decir una sola palabra. Apunta en francés que los viejos sí hablan.
La cena la tomamos en un restaurante al aire libre, en la plaza donde también está la estación de autobuses. No es un sitio muy ventajoso, porque nos viene el humo de los escapes y los alrededores están llenos de desperdicios. En cualquier caso, la higiene urbana corriente en Marruecos tiene poco que ver con la europea. La gente arroja con desparpajo la porquería al suelo, y en general no parece que nadie se ocupe de barrerla. Pedimos pollo asado, tortilla a las finas hierbas y cocacola. Comida caliente y bebida embotellada, como manda el manual del turista juicioso. No está mal.
Sobre el tapete de hule del restaurante, Hamdani nos cuenta algo de su vida. De 1975 a 1986 sirvió en el ejército en el antiguo Sáhara español, donde estuvo en una unidad de helicópteros. Le gusta el desierto, aunque dice que es duro vivir allí, y más sometido al régimen de vida militar. Su familia es de Marrakech y está casado, sólo una vez. Nadie tiene dinero para varias mujeres, salvo los ricos, asegura Hamdani, y tampoco le atrae la idea, aunque lo autorizara el Profeta. Desde que está casado, dice, no mira a las filles, porque eso es para la juventud. Tiene tres hijas. Ha recorrido todo Marruecos como conductor, y nos habla de alguna de las zonas que en su opinión merece la pena ver. Sobre uno de nuestros mapas va señalando con su índice oscuro diversos lugares, cuyos solos nombres, pronunciados por él, invitan a visitarlos: Uarzazat, Zagora, Todra, Ar-Rashidía. Elogia especialmente los oasis del Tafilalt: Erfud, Rissaní y Merzuga. Se le nota la querencia desértica, porque la línea que puede trazarse uniendo todos estos puntos se mantiene siempre próxima al borde del Sáhara. Algunos de estos sitios son oasis aislados a los que se llega tras un día de viaje por pista de tierra, pero nos asegura que hay hoteles con todas las comodidades. Los marroquíes sienten una fuerte atracción hacia el lujo material, y por extensión hacia los hoteles y casas que lo tienen, incluso aunque no sea mucho para el paladar europeo. Para Hamdani, la combinación de esas ventajas (aire acondicionado, antena parabólica, piscina, etc.) con el emplazamiento en mitad del desierto parece constituir el máximo placer concebible. Por si eso fuera poco, nos dice que las arenas del oasis de Merzuga hacen andar a los paralíticos, y que muchos europeos acuden a tomarlas y acaban quedándose allí y casándose con muchachas marroquíes.
La conversación sobre el desierto encuentra un apoyo entusiasta en Eduardo, que nos cuenta algunos de sus recuerdos de Mauritania: los estrambóticos controles militares, el viaje de cientos de kilómetros con la suspensión del todoterreno a punto de quebrarse, o el tuareg que les conducía y que cuando las cosas se ponían feas murmuraba estoicamente bismillah (que significa "en el nombre de Dios", pero también podía interpretarse en aquel contexto como "sea lo que Dios quiera"). Los ojos se le iluminan a mi amigo al hablar de los amaneceres y las noches del desierto, o al describir el aspecto de las calles de Nuakchott de madrugada, llenas de gente tumbada al raso para huir del calor.
De vuelta al hotel, entre el jaleo de alguna celebración nupcial que promete prolongarse hasta más allá de la medianoche, se mezcla en nuestra mente esta evocación del desierto lejano con todas las impresiones de nuestro pri mer día en el Rif. Poco después dejamos caer la cabeza sobre la almohada. Yo lo hago a oscuras, sin preocuparme de comprobar la blancura de la sábana, precaución que sí toma Eduardo para inferir, según nos contará al día siguiente, que la suya conserva el rastro de un durmiente anterior. Qué más da. Dormimos profundamente, sin sueños. Ya hemos soñado bastante durante el día.