– Era una mansión de muchos cuartos vacíos y un gran jardín abandonado. Lo único vivo y a la moda ahí era Lucas. Pero se daba el lujo de tener un mayordomo como de película de terror. Pues ahí invitaba a tremendas fiestas donde se fumaba marihuana, se leía a Platón y entraban y salían parejas de las recámaras. De hecho, él no vivía en la casa. La tenía nada más para esas reuniones, a las que invitaba sólo a ciertas gentes. Empezando por sus alumnas bonitas y sus alumnos talentosos. No había otra discriminación. Se dice que se reunían ahí parejas de todo tipo, hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres. ¿No te molesta hablar de esto? Pienso si te interesa o si te escandaliza, no sé.
– Me interesa mucho y no me escandaliza -contestó Leonor. -El escándalo para mí es que en mi casa no puedan hablarme de estas cosas. Una se imagina lo peor.
– Bueno, te pido que no me tomes al pie de la letra -dijo Ángel Romano, esforzándose por matizar. -Esto que te digo de las fiestas, no me consta, porque nunca fui. Lucas me invitó varias veces y nunca quise ir. Lo que sí sé es que ese círculo griego de Lucas, como le llamaban, era la envidia y el escándalo de medio mundo. Yo creo que, como casi siempre, la leyenda es más grande que la realidad. Pero, bueno… Me pregunto otra vez si te sirve de algo todo esto. No acabo de entender qué buscas.
– Yo tampoco muy bien -reconoció Leonor. -Es que en mi casa, como te dije, nadie habla de mi tía Mariana, de cómo era, ni de cómo murió. ¿Tú sabes algo de la muerte de mi tía?
– No -dijo Ángel Romano. -Ella había dejado de venir aquí. Se puso muy enferma, según supe, pero nunca pude verla. Y nunca pensé que lo suyo fuera tan grave, la verdad. En ese tiempo, además, yo estuve seis meses en Turín, dando unas clases. Así que no supe gran cosa. La que estuvo cerca de ella todo ese tiempo fue su amiga Carmen Ramos.
– ¿Carmen Ramos?
– Una amiga muy cercana de tu tía. ¿No la conoces?
– No -dijo Leonor.
– Pues si te interesan los últimos meses de tu tía Mariana, por ahí debiste empezar -garantizó Romano. -Déjame ver, por aquí tengo un teléfono suyo de hace años.
Buscó en una vieja agenda y le dio el número a Leonor: -No sé si sea ése todavía, pero si no, Carmen es muy amiga de tu familia o por lo menos de una de tus tías, la cantante, no me acuerdo cómo se llama.
– Cordelia -informó Leonor.
– Carmen Ramos es muy amiga de Cordelia -dijo Romano. -Pregúntale a ella.
– Voy a preguntarle -prometió Leonor.
– Hay otra cosa interesante -dijo Romano. ¿Tú sabes que Lucas escribió una novela sobre Mariana?
– No -volvió a rendirse Leonor. ¿Tampoco te han dicho eso? -No.
– Bueno, pues Lucas escribió una novela -siguió Romano. -Carmen debe tener un ejemplar. Es •una novela rara, una edición de autor que Lucas imprimió y regaló sólo a unas cuantas gentes. Dejó de circular hace mucho y ya no se encuentra. Buena parte de lo que está ahí es cierto y otra es inventada. Yo tenía mi ejemplar de esa novela, pero lo perdí en una mudanza, junto con mis libretas de notas y otras cosas. En esa mudanza perdieron la única caja que me importaba. Es lo que suele pasar en la vida: sólo se pierde lo que te importa de verdad; de la pérdida de lo demás, ni te das cuenta. Bueno, ahora vas a disculparme porque tengo que dar una clase.
– Sí -dijo Leonor. -Voy a buscar a Carmen Ramos y la novela. ¿Puedo volver a verte cuando sepa algo más?
– Aunque no sepas -le pidió Romano, pasándole el brazo sobre los hombros. -Ven cuando quieras. Sirve que pongo en orden mi cubículo.
Caminaron juntos hasta el final del pasillo. Antes de decirle adiós, Romano miró a Leonor con sus grandes ojos inteligentes y profundos.
– Me dio gusto verte -le dijo, y la atrajo hacia él para besarle la mejilla. -Y me dará gusto volverte a ver. Llámame cuando quieras, si crees que puedo agregar algo.
La miró entonces como si la recordara, como si una memoria antigua, a la vez dolorosa y radiante, persiguiera la imagen de Leonor por los ojos mirones y risueños de Romano. Sin decir palabra, volvió a acercarla y la besó otra vez en la mejilla. Leonor supo que la había besado a ella tanto como al recuerdo vivo, recién desenterrado, de Mariana.
VIII
Le llamó por teléfono a su tía Cordelia y le dijo a bocajarro:
– Ya sé de Carmen Ramos. ¿Por qué me la ocultaste?
¿Quién te contó de Carmen Ramos? -saltó su tía Cordelia, irritada más que sorprendida, al otro lado del teléfono.
– Eso no importa -descontó Leonor. -Lo que importa es que me ocultas las cosas tú también. Me mandas con la amiga que no sabe y me ocultas a la que sabe. ¿Por qué?
– Ya te dije por qué -regresó, empezando a incendiarse nuevamente, Cordelia. -Porque eres una escuincla babosa y no sabes ni en qué te estás metiendo. Además, no sé si te acuerdes que tú y yo estamos peleadas. Pero ya que me hablaste, me vas a oír. Espérame en tu casa mañana sábado por la tarde, porque me vas a oír.
No la esperó. Para la tarde de ese sábado había acordado una escapada con Rafael Liévano a oír música y soltar vapor, palabras que en el código de sus secretos querían decir, simplemente, incurrir en amores. Hacia sus amores marchó, sin mirar atrás, dos calculados días después de su regla y de darle un beso en la frente a su abuela, después de la comida.
Tomaron rumbo a casa de Alina Fontaine, pero se desviaron antes, en la rampa propicia de uno de los hoteles de paso alineados sobre el lindero boscoso de la carretera. Se recluyeron ahí, luego de los trámites impersonales de pago y el tortuoso registro de una mirada calculándolos demasiado jóvenes.
Tuvo un orgasmo azul. Se prendió a Rafael Liévano para dárselo a gritos. Mientras gritaba, derramándose, vio las nalgas azules de Natalia, acariciándose en la regadera; vio una playa radiante donde pescaban, imposibles y azules, dos pelícanos; vio el vello disciplinado del pecho de su abuelo y a su abuela desnuda, recibiéndolo en su sexo azul; vio a Cordelia esperándola en su casa, azul de rabia, burlada por su ausencia; vio el torso de leopardo de Lucas Carrasco, y el rostro siempre esfumado, distante y amoroso de su padre; admitió un horizonte de montañas azules, un camino de cabras perdidas en el monte, y el fulgor de la luna traicionera, redonda, misteriosa, en el conato azul, incierto e imprevisible de su vida.
Al despertar, supo que había llorado en sueños. Estaba encima de Rafael Liévano, que la mecía con su respiración y también dormía. Se bajó de Rafael Liévano para tenderse a su lado, cuidando de no despertarlo. Miró en escorzo las líneas de sus piernas duras y oscuras, junto a las suyas, castañas y onduladas. Lo atrajo a su pecho un rato hasta que la vencieron las ganas de mirarlo más. Lo miró parte por parte, el amplio pecho lampiño y los musculillos del abdomen, sus manos ásperas, de uñas duras y sucias; sus orejas separadas pero redondas y armoniosas; y su ombligo liso, sabiamente anudado por alguien, al final de un camino de vellos que subía como una crin del pubis bien poblado.