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– Es injusto -reaccionó Leonor.

– Es como va a ser -sentenció Ramón Gonzalbo.

Así empezó el mes más pobre y humillante de su vida pero también, extrañamente, el más indoloro y apacible. Se ciñó a la prescripción de su abuelo rígidamente, y no salió de la casa salvo para ir a la escuela, ni recibió visitas, ni contestó el teléfono, ni habló una palabra, aparte de los monosílabos indispensables, con nadie que no fuera Natalia. Lo hizo al principio para subrayar la arbitrariedad de su enclaustramiento, el rigor banal de su abuelo y su propia aceptación burlona de un régimen tan tiránico en sus sentencias como inocuo en sus penas. Pero a los pocos días, la regularidad ascética del castigo dejó de ser un agravio y empezó a ser una comodidad, un orden, una suspensión bienvenida del llamado exigente del mundo. Descubrió que le gustaba su encierro, que sus demonios se recogían también en sus cuevas claustrales y que todo lo sublevado en ella tomaba su lugar.

La mañana siguiente al día treinta de encierro, su abuelo la esperó nuevamente en el desayunador frente a su plato de fruta y le dijo:

– Ayer se cumplió el plazo de nuestro acuerdo en relación con tus salidas.

– Sí -aceptó Leonor.

– Lo importante no es el plazo, ni que lo hayas cumplido. Lo importante es que hayas entendido. -Sí -dijo Leonor.

– Espero que hayas entendido -advirtió el abuelo.

– Entendí -dijo Leonor.

– Me alegro -dijo Ramón Gonzalbo. -Quiero salir el sábado por la tarde -consultó Leonor.

– El plazo terminó. Puedes hacer lo que quieras -dijo Ramón Gonzalbo.

– gracias -dijo Leonor.

Pero el sábado hizo pasar a Rafael Liévano a la casa y lo llevó frente a su abuelo que leía y dormitaba bajo el parasol del jardín, ya envuelto en la caída de la tarde.

– Dile qué vamos a hacer -le pidió Leonor a Rafael Liévano_ cuando estuvieron frente a Ramón Gonzalbo.

– Vamos a ir al cine y luego a la disco, señor. Se la regreso a las doce.

– El régimen de autorizaciones está suspendido -dijo Ramón Gonzalbo sin mirarlos, concentrado en su lectura bajo una cachucha. -No hace falta el permiso.

– Por si las dudas -dijo Leonor.

– No hay, ningunas dudas -dijo Ramón Gonzalbo.

Camino al hotel, Leonor prendió un cigarrillo de marihuana, y otro cuando la mucama cerró -el portón de la cochera para dejarlos solos en la habitación. Se dejó hacer por Rafael Liévano, libre en las ondas lentas de la hierba, loca después, infatigable, cobrando palmo a palmo su soledad y su encierro. Volvieron a saber de sí ya noche adentro, y fumaron de nuevo antes de salir. Cuando llegaron, la disco terminaba su tanda vespertina y estaba rala, aguardando el aluvión de la jornada nocturna. Bebieron y bailaron como si hubieran bebido todo el día, cercados por la música y por la euforia de haberse reencontrado.

Quiero volver al hotel dijo Leonor cuando salieron, a las once.

Volvieron al hotel. Hicieron el amor y pidieron otro trago. Mientras llegaba, Rafael Liévano sacó una bachicha que le quedaba.

– Ni creas que me gustas -le dijo Leonor. -Lo hago porque no hay otro a la mano.

– Y yo porque ya me cansé de mi mano -dijo Rafael Liévano.

Se echaron a reír como dos idiotas, hasta que se les salieron los mocos y tuvieron que limpiarse con las sábanas.

Salieron casi a la una, encendidos y exhaustos.

– Quiero manejar -pidió Leonor.

– Pues maneja, Gonzalbo -accedió Rafael Liévano.

– Quiero manejar rápido. Y por tu culpa. -dijo Leonor. -Tú dijiste que me regresabas a las doce y qué horas son.

– La una y dieciséis, Gonzalbo.

– ¿Quién le dijo a mi abuelo que me iba a llevar a las doce?

– Yo -dijo Rafael Liévano.

– ¿De quién es la culpa entonces?

– Mía. Soy una mierda -aceptó Rafael Liévano.

– Entonces tengo que manejar yo, porque tú no eres confiable. Y además estás cansado de tus manos.

– De la derecha en particular -dijo Rafael Liévano. -Aunque también de la izquierda.

– Dame las llaves, entonces. Y nos vamos rapidísimo a explicarle todo al abuelo.

Le dio las llaves, salieron a la carretera y vinieron cantando hasta la última curva antes de entrar a la ciudad. Al terminar la curva había un letrero fosforescente que anunciaba reparaciones. Leonor perdió el control. Lo siguiente fue el coche metido como cuña en los taludes de una cuneta. Cuando los recogió la unidad de rescate media hora después, Rafael Liévano seguía inconsciente; tenía una herida de cuatro centímetros y una fisura craneana en el parietal derecho. El horror de la sangre y el dolor de una clavícula rota le impedían respirar a Leonor.

XIV

Lloró toda la noche en la cama solitaria del hospital, clavada por el dolor que subía de su hombro y por la sospecha de que Rafael Liévano había muerto y el cuerpo que alcanzó a ver en un pasaje del cuarto de terapia intensiva cuando exigió que se lo mostraran, era él pero no estaba vivo, sino puesto para engañarla esa noche y aplazar la notificación de la desgracia que le había anticipado su abuela Filisola, la desgracia que avanzaba hacia ella desde el fondo de la historia en que estaba atrapada, bajo el rencor helado de la luna y la antigua maldición de las estrellas.

Creyó y padeció eso hasta el amanecer, en que sonó el teléfono y entre brumas oyó la voz de ultratumba de Rafael Liévano diciendo con su inconfundible acento terrenal:

¿Qué andábamos haciendo en la carretera, Gonzalbo? No me acuerdo de nada. ¿Qué andábamos haciendo ahí?

– Fugándonos, idiota -dijo Leonor.

– Dice la enfermera que nos pusimos un santo madrazo. ¿Qué pasó?

– Te quisiste propasar conmigo -reclamó Leonor.

– En serio, Gonzalbo. Me duele la cabeza y no recuerdo nada. Lo último que recuerdo es que salimos de la disco.

– Yo te voy a recordar -dijo Leonor.

¿Cuándo? -dijo Rafael Liévano.

– Cuando pueda abrazarte sin que me duela -dijo Leonor, y sintió correr por sus mejillas dos lagrimones frescos, del tamaño de su alivio y de su gratitud.

Al colgar descubrió que en el sillón vecino dormía o fingía dormir su abuela Filisola. Salieron al mediodía del hospital rumbo a la casa y la escena temida de los reclamos, pero en la casa no hubo sino almohadas para su clavícula y mimos para su convalecencia, incluyendo la mano dura y tierna del abuelo Gonzalbo en su mejilla asegurándole que los huesos a su edad soldaban bien y en adelante podría decir que era una mujer con callo.

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