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Lo que resulta indudable es que los emigrantes son hoy los auténticos héroes del lugar. A la entrada de Monte Arruit, como a la entrada de Nador y de todas las ciudades por las que atravesaremos, hay grandes pancartas en las que se da la bienvenida "aux residents marocaines á l’etranger", que en este mes de julio cruzan a miles el Estrecho. Las pancartas tienen el patrocinio de uno de los principales bancos del país, sin duda deseoso de hacerse cargo de las divisas que puedan traer los hijos pródigos, pero no cabe duda de que refleja un sentimiento popular. Durante un par de meses, las obras de las casas de los emigrantes darán de comer a los hombres que se quedaron aquí, y los propios emigrantes a sus familias y a los dueños de tiendas, bares y cafés. Por si esto fuera poco, los emigrantes surten a la comunidad de toda clase de artículos, desde radios hasta frigoríficos. Los compran en Europa y los transportan a lomos de sus coches durante un interminable viaje de miles de kilómetros, durmiendo siempre en el vehículo para proteger el tesoro que aguardan ansiosos sus parientes.

Desde Monte Arruit seguimos hacia Tistutin. Esta parte es bastante más llana, aunque a nuestra izquierda seguimos viendo el Uixán y a nuestra derecha, donde acaba la planicie del Garet (así se llama la zona), se pueden divisar elevaciones que alcanzan los mil metros. La carretera transcurre recta entre sembrados de cereal y algunos regadíos. Según nos cuenta Hamdani, todas las tierras pertenecen al rey, quien las cede gratuitamente a los agricultores para que las exploten. Me asombra conocer este detalle, porque significa que se ha puesto en práctica la idea propuesta por José Zulueta y Gomis en 1916. Zulueta fue un diputado español que tras visitar el Rif propuso una especie de desamortización de las tierras del Majzén (esto es, del Gobierno o del soberano), y si eso no era posible, una especie de enfiteusis remozada, en la que los agricultores sólo satisficieran al sultán una suma simbólica. Justificaba que el sultán, mero dueño nominal de estas tierras situadas en la parte del país que siempre había rechazado su autoridad, no debía tener unas pretensiones económicas elevadas sobre sus frutos. Y sostenía que el Rif no era la tierra prometida, pero sí aprovechable, y que España debía tratar de poner en marcha cuanto antes su economía siguiendo el ejemplo de las colonias británicas y francesas.

Zulueta aseguraba que la paz no sería una realidad hasta que los campos se cultivaran con perfección. En ello debía invertirse el dinero que fuera necesario. A quienes se oponían a ese gasto, respondía: "¿Hay dinero para la colonización? Lo hay para unas elecciones, lo hay para la lotería, lo hay para el juego, para los toros; lo puede haber para evitar, en Africa, el gasto que actualmente tenemos".Y añadía: "Sería añadir perdido a lo perdido y sumar torpeza a la torpeza sostener un ejército de ocupación con recursos sacados del tesoro nacional. Ni un hombre más ni una peseta más. Colonicemos a toda prisa". Por desgracia, ideas como la de este moderado diputado fueron lisa y llanamente desoídas. Y cuando se intentó aplicarlas en parte, a través de la Compañía Española de Colonización, ni se llegó a tiempo ni servían ya para evitar la guerra.

Un episodio poco conocido de los primeros pasos de España en Marruecos es el de los colonos españoles que se internaron en el Rif a comienzos de siglo, antes que los militares, con el fin de explotar las tierras fértiles. Los colonos pudieron comprarlas sin dificultades a los rifeños, quienes después defendían los derechos del comprador cristiano si algún representante del Majzén los ponía en duda. Hay constancia de un par de catalanes de Gerona, llamados Esgleas y Andreu, que alrededor de 1900 adquirieron tierras y llegaron a tener prósperas explotaciones con aparceros locales. Sin embargo, toda su labor se vino abajo cuando llegaron los soldados españoles. Entonces los moros se levantaron en armas y arrasaron sus campos. Zulueta, desazonado, escribiría que la única forma de matar el militarismo, que arruinaba empresas como aquéllas, era justamente convertir a los militares en labradores. Parecerá una utopía, pero eso hizo el general francés Lyautey en Magadascar, repartir a sus soldados a lo largo y ancho del país y encomendarles que enseñaran a los indígenas a labrar los campos. Y ni siquiera era un pionero, porque no hacía más que reproducir las técnicas de "penetración pacífica" propuestas para Indochina por el coronel Pennequin y desarrolladas después por Gallieni. Con ellas consiguió dominar una isla extensísima con unos pocos centenares de hombres y sin apenas luchar. España llegó a tener cientos de miles de soldados en Marruecos, y no hubo un palmo de terreno que ganara sin regarlo antes con profusión de sangre. Lyautey, que en esos mismos años era el Residente General en el Marruecos francés, trató de repetir lo que había ensayado en Madagascar, hasta donde lo permitía la levantisca idiosincrasia marroquí (es decir, alternando la persuasión pacífica con alguna contundente acción bélica), y consiguió que Francia, para empezar, sí sacara abundante provecho económico de su Protectorado. Lyautey, que ante todo era un colonialista convencido, distinguía entre el Marruecos útil y el Marruecos inútil, "de recursos mediocres e inexplotables, donde debemos prohibirnos dilapidar nuestro dinero y la sangre de nuestros hombres". Gracias a esa visión selectiva, se las arregló para que su país tuviera que enviar muchos menos soldados que España al norte de Africa. Incluso cuando los rifeños se lanzaron contra Francia y no pudo seguir manteniendo su colonización económica, tuvo la astucia de emplear sobre todo para la represión de la revuelta tropas argelinas y senegalesas.

No faltaron en el campo español ideólogos de la penetración pacífica. Además de Zulueta, lo fue el coronel Gabriel de Morales, tristemente muerto en Annual a las órdenes de Silvestre mientras le secundaba por mor de la disciplina en su misión descabellada. Morales, colonialista convencido, como Lyautey, abogaba por una extensión gradual y continua de la influencia española en el Rif, huyendo de la conquista militar, ineficaz y costosa en todos los aspectos. Para él se trataba ante todo de sacarle partido al territorio marroquí, pero haciendo que los indígenas sintieran claramente los beneficios que en justicia debían obtener. También defendió hasta la saciedad la idea de penetración pacífica, aludiendo expresamente al concepto, el hoy olvidado geógrafo e historiador Gonzalo de Reparaz, profundo conocedor de Marruecos y del pueblo rifeño. Según Reparaz los españoles debíamos "renegar de nuestro pasado de conquistadores, de propagandistas religiosos y de mercaderes coloniales militaristas y presupuestívoros". Lo que correspondía en el Rif, en cambio, era "actuar silenciosamente, empleando no la fuerza ni tampoco la masa ignata y mísera de nuestros emigrantes, sino unos cuantos médicos, veterinarios e ingenieros agrónomos, con exclusión total de empleados, misioneros y parásitos de los diferentes ministerios". Consciente del temperamento rifeño y del desprecio que los indígenas profesaban a los españoles, aceptaba que no se renunciara por completo a una acción militar de apoyo. Era necesario enseñar el máuser para ganarse el respeto de los rifeños, pero otra cosa era utilizarlo ciegamente. Para Reparaz, los esfuerzos debían ir en otra dirección. Su receta completa para ganar el Rif tenía tres piezas: un máuser, un duro (signo de superioridad económica) y una buena educación (signo de superioridad moral). "Si convencemos al indígena de nuestra superioridad económica y moral -escribió-, se entregará a nosotros sin resistencia, y no necesitaremos recurrir al máuser nunca. Y si recurrimos al máuser sólo, sin esas superioridades, de nada nos servirá. Nuestra intervención acabará en catástrofe". Su profético discurso le valió a Reparaz su destitución como comisario especial en la Legación de España en Marruecos, aparte de una oscura confabulación contra su persona, dicen que alentada por el propio Alfonso XII Y es que, por encima de todo, el rey y los generales deseaban la guerra.

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