Poco antes de la cena llegó Cordelia. No la había visto en meses, desde su último altercado telefónico a propósito de su ocultación de Carmen Ramos y la novela de Carrasco. Pero Cordelia había tenido siempre el don de hacerle sentir que habían dormido juntas y que los siglos de secretos que mediaban entre ellas podían zanjarse con una sonrisa fraterna que reabría la complicidad de su trato, superior y anterior a cualquier diferencia.
¿Dónde te estaban besando cuando soltaste el volante? -preguntó luego de abrazarla, poniendo un ramo de gladiolas sobre su pecho encorsetado.
– En ninguna parte -murmuró Leonor.
– ¿Ni siquiera en la boca? -siguió Cordelia, mientras acercaba una silla y un cenicero.
– Venía un poquito borracha -confesó Leonor. -Pienso si así se mataron mis papás.
– Tu papá no era de tragos ni de traguitos -le dijo Cordelia. -Era un tedio de abstemio. Y no tuvo culpa de nada. Los embistió un trailer al que se le habían barrido los frenos a la salida de las Cumbres de Acutzingo, en Veracruz. Eso fue todo. Otro accidente.
– Son demasiados accidentes -dijo Leonor.¿Estuviste hablando con tu abuela, verdad?-la atajó Cordelia. -No sé cómo hace para darle a todo un toque esotérico. Todo el tiempo anda imaginándose que le tocó un destino raro y haciéndose la interesante con la extraña historia de las mujeres de la familia.
– No es una historia normal -dijo Leonor.
– Mira chiquita, si pones juntos los endriagos de cualquier familia, todas parecen un circo del destino -refutó, intolerante, Cordelia.-Y si las ves de cerca, a todas las familias acaba pasándoles lo peor. Todas son historias como de novela y es un llorar al final que ni los domingos en el cementerio. Por cierto, ya supe que estuviste con Carmen Ramos y que viste a Lucas Carrasco.
¿Qué tiene que ver? -dijo Leonor.
– Nada. Los asocié porque son como muertos para mí. Los tengo registrados en el libro de fiambres. El caso es que como tú me hablaste de Carmen Ramos, la fui a ver y me contó. La dejaste encantada, como si hubiera reencontrado a Mariana, me dijo. Pero esto es lo que tienes que entender, y qué bueno que te accidentaste porque ahora en la convalecencia puedo venir a decírtelo y me puedes oír. El asunto es este: tú no eres Mariana, mi amor. No te me confundas en eso. Tú eres Leonor, su sobrina, muy distinta de tu tía aunque seas igualita, y muy ajena a todas las esoterias genealógicas de tu abuela en torno a las vampíricas Gonzalbo. ¿Ya me entendiste?
– Sí.
– Entendido esto, quiero saber: ¿qué patrañas te contaron Carmen y Carrasco de tu tía?
– Me contaron la última noche que estuvo mi tía en su departamento, cuando fueron a recogerla tú y mis abuelos -dijo Leonor, y agregó los detalles.
– Una pésima escena -admitió Cordelia. -De muy mal gusto habértela contado, pero así fue. ¿Y qué te contó Lucas Carrasco?
– Su amor por mi tía -dijo Leonor. -Y cómo nunca entendió por qué mi tía no quiso vivir con él.
– Eso es una mentira como el Himalaya -saltó Cordelia.
– Me sonó sincero -dijo Leonor.
– Pero es falso -arrasó Cordelia. -Lucas Carrasco nunca quiso vivir con Mariana.
– Mi tía Mariana tampoco quiso con él -dijo Leonor. -Según Carmen Ramos, se iba con otros en presencia de Lucas.
– Eso es el colmo -dijo Cordelia. -¿No te contó Carmen Ramos de sus pleitos con Lucas por lo mal que él trataba a Mariana?
– No -dijo Leonor.
– ¿Y de las fiestas en la casona, Lucas no te contó nada? ¿De sus orgías? ¿De cómo sedujo a tu tía, y luego la indujo a meterse con otros, y luego se lo reprochó, y rompió con ella por "puta"? ¿No te contó eso? -dijo Cordelia ya hinchada, con las mejillas temblando de rabia.
– Lucas me contó de la casona -dijo Leonor, en un susurro culpable.
– Menos mal -respiró Cordelia. -¿Y qué te dijo?
– Que nunca hubo esas fiestas -dijo Leonor.
¿Ah, no? -volvió a encenderse Cordelia. -¿Y entonces por qué las puso en su novela? No hay mejor prueba de que miente que su novela. Ahí aparecen la casa y las fiestas con todo detalle. ¿Cómo explica eso?
– Dice que lo puso como un símbolo -dijo Leonor. -Para dar a entender que andaban todos con todos. No porque hubiera sucedido.
– ¿Y le creíste? -dijo Cordelia. -Sí -dijo Leonor.
– Ay, mi hijita. En eso sí nos vas a resultar Gonzalbo hasta la ignominia: también te dejaste engatusar por Lucas Carrasco. Mira, te voy a mostrar lo que fue Lucas Carrasco para Mariana en boca de la propia Mariana. Tengo dos cartas de tu tía a Lucas que nunca le envió. Las encontré con sus papeles aquella noche que la fuimos a recoger a su departamento. No se las he mostrado a nadie, pero te las voy a traer, para que tú las leas y entiendas de una vez. ¿Por qué me miras con esos ojotes incrédulos de lechuza lampareada?
– Es que no te entiendo -dijo Leonor. -Primero me regañas por andar curioseando y ahora me vas a traer unas cartas de mi tía.
– Es un bandazo, de acuerdo. Pero es que me puse a pensar y entendí lo necia que eres. Como de la familia, auténticamente. Entonces decidí no ocultarte nada, porque sale peor. Tu curiosidad emperrada es peor que la verdad, mi hijita. De veras, te imaginas las cosas mucho peores que como fueron. Te voy a mandar unos chocolates y adentro las cartas, bien escondidas abajo, para que sólo tú las veas. Si las pepena tu abuela, nos corta el clítoris a las dos, ¿ya me entendiste?
– Sí -sonrió Leonor.
– Y luego hablamos y me dices si el miserable de Carrasco merece que le creas o no. ¿De acuerdo?
La llenó de besos antes de irse y de preguntas insinuantes sobre los dones amorosos de Rafael Liévano. Siguieron días de cama, tedio y almohadones, días de una astenia circular interrumpida sólo por las llamadas del propio Rafael Liévano, quien luchaba así contra su respectiva temporada en el infierno de la monotonía.
Finalmente, llegaron los chocolates prometidos por Cordelia, en una caja que simulaba un corazón. Abajo de los papeles de estaño, aparecieron las cartas de Mariana, sin sobre, impregnadas del olor tierno, nuevo y empalagoso de los dulces. Eran muy distintas entre sí; una sobria, legible, serena en su caligrafía; la otra ebria, torcida, cruzada de rabos y quebraduras, como nacida de una mano eléctrica.
La primera decía:
Querido Lu:
Me puse a recordarte como quien se pone a leer un libro, pero me acordé sólo de las mujeres que has tenido. Por qué vienen esas brujas a molestarme, si me senté a acordarme de ti no de ellas. No lo sé. Pero encontré algo en medio de tanta retacería. Me acababa de cambiar a este departamento. Estaban las cajas regadas por todos lados, no había luz, porque no la habían conectado aún, y había que alumbrarse con velas. Había trabajado todo el día en meter un poco de orden en ese lío de polvo y cosas que no acababan de encontrar su lugar. No quería que vinieras, porque era como mostrarte mi cesto de ropa sucia, pero salimos a cenar y, al regreso, quisiste pasar la noche aquí. Fue como una noche de fantasmas, alumbrados por velas entre un montón de escombros. Nos dormimos muy tarde. Cuando desperté, entraba la luz muy fuerte por la ventana sin cortinas todavía, y tú no estabas en la cama. Me paré asustada a buscarte, todavía entre brumas, y cuando salí del cuarto estaba todo en orden en la sala, los bultos y las cajas habían encontrado un lugar donde no parecían estorbar, los papeles parecían ordenados sobre la mesa y los muebles puestos en su sitio, como si ninguno otro les conviniera. Tú estabas con una toalla en la cintura exprimiendo naranjas y listo para echar los huevos revueltos, tostar el pan y servir el café del desayuno. Esa vez fuiste mi marido y yo tú mujer. Juntos en la casa de muñecas, ya lo sé. Soy una idiota, ya lo sé. Y una cursi y una mujercita de su casa recordando y añorando al maridito que no tuvo, ya lo sé. La escena se completa debidamente porque, siguiendo tu ejemplo, la mujercita fue esa mañana a arreglar la recámara para poner en ella una mínima parte del orden que tú habías puesto en lo demás y al levantar tus pantalones, te acuerdas, se cayó la nota que te había enviado la tarde anterior Giovana, ¿te acuerdas? tu pasante de la escuela de letras que estudiaba a Nezahualcóyotl. No me acuerdo cómo decía, pero era claro en su mensaje que habías estado con ella el día anterior, y que ibas a verla esa noche. No te dije nada, ¿te acuerdas? Guardé la nota y cuando volviste la siguiente vez, estaba pegada en la puerta para que la vieras, a ver si te atrevías a tocar después de verla. Te atreviste, y no te dije nada, ni tú tampoco. Y supongo que ése fue el matrimonio que tuvimos.