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Leonor se irguió entre los brazos de su abuela y le pasó una mano por la mejilla. Su abuela le besó la mano y siguió:

– Así estuvimos esos días tu abuelo y yo, varados en nuestras culpas, deshojando la margarita, hasta que vino tu mamá una noche con la espada desenvainada y nos dijo: "Si ustedes no deciden ese legrado, voy a hacer un escándalo en el hospital y otro en esta casa". "Tiene razón", dijo tu abuelo. "Vamos a decidirlo". Lo decidimos esa noche, fingiendo dormir los dos, uno al lado de otro, sin hablamos.

– ¿Por qué no le preguntaron a Mariana? -murmuró Leonor.

– Le preguntamos muchas veces -respondió la Filisola. -Le preguntó tu mamá y le preguntamos nosotros. No una, sino varias veces. Pero no era posible obtener de ella una respuesta coherente. Ni siquiera la seguridad de que sabía de qué le estábamos hablando. Y además, era un asunto más complicado que su voluntad. Era un asunto de su salud, como decía tu mamá y, aún contra su voluntad, habría tenido que interrumpirse su embarazo ante los riesgos de continuarlo. Decidimos interrumpirlo, así lo acordamos. Pero Necoechea no estaba en México y hubo que esperar a que regresara. Tu mamá dijo: "Que la opere quien sea". Pero Necoechea era nuestro médico y esperamos. Entonces, una mañana, antes de que Necoechea regresara, Mariana se resbaló en la tina. La caída le provocó el aborto y una hemorragia que nadie pudo detener.

– Pero es que eso no puede ser -se rebeló Leonor. -No puede caerse otra vez en la tina y morir de que se resbaló.

– No murió de resbalarse en la tina -explicó la Filisola. -Murió de la debilidad en que estaba, que quizá se la hubiera llevado de cualquier modo. Su anorexia era una forma de su depresión, la misma que tuvieron su abuela, mi madre, y mi bisabuela. Ahora sabemos que la depresión es una enfermedad tan mortífera como el cáncer. Mata de anorexia, de tuberculosis o de suicidio. Pero entonces no sabíamos eso y todavía hoy no nos consuela. Apenas ahora que te lo estoy diciendo completo, me parece lógico. Nadie lo entendió en su momento, todos nos volteamos a buscar un culpable en otro lado o en nosotros mismos. Después del entierro, tu mamá vino y nos dijo "Ustedes la mataron, por dudar". Y no volvió a pisar nuestra casa. Un día me preguntaste por qué tu mamá dejó de venir a la casa, por qué hasta nos borró de su conversación. La razón es que creyó siempre que la muerte de Mariana había sido nuestra culpa, por dudar. Nunca supo hasta qué punto su acusación coincidía con la nuestra. Y nunca pude explicarle tampoco lo que te estoy explicando a ti. Es una explicación que no le he dado completa a nadie, ni siquiera a tu abuelo. Pienso que te la estoy dando a ti, porque se la debía a tu madre, que fue siempre la más fuerte y la más libre de mis hijas. Pero la vida no nos dio tiempo y se la llevó antes de que tu abuelo o yo estuviéramos listos para sentarla enfrente y contarle nuestras razones.

Leonor la apretó contra ella y su abuela le puso la cabeza indefensa en el pecho.

– Eso fue todo -le dijo. -Qué más quieres saber.

– Nada más -dijo Leonor, quitándole el cepillo de las manos heladas.

Empezaron a llorar suavemente, en la comunidad desmayada de su pena, y el llanto las fue limpiando como si diera paso al fluir de aquel río en cuyas aguas nadie puede bañarse por segunda vez.

XVIII

Desde que la entregó, Lucas Carrasco había llamado cada día a la casa de Leonor preguntando por ella. Le habían dado cada vez el soso parte médico de su convalecencia, pero Leonor no le había tomado el teléfono, la mitad de las veces por odio y la otra mitad por desdén. En esa estadística absoluta del rechazo, sin embargo, Leonor había sido capaz de esconder una tercera mitad que celebraba como novia de pueblo esas llamadas y una mitad cuarta en la que Lucas Carrasco seguía imperando sobre ella, resumiendo la confusión de sus fuegos.

Luego de la noche de palabras con su abuela, el retrato de Lucas se aclaró. Aparecieron en primer lugar los labios secos y diminutos que había amado, luego los pelos alternativamente hirsutos y disciplinados que se disputaban la condición de su cabeza. Y aquel ritmo perfecto de sus frases, aquella contundencia de su alma vertida en una discreta resolución de la sintaxis. Había llegado a suponer obligatorio para su felicidad el torso largo de Lucas, el torso que imaginó primero y quiso acariciar después, cuando lo vio con su camisa azul ceñida sin holganza del pecho a la cintura; el torso que había soñado, que le habían heredado las miradas de tantas mujeres, próximas y tan distantes de Mariana.

Había soñado ese torso. El sueño había incluido el rostro grande y sin embargo fino de Lucas Carrasco, aquel rostro atento y en asombro perpetuo, con la frente y los ojos abiertos, y la nariz erguida capaz de asumir el olor ácido del mundo. De su última noche juntos, no podía disculpar el recuerdo hiriente de Lucas confesándole todo lo que amaba a Mariana, la única mujer de la que había sido capaz a fondo, quizás porque la había perdido antes de ejercerla hasta al final.

No quería ver a Lucas y sin embargo se moría por verlo. Tenía algo nuevo que decirle, algo que podía herirlo tanto como él la había herido y que al mismo tiempo no podía ocultarle porque sólo podía compartirlo con él y sólo para decírselo a él había sido descubierto. Sabía que el secreto de la muerte de Mariana tocaría el núcleo duro de las defensas de Lucas, el corazón de su fortaleza, y decidió buscarlo para tentar sus límites, para probar la fibra de su verdadera resistencia.

No tuvo que buscarlo mucho, bastó marcar el número de su oficina. Pero como tenía un sentido del teatro y de su propia historia como una puesta en escena, no pidió que la comunicaran con él, sino que nada más le dijo a su secretaria que estaba reportándose por fin a las llamadas de Lucas para dejarle• un mensaje: deseaba ser invitada a cenar un día cualquiera, en un restorán preciso. Por conducto de la misma secretaria, Lucas dispuso fecha, hora y lugar exactos del encuentro. Guiada por la prisa y los nervios, Leonor llegó a la cita muy temprano. Decidió no entrar al restorán sino quedarse observando desde afuera que Lucas llegara, para hacerlo esperar unos minutos. Fue la primera vez que lo vio caminar de cuerpo entero. Como se había rendido antes a otros rasgos de Lucas, Leonor se rindió esa tarde al tranco esbelto de su paso, a la seguridad conque brazos y piernas se extendían sobre la acera como si flotaran, cómoda e impremeditadamente.

– Caminas como un dios -le dijo, antes de cualquier cortesía, cuando lo encontró en la mesa del restorán, luego de la sonrisa que los unió cuando se vieron en el pasillo.

– Y tú estás viva y echas luz al mirar -dijo Lucas, ofreciéndole una silla galante.

No venía disfrazada. Traía el pelo recogido tras sus orejas de gnomo, ligeramente abiertas y risueñas sobre la delicada materia de sus sienes.

Lucas pidió la botella usual de vino, pero cuando el mesero quiso servirle, Leonor rehusó.

– A mí tampoco -dijo Lucas.

– No quiero tomar -advirtió Leonor cuando se fue el mesero -porque tú entregas a las niñas borrachas en su casa.

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