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No acabó de leer. Doblado sobre sí mismo, con un dolor que le impedía enderezarse, entró al hospital de emergencia para una operación de vesícula y el largo tratamiento de una gastritis cuyos zarpazos había diferido por años.

Supersticioso o práctico, nunca volvió a leer un periódico en ayunas ni a empezar el día con esa colección de adversidades en su ánimo, de por sí lento y sombrío por las mañanas. Se le iba componiendo después del desayuno hasta encontrar en las horas hábiles del día la mezcla de aplomo y entusiasmo que era su marca de fábrica, y que lo llevaba a comer frugal pero gustosamente antes de las dos, para regresar a las cuatro a su escritorio y desahogar las horas más fértiles de su trabajo, las horas de la planeación del día siguiente y la invención de nuevos negocios.

Todos los días al llegar a casa, Ramón Gonzalbo iba a su vestidor por un suéter de cashmere y unas pantuflas de cuero, daba un beso en la mejilla a su mujer y cambiaba con ella un par de preguntas respondidas con monosílabos, antes de empezar el rito nocturno del té. Al servirlo, la abuela Filisola hablaba de sus incidentes del día y Ramón Gonzalbo la escuchaba asintiendo, sin levantar la mirada de los diarios, al cabo de lo cual cada uno sorbía su té y mordía las tostadas que su apetito exigiera. A ese ritual seguía el mejor momento de la jornada para Ramón Gonzalbo, al menos hasta donde Leonor podía deducir por las señas externas del abuelo. Y era que se recluía en el estudio de maderas oscuras y sillones negros de la planta baja a fumar habanos y a beber una copa morena y barrigona de coñac.

Hasta ese estudio se deslizaban con alguna frecuencia Leonor y Natalia, habitante invisible pero esencial de la casa, para tratar de arrancarle al viejo algo más que una nueva cadena de monosílabos, sabedoras de que el buen efecto de la bebida o la favorable conjunción de la luna, podían poner en su boca alguna historia del México de su juventud, aquel país de personajes extravagantes que rondaba la cabeza de Ramón Gonzalbo como un paraíso flotante del que caían a la memoria anécdotas prodigiosas que él contaba en forma escueta, como si las recitara, con una sobriedad impersonal que transmitía a la perfección, sin aludirla, la nostalgia del narrador por aquella vida que se le había ido de las manos y sólo quedaba en los jirones, pulidos hasta la sobriedad, de sus recuerdos.

Esta vez Leonor no fue a buscar a Natalia a su cuarto de pájaros locos y tiempo detenido, sino que bajó sola siguiendo la huella de su abuelo hasta el estudio, y se apoltronó frente a él, simulando leer una sección pequeña del periódico. Era tan artificial la pose y tan obviamente adoptada para interrumpir el pacífico reposo de su abuelo que Ramón Gonzalbo le dijo:

– Cosas de negocios, hasta que termine el coñac.

– De acuerdo -respondió Leonor, y esperó pacientemente.

Cuando dio el último sorbo, Ramón Gonzalbo se quitó los lentes y puso en Leonor sus ojos color aceituna, rodeados en su brillo juvenil por todas las arrugas y desvelos de sus años, atento a lo que su nieta tuviera que decirle.

– Quiero que me cuenten de mi tía Mariana dijo Leonor, sin arriesgar un preámbulo que sabía innecesario y hasta contraproducente con su abuelo.

– ¿Qué quieres saber? -concedió Ramón Gonzalbo, echando a un lado el periódico que tenía sobre las piernas y yendo al pequeño bar por un vaso de agua.

– La verdad -dijo Leonor.

– La verdad es una señora muy difícil de encontrar -ironizó Ramón Gonzalbo, dándole la espalda todavía, desde el bar.

Bebió el agua del vaso a grandes sorbos y vino nuevamente al sillón. Era alto y todavía esbelto, en el inicio de su vejez.

No se habían vencido sus hombros anchos, ni se había abultado su vientre, ni la extensión de sus brazos había perdido el aire fuerte y flexible de sus huesos grandes, bien cubiertos por músculos largos.

– La verdad -dijo, fatigado de pronto por la obligación de la pregunta- es que puedo decirte muy poco de tu tía Mariana.

Yo, menos que ninguno. Vivimos años bajo la misma casa, pero nunca supe ver sus cosas. Ella las ocultó y yo no tuve tiempo o no supe darme tiempo para averiguarlas. Ya me ves ahora: voy del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Es lo que he hecho siempre. La diferencia es que antes pensaba que lo más importante en la vida era ganar dinero, asegurar el futuro. Ahora entiendo que fue lo más inútil. Cuando reviso me doy cuenta de que lo difícil del dinero es hacer el primer montón. Luego, con no hacer tonterías basta. El dinero crece solo y entre más dinero tienes menos trabajo necesitas para que se reproduzca. Así que yo hubiera podido dejar de trabajar hace tiempo y tendría posiblemente el mismo dinero que ahora.

– Pero te estaba preguntando por Mariana, abuelo -se quejó Leonor.

– Y te estoy contestando del trabajo y del dinero, que es lo único que sé de Mariana dijo Ramón Gonzalbo. -Porque eso fue lo que me apartó de Mariana. Pero puedo decirte esto: si quieres saber de Mariana, habla con tu tía Cordelia. Lo que no sepa tu tía Cordelia, no lo sabrá nadie. Ellas crecieron juntas, fueron muy cómplices toda la niñez y el resto de sus vidas. Yo no puedo decir que conocí a Mariana. Estaba muy ocupado haciendo dinero para asegurarle su futuro. Y ya ves, el futuro no llegó.

– Pero cuéntame algo de ella -dijo Leonor. -¿Cómo era? ¿Qué le gustaba?

– Otro día -dijo Ramón Gonzalbo, poniéndose de pie.

¿De qué murió? -saltó Leonor, todavía con el vuelo de sus preguntas anteriores.

– Time is over-dijo el abuelo con su expresión favorita para decir "No se hable más". Y se fue por la puerta hacia la escalera, rumbo a su cuarto, sin decir otra palabra.

III

Para celebrar el Día de Muertos, el 2 de noviembre, Rafael Liévano la invitó a una fiesta en su casa. Le dijo que vendrían unas primas con sus novios y algunas compañeras de la escuela con los suyos y que, aprovechando la ausencia de sus padres, pondrían un equipo de música con luces en la piscina cubierta, tomarían unos tragos, fumarían lo que se encontraran y no habrían de olvidarse en mucho tiempo del Día de Muertos porque estarían como tales o empezarían a ponerse así a partir de las ocho de la noche.

Leonor llegó a las siete con la intención de estar un rato a solas con Rafael Liévano, antes de que vinieran los otros.

Quería verlo y sentirlo, medir si lo que había en ella cada vez que Rafael Liévano pasaba a su lado, soplando un beso sobre su nuca o acariciando tímida pero claramente la ronda inferior de sus nalgas, podía ir hasta donde ella pensaba o era sólo una curiosidad, un escozor por el hecho de que el jugueteo de Rafael Liévano no hubiera ido todavía más allá.

Su asedio amoroso, si eso era, y la respuesta pronta de Leonor, sí en verdad tenía esa prisa, se daban al paso, en el corredor de la escuela, al amparo del grupo de amigos que facilitaba tanto como impedía sus encuentros, porque estaban todo el tiempo juntos pero nunca solos. Quería sentir a Rafael Liévano, mirarlo sin prisas ni poses y confirmar su olor, el olor que había aspirado, penetrante y ácido, en las escaramuzas de su cercanía junto a los demás. Quería saber si Liévano podía ser para ella todo lo que su cuerpo anticipaba o era sólo una excrescencia del tedio escolar, del bullicio que los acercaba sin reunirlos y los excitaba sin tocar sus deseos.

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