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Entonces oyó un ruido. Un resplandor azul entre las sombras del cuarto vecino le hizo saber que estaba acompañada.

Viejo de toda su edad, con todos sus años puestos como una paletada sobre el rostro, Ramón Gonzalbo se asomó a la luz donde su nieta hablaba con los muertos.

– Es suficiente -dijo, con una voz delgada y sin matices, como si se hubiera derrumbado y se ahogara por dentro.

– Ella me dirá lo que ustedes callan -deliró Leonor.

– No dirá nada -la miró Ramón Gonzalbo. -Y es suficiente por este día.

– Estoy enamorada del mismo hombre que mi tía Mariana -siguió Leonor.

– No -dijo Ramón Gonzalbo con la misma voz de siglos, acercándose a su nieta para quitarle la botella de la mano. -Nada más estás borracha.

– Sé lo que quiero, aunque esté borracha -gritó Leonor.

– No lo sabes -dijo Ramón Gonzalbo. -Lo sé muy bien. Ya no soy una niña. -Ya no -admitió Ramón Gonzalbo. -Pues no me trates entonces como si lo fuera -litigó Leonor.

– Mañana vamos a hablar como la adulta que quieres ser-concedió Ramón Gonzalbo. -Pero por hoy ha sido suficiente Vete a dormir. Y no provoques más a los fantasmas.

XVI

La despertaron a primera hora diciéndole que su abuelo la esperaba en el despacho. Le dolía la cabeza y había en sus entrepiernas el ardor por los roces del cuerpo de Rafael Liévano. -Pero no eres tú -le dijo, todavía dormida, sin saber que le hablaba. -Aunque esté llena de ti, no has de ser tú.

Ramón Gonzalbo leía en el escritorio, bajo la luz de su lámpara. No volteó a ver a Leonor sino hasta que la tuvo sentada frente a él, la cara pálida, recién lavada, con la marca de la noche en todas partes.

– Voy a decirte lo que sé de Mariana -le dijo. -Sin añadir ni callar nada.

– Sí -musitó Leonor.

Dejó de mirarla y empezó a hablar, concentrado en la cúpula que hacían sus manos, y echó todo de un tirón, como si lo recitara, con una voz monótona y resignada, defensiva.

– Mariana -dijo -padeció una enfermedad que se da en las mujeres por desajustes emocionales. Se llama anorexia nerviosa. Consiste en que se sienten gordas, quieren adelgazar y dejan de comer. Adelgazan, desde luego, tanto, que llegan a ponerse cadavéricas, pero ellas siguen viéndose y sintiéndose gordas. Luego les da por comer mucho, pero no pueden retener los alimentos y los devuelven. Eso tuvo Mariana. La recogimos una noche en su departamento. Nos llamó una amiga suya que vivía en el mismo edificio. La encontramos muy mal. Llevaba días sin comer, tomando pastillas y psicotrópicos. Estaba como sonámbula, al punto de que no nos reconoció. La durmieron los médicos y la trajimos a la casa. Aquí la alimentaron por vía intravenosa una semana. Se recuperó un poco y quiso volver a su departamento. Los médicos se opusieron y entonces trató de escaparse. No era difícil, porque nadie la vigilaba, pero estaba tan débil que al cruzar la puerta se desmayó. Su obsesión era que la teníamos presa. No era así. Pasó otro mes en recuperación, y volvió a querer irse. Tampoco estaba lista y los médicos volvieron a no autorizar su salida. En protesta, Mariana quemó el colchón y las cortinas de su cuarto. Decidimos internarla en el hospital para que terminara su recuperación. Mejoró mucho internada, recuperó peso, pero su estado emocional siguió siendo precario. Desvariaba y tenía la obsesión de Lucas Carrasco. La enfermera venía a preguntarle si quería comer, y ella contestaba: "Pregúntenle a Lucas." Nosotros no sabemos qué pasó realmente con Lucas Carrasco, pero ese nombre nos recuerda los peores momentos de la enfermedad de Mariana. Así pasaron tres meses, en un frágil equilibrio. Un día, como parte de su debilidad y de su empeño en no depender de nadie, Mariana se desvaneció en la tina mientras se bañaba. Se bañaba sola, porque rehusaba la ayuda de las enfermeras. Se golpeó la nuca. Estuvo inconsciente media hora, con convulsiones. Las placas mostraron una ligera inflamación del cerebro, aunque ninguna lesión grave. Pero no fue así. A la semana se le presentó un derrame cerebral y luego, horas más tarde, una embolia. Murió en la madrugada. Eso es lo que pasó.

Hubo un silencio como un océano. Incómoda por la simpleza desarmante de los hechos, Leonor alcanzó a preguntar:

– ¿Por qué no me contaron esto antes? -No lo sé -dijo Ramón Gonzalbo. -Las cosas son terribles hasta que se dicen.

– No hay nada terrible que ocultar en lo que me has dicho -dijo Leonor.

– No se trataba de ocultar, sino de olvidar dijo Ramón Gonzalbo. -No es agradable recordar la muerte de Mariana. Cuando murió, ninguno de nosotros estaba ahí. No es agradable recordar eso. Tu abuela cree que si hubiéramos dejado a Mariana en la casa, en lugar de internarla, no habría muerto. Quizá tiene razón, y no es agradable pensar en eso. Yo creo que somos culpables de la muerte de Mariana, porque no supimos cuidarla antes de que la recogiéramos esa noche. Tampoco es agradable recordar eso. No queríamos ni queremos hablar más del asunto. Te digo lo que pasó, porque has hecho de esto un delirio. Pero no quiero abundar. Supongo, sin embargo, que tendrás dudas y querrás saber detalles.

– Sí -dijo Leonor.

– Claro que sí -aceptó Ramón Gonzalbo, poniéndose de pie. -Te hice una cita con el médico que atendió a Mariana para que te cuente lo que falta. Se llama Ignacio Mireles. Puedes ir esta tarde y preguntarle los detalles que quieras. Que te muestre los expedientes, los partes médicos, lo que quieras. A ver si terminamos con esta locura de una vez por todas.

Vino hasta ella, le entregó la tarjeta con los datos del médico, le hizo una caricia en la mejilla y salió caminando del despacho, encorvado y convincente, hacia las ruinas del día.

Leonor tuvo vergüenza toda la mañana, pero conforme la hora de la cita se acercó, la curiosidad se impuso al rubor y estuvo puntual en el consultorio de Ignacio Mireles.

Mireles soplaba por las narices al hablar, como si destapara un caño, y movía sin cesar la mano izquierda en el bolsillo de su bata blanca. No hablaba, exponía, ritmando con el soplido de su nariz las pausas de los largos párrafos en que se ordenaba su oratoria, y con el movimiento de la mano las oleadas morosas del discurso. Leonor preguntó al principio, pero al final fue sepultada por la montaña de tecnicismos conque Mireles repitió, amplificada, la versión de su abuelo sobre la muerte de Mariana.

– En resumen -dijo, al terminar su exposición -se configuró lo que podemos llamar una desgracia médica. Mariana no murió de la enfermedad que atacábamos, de la enfermedad que tenía, sino de lo que podríamos llamar sus excrecencias, sus síntomas secundarios. Su hartazgo hospitalario no era parte de la enfermedad, sino su secuela, pero ese hartazgo la llevó a rehusar la ayuda paramédica que era, sin embargo, necesaria. Por rechazar la ayuda de las enfermeras tuvo el percance en la tina de baño, percance que provocó una lesión decisiva, la cual fue invisible para los aparatos que debieron detectarla. Esa lesión, muy distinta de su enfermedad original, no nos dio una segunda oportunidad, ya que su primera manifestación clínica fue un derrame cerebral severo y la segunda, una embolia masiva.

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