Inmóvil y deslumbrada, como en un duelo al que debía responder y no sabía siquiera hacia qué rumbo, se mantuvo ahí, detenida en el aluvión de luz, disponible a la inspección de Carmen Ramos. Lo siguiente fue que se supo abrazada, atraída sin resistencia hacia la silueta de Carmen Ramos, y su olor de un perfume dulzón con una hebra de tabaco y otra, más discreta, de sudor, trabajo, y amores recientes. La tuvo unos momentos en ese abrazo, a la vez sorpresivo y familiar. Sintió los pechos grandes y duros de Carmen Ramos junto a los suyos, pequeños pero redondos y firmes, y la abrazó también para sentir su cintura y su espalda embarnecidas, pero aún esbeltas y flexibles.
Finalmente, Carmen Ramos la hizo pasar, esforzándose en decir las cordialidades de costumbre. En su voz inaudible, Leonor descubrió que la ahogaban la emoción y el llanto. Con un brazo sobre la espalda de Leonor y una mano limpiándose el estrago de las lágrimas sobre el rimel, Carmen Ramos la hizo caminar por el pasillo de su departamento hasta la sala, donde volvió a mirarla de frente, sorbió unos mocos, estalló una sonrisa y le dijo, moviendo el rostro incrédulo de lado a lado, mostrándole sus enormes ojos cafés, irritados y felices:
– No lo puedo creer. De verdad eres Mariana Gonzalbo.
Carmen Ramos vivía sola, rodeada de plantas y lámparas de cristal biselado. Había en su casa un aire de sobriedad deportiva, amor por los detalles y elegancia natural; su casa era como una extensión de su cuerpo y de su atuendo, de la facilidad de sus movimientos y la sencillez calculada de las prendas que cubrían sus brazos largos, sus delgadas piernas, los huesos finos y rectos del pecho, la fuerza del cuello delgado que soportaba sin esfuerzo la mata de pelo negro con estrías blancas que la coronaban. Viéndola, Leonor supo que había llegado por fin a la verdadera amiga de su tía Mariana, a su confidente y su compañera, su no competidora, su igual.
X
– En ese tiempo tu tía Mariana vivía un piso arriba de mí -le dijo Carmen Ramos. -Lucas iba y venía. Fue y vino por un tiempo. Los tiempos más felices de Mariana, diría yo. Nos topábamos a cada rato. Yo subía o ellos bajaban, y cenábamos o desayunábamos juntos. Había una excitación constante entre ellos. La excitación que da la felicidad, supongo, que se parece mucho a la de los que toman cuando empiezan a estar borrachos. Todo fluye, son elocuentes y divertidos, se desinhiben, el mundo sonríe a través de ellos o ellos sienten al menos que el mundo les sonríe. Pues algo así. Y las ganas de mostrarse ante los demás, de mostrarles su dicha, ¿me entiendes? Yo recuerdo a Lucas usando una sábana como bata y a Mariana recién bañada, con una toalla como turbante en la cabeza y otra anudada sobre el pecho, recibiéndome a desayunar un sábado a las diez de la mañana. Me recibieron en la cama, con el desayuno servido en la cama, y ellos dos a medio vestir, luego de llamarme varias veces insistiendo en que subiera. Para qué, me pregunté entonces: si están tan a gusto con su intimidad, ¿para qué necesitan terceros? Pues para eso, para mostrar su felicidad, para darle testigos y hacerla durar, supongo. Tenían razón. Ya ves: su felicidad se acabó hace tiempo, pero yo te la estoy contando ahora, de modo que todavía existe. Y va a existir mientras yo la recuerde, ¿sí me entiendes?
– Creo que sí dijo Leonor. -Pero si eran tan felices, ¿por qué terminaron?
– ¡Ah!, eso sí fue por la loca de tu tía -respondió Carmen Ramos, como si alegara. Mejor dicho: como si su respuesta fuera parte de un viejo alegato de cuyos lugares comunes estaba cansada. -Y eso sí no me lo cuenta nadie, porque yo lo vi. Yo fui la que le dije a Mariana que era un error y a mí fue a la que me mandó a freír espárragos. No me lo cuenta nadie.
– ¿Qué hizo? -preguntó Leonor.
– Lo cambió en una fiesta dijo Carmen Ramos.
– ¿A quién cambió?
– A Lucas. Lo cambió en una fiesta, se le fue con otro en sus narices. Hay gente enojada con Lucas, que le echa a él la culpa de todo lo que pasó. Pero a mí me consta que Mariana tuvo su parte, y yo la vi ese día de la fiesta hacer su gracia.
– ¿De qué gente hablas? -preguntó Leonor.
– Gente, gente -murmuró Carmen Ramos.
– ¿Como qué gente? -insistió Leonor.
– Como tu tía Cordelia -cedió Carmen Ramos. – Pero no vale la pena hablar de eso.
– Vale la pena -dijo Leonor. – Yo me peleé con mi tía Cordelia por eso mismo.
– Pues conmigo se peleó hace años. Llegué a quererla mucho, y no creas que no la extraño. Pero ella cree que Mariana fue una santa y que todo le pasó o se lo hicieron. Tú estás muy chiquita todavía para saber ciertas cosas, pero lo que sí te digo es que no fue como dice Cordelia. Mariana era una buena cabrona y, al final, no sé a quién le fue peor, si a ella o a Lucas. Y no sé quién quiso más a quién, porque ésa es la otra cosa que te voy a decir y que hizo explotar a Cordelia de coraje cuando se lo dije: Lucas Carrasco estaba muerto de amor por Mariana. Lo último que hubiera querido es hacerle daño.
– ¿Qué pasó en esa fiesta? -preguntó Leonor.
– Te lo cuento -accedió Carmen Ramos. -Pero lo primero que hay que entender es esto, mira: a tu tía Mariana y a mí nos faltaron muchas cosas en la vida, pero nunca galanes que nos persiguieran en las fiestas, ¿sí me entiendes? Y había fiestas a cada rato, largas comidas que terminaban en largas bailadas de todo mundo con todo mundo. Al final, nacían y morían parejas como nacen y mueren conejos. Pero si andabas con alguien, y si ese alguien te gustaba y estabas feliz con él, como tu tía Mariana con Lucas Carrasco, entonces, dime, ¿por qué razón en una de esas fiestas, pasas de bailar con Lucas Carrasco a darte de besos en una esquina con un guapísimo baboso que acabas de conocer? ¿Por qué?
– Por guapísimo -sonrió Leonor.
– No, mi amor: por loca -dijo Carmen Ramos. -Por ociosa, por andar buscándole mangas a los chalecos. Yo la vi y me la fui a buscar al rincón donde estaba con su guapísimo y me la llevé al baño y le dije: "Tú estás loca. Eso no se le hace a un galán, mucho menos al galán que te encanta." "También me encanta el otro", me dijo. "Y Lucas es el mayor defensor de que cada quien haga lo que quiera." Estaba medio borrachita, pero nada que ameritara la barbaridad que estaba haciendo. Le dije: "No, no, no. Esas teorías sólo sirven cuando el otro no te importa. Si estás metida hasta el cuello con otro, como estás con Lucas y él contigo, no se puede hacer lo que quieras. Mucho menos enfrente del otro." "Tú no conoces a Lucas", me dijo Mariana. "Lucas es el rey de la pluralidad." "Te conozco a ti", le dije. "Y lo que estás haciendo es una pose". "¿Pero ya viste a ese galán?", me dijo Mariana. "Está de concurso, Ramos." "Tu galán es tercer mundo comparado con Lucas", le dije. "¡Ah!", me dijo. "Ya entendí qué te traes: te gusta Lucas." "Lucas no sólo me gusta, me encanta', le dije. "Pero me encanta contigo, idiota, y tú con él. No hagas estupideces." "Tú ya estás como mi hermana mayor", dijo Mariana. "Estoy como tu amiga, Gonzalbo", le dije. "Estás regando la mermelada." "Pues me gusta esa mermelada", me dijo. "Y la voy a seguir probando." Eso hizo. Salimos del baño y se fue otra vez con su mono de revista de modas, a reírse y abrazarse y dejarse arrimar a lo oscuro. Me fui en busca de Lucas para distraerlo, pero apenas me vio me preguntó por Mariana. Le dije que no la había visto y me dijo: "Las vi pasar juntas al baño. ¿Qué le estás alcahueteando?" Era como si supiera, como si ya la hubiera visto. "Se quedó por ahí con unas gentes", le dije con la vaguedad adecuada. "¿Unas o una?", me preguntó Lucas Carrasco. "Unas", le dije yo. "Eres buena amiga", me dijo