Hasta ese reino alado se deslizaba casi todas las noches Leonor a compartir la locura infantil de su tía, trayéndole a veces deliciosos contrabandos de dulces -postres y chocolates que la abuela Filisola prohibía para contener el avance de la obesidad en el cuerpo sin riendas de Natalia- o el más codiciado sorbo de coñac, ordeñado con tacto a la botella de la que cada noche se escanciaba Ramón Gonzalbo. A comer dulces prohibidos y a sorber el furtivo coñac, pero sobre todo a compartir la infancia detenida, se reunían con frecuencia en esa habitación Leonor y Natalia. Y soltaban sus propios pájaros en un arroyo de conversaciones sin edad ni preceptiva.
– ¿Qué quieres decir con que Mariana no comía donde había? -quiso saber Leonor. -¿Quieres decir que no se dejaba querer?
– Si me la hubieran dejado a mí, yo le hubiera enseñado -dijo Natalia. -Yo le enseñé al perico de Oaxaca a decir su nombre. A Mariana, la hubiera metido en una jaula grande. Pero de alambre, para que no pudiera sacar la mano por los barrotes y arañarme cuando pasara. Y le hubiera dicho: "Las buenas niñas comen donde hay, y las Gonzalbo dan las gracias cuando acaban de comer." Sus buenos palmetazos le hubiera dado en las nalgas, que bien redondas y duras las tenía. No como tu abuela, que ya se le cuelgan en la regadera.
– ¿Viste a la abuela en la regadera? -preguntó Leonor.
– Después de que estuvo con el abuelo, bien que la vi -delató Natalia, señalando hacia la puerta de la habitación con un índice admonitorio.
– ¿Después que estuvo dónde? -preguntó, divertida, Leonor.
– Después que estuvo jugueteando con el abuelo, la vi -dijo Natalia, como si impartiera un regaño. -En pelotas los dos y jugando a que luchaban, como si el abuelo no le ganara. La dejó ganar. Y luego se fue a la regadera y ahí la vi, que ya se le cuelgan las pompas, no como a Mariana ni como a tu mamá, que tenía las pompas más grandes que todas. Tú sacaste nada más la mitad y mira qué pompas tienes. Imagínate las de tu mamá.
– Cuéntame de Mariana -pidió Leonor.
– Si hubiera sido pájaro hubiera sido paloma, como esas palomas torcazas que tengo en la jaula verde -dijo Natalia. -Ah qué cabronas esas palomas. Si les dejas su hijo recién nacido, el palomo se le va a picotazos hasta que lo mata. No quieren competencia los cabrones, ni de sus hijos. Y las palomas, les corren todos cuando las ven venir. No sé de dónde sacan esa idea de la paloma de la paz. La paloma de la guerra será. Sólo enjauladas están en paz. Y así digo yo que le hubiera pasado a Mariana, que me la hubieran dejado en una jaula y verás que yo la hubiera educado como a esas palomas que ahora comen hasta de mi mano.
– ¿Pero a quién le hacía la guerra mi tía Mariana? -dijo Leonor. ¿Con quién se peleaba?
– Conmigo no, así que yo no sé -dijo Natalia. -Yo lo que recuerdo es que tenía unas nalgas duras y redondas, aunque no tan grandes ni tan redondas como las de tu mamá.
– No sabes nada, tía -le dijo Leonor. -Ora sí que no sabes ni dónde tienes las nalgas.
– Yo las tengo en su lugar todavía. No como tu abuela que el otro día la vi que se le cuelgan en la regadera.
– Ya me dijiste eso -recordó Leonor.
– Pero es que la vi -justificó Natalia.
– Pero ya me lo dijiste.
– Pero la vi.
– No estoy diciendo que no la viste.
– Pues si me lo dijeras serías una tonta, porque sí la vi. Se fue a bañar después de que estuvo jugando con el abuelo. Los
dos en pelotas.
– Ya me lo dijiste, tía.
– Te lo repito porque los vi.
– Voy a traerte unos chocolates de abajo -se rindió Leonor.
– Pero que no tengan relleno -demandó Natalia. -Odio el relleno. Escarban el chocolate y le meten relleno. ¿Por qué dicen después que son chocolates? Debían decir: es relleno con una capita de chocolate escarbado.
– Estás completamente loca, tía.
– Vaya noticia -dijo Natalia. -Hasta crees que se puede otra cosa en la familia.
– ¿Se puede? -dijo Leonor torciendo las piernas, bizqueando los ojos, colgando la boca, encogiendo los brazos poliomielíticos, adelantando la voz de lela: -¿tetendremos sasalvación?
Oyó la risa incontinente de Natalia celebrando el eterno gag que le brindaba como un salvoconducto para salir un tiempo de la cinta de Moebius en la que vivía detenida, sin tregua ni tiempo, amorosa y circular, su tía Natalia. Leonor bajó adonde había dicho, trajo los chocolates que esperaba Natalia, y los comieron sin hacer caso del relleno, hasta llenarse de su compañía.
VI
Alina Fontaine apareció en el horizonte tal como era, suave y discreta, oportunamente.
– Es una amiga de la escuela de Mariana -le explicó Cordelia a Leonor, por el teléfono. -Apareció de pronto, luego de diez años. Está igualita la pobre. Para mal, porque nunca fue lo que se dice un regalo. Pero fue muy amiga de Mariana antes de que entrara a la universidad. Le dije que irías a verla y te va a esperar el jueves. ¿Puedes ir el jueves?
Leonor apuntó una dirección en las afueras de la ciudad, sobre el pueblo de Cuajimalpa, y llamó a Rafael Liévano:
– Necesito que me lleves a un lugar el jueves.
– ¿Quiere decir que me amas? -dijo Rafael Liévano.
– No -respondió Leonor.
– ¿No quiere decir que estás muerta de amor por mí?
– No -dijo Leonor.
– ¿Entonces por mí y por mi pito? -preguntó Rafael Liévano.
– Tampoco -respondió Leonor.
– ¿Por mi pito solo? -preguntó Rafael Liévano.
– Por eso menos que por nada -dijo Leonor.
– Si no estás muerta por mí ni por mi pito, ni por mi pito y por mí, entonces ¿qué quiere decir tu llamada?-quiso saber Rafael Liévano.
– Quiere decir que necesito un chofer, idiota.
– Eso no quiere decir -recusó Rafael Liévano.
– ¿Entonces qué quiere decir? -preguntó Leonor.
– Quiere decir que eres mía, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano. -Y que el jueves te voy a besuquear como Dios manda.
– Si me dejo -advirtió Leonor. ¿Puedes llevarme o no?
– Se me está parando de sólo pensar que puedo -dijo Rafael Liévano.
– ¿Que puedes qué, baboso? -lo retó Leonor.
– Que puedo ser tu chofer el jueves, Gonzalbo. Es todo lo que necesito. Subirte a un coche, sentarte en mis piernas, quitarte los zapatos, chupar tus calcetas.