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Un jueves, en lugar de ir al club como solía, se cambió el atuendo del país de sus pocos años para entrar en el reino de Mariana y fue a sacar a Lucas de su reclusión. La dirección de las cartas correspondía a una casa de amplios torreones, bien plantada en el fondo de un jardín cuya única ostentación era la copa invernal, sarmentosa, de una Jacaranda.

Cuando estuvo parada bajo esa copa, que se derramaba sobre la barda como regalándose al mundo, supo que había llegado al lugar de la epopeya, que en ninguna parte sino aquí pudieron suceder las cosas que quizá no habían sucedido, los amores perdidos y encontrados de Mariana y Mariana vagando semidesnuda por estas calles en busca de improbables sustitutos a las caricias perdidas de Lucas Carrasco.

Más acá de esos aluviones míticos, no había en el lugar sino una barda y una jacaranda, una casa despintada sin estilo discernible ni grandeza señorial, una calle arbolada sin más gracia que sus propios árboles, ni otro misterio que el de su apacible supervivencia detenida en el tiempo en medio del vértigo urbano que iba corroyendo, demoliendo, refechándolo todo. Jaló varias veces el cordón de una campana que dobló cristalinamente en el fondo de la casa. Pero nadie acudió al llamado. Insistió con otras dos tandas, la segunda de las cuales, llevada por su mano iracunda, casi tocó a rebato. Nadie acudió de nuevo. Por enésima vez se sintió burlada, traicionada, engañada, desatendida, rechazada. Y en un salto frívolo del alma, se supo también sobrevestida y sobrepeinada, con su elegante atuendo del reino de Mariana y su melena de fiesta y su mascarilla de maquillaje para suntuosos interiores, parada en medio de ninguna parte. Al final de la calle vio un restorán que tenía mesas sobre la acera y se refugió en él para telefonear a Rafael Liévano.

– Tengo la tarde libre -le dijo. -Y estoy harta de todo. ¿Puedes pasar por mí?

– Depende.

– ¿Depende de qué?

– De si tengo que golpear a tu abuelo. -No, idiota. Ya estoy en la calle. Sólo tienes que alcanzarme.

– Qué bueno. Pero si quieres, paso y lo golpeo. Y te llevo sus dientes delanteros de trofeo.

– Sus dientes delanteros son falsos -{Lijo Leonor.

– Entonces los traseros -dijo Rafael Liévano. -También te puedo llevar las trompas de Falopio de tu abuela, recién arrancadas por mis manos.

– ¿Me estás criticando, Liévano?

– No. Estoy tratando de alcanzarte -dijo Rafael Liévano.

– Pues ven y alcánzame. Y no me critiques.

La alcanzó en el restorán media hora después. Supo en cuanto la vio que de alguna forma la había perdido, que la mujer que lo esperaba fumando:en la mesa del rincón frente a un martini venía de otro sitio, un sitio que él no había conocido y en el que ella, sin embargo, ya había estado, como las estrellas están en el cielo, ante nuestros ojos, muchos años después de haberse apagado.

– ¿Seguro que me esperas a mí?

¿A quién más, baboso?

– No sé. Pregunto. ¿De qué estás disfrazada? -Es sólo el peinado.

– Yo veo también un vestido -dijo Rafael Liévano.

– Eso no importa. Quiero darme un toque. -Traigo en el coche -aceptó Rafael Liévano.

– Pues tráelo aquí.

– Aquí no -rechazó Rafael Liévano. -¿Tienes miedo?

– Suficiente.

– Bueno -cedió Leonor. -Pero si voy al coche, ¿me dejas manejar, después?

– Antes de que fumes, lo que quieras.

– ¿Y después de que fume?

– Depende cuánto fumes.

– ¿Aunque te estrelle otra vez?

– No habrá otra vez.

– ¿Cómo sabes? Andas con una mujer salada -jugó Leonor.

– Pero no es ésta -dijo Rafael Liévano, señalándola.

– De acuerdo -dijo Leonor. -Vamos a tu coche.

Bebió de un trago lo que quedaba de su martini y echó a caminar adelante de Rafael Liévano,

meciendo al caminar, con el alto balanceo de sus tacones, la melena suntuosa y el cuerpo de piernas largas y cintura leve que Rafael Liévano no conocía, aunque hubiera estado desnudo entre ellas y las hubiera medido con sus manos.

¿De veras te molesta mi atuendo? -dijo Leonor, cuando subió al coche.

– No -mintió Rafael Liévano.

– Son sólo unos trapos de más -dijo Leonor. -Vas a ver si no.

Se zafó los zapatos y luego, en dos movimientos, se quitó las pantimedias oscuras, desabrochó la mascada del pecho y juntó la melena en una cola que amarró con la propia mascada. Volteó entonces a Rafael Liévano y le dijo, antes de empezar a besarlo:

– Ahora despíntame, para que me reconozcas.

Cuando acabó de despintarla a besos, tenía enfrente otra vez a la muchacha que había venido buscando, salvo que lo miraba con una pasión irónica, como si lo midiera o lo comparara, y en ambas operaciones él saliera perdiendo. Fumaron el primer pitillo de marihuana camino a su lugar de siempre, en la barranca de Las Lomas.

– Eres mi cómplice -le dijo Leonor.

– Me siento más bien tu pendejo -dijo Rafael Liévano.

– Eso no -dijo Leonor, montándose en él para volver a besarlo. -Eso no. Tienes que entenderme, aguantarme, soportarme

– gimió encima de Rafael Liévano. -Tenerme así, tocarme así, quererme así.

Estaban solos en su lugar solitario y empezaba a oscurecer, pero igual hubiera sido que estuvieran a la luz del día en medio de una muchedumbre, porque en los siguientes minutos no hubo para ellos sino la pequeña eternidad de tenerse en la estrechez del coche que sus cuerpos, ignorantes de sus límites, ignoraron también.

Leonor volvió a su casa llena, forrada de Rafael Liévano. Y sin embargo, como el timbre inaudible que despierta a los insomnes, poco antes de dormirse vino hasta su corazón el fantasma de Lucas Carrasco, su falsía, su abandono. Quiso odiarlo, pero en vez de rabia tuvo urgencia de él, de su voz y sus labios secos, de sus ojos cercados de arrugas y penas que todo tenían que decirle, todavía, sobre los arcanos de su vida. Bajó al gabinete de Ramón Gonzalbo a sustraer una botella barrigona y regresó a su cuarto henchida de su pena, dispuesta a beberla entera en el centro de su bien ganada soledad. Bebió y lloró frente al retrato y frente a la novela de Lucas Carrasco. Un vuelco de amor la hizo doblarse, bañada de dichas obre su desdicha, cuando asomó la cara por la ventana del jardín y vio la luna redonda, vibrante de su propia luz y de las penas de todos los amantes, sancionando en lo alto del cielo su amor y su locura. Era de madrugada y la luna seguía arriba, cuando Leonor bajó en puntillas a la sala donde estaba el retrato de Mariana. Corrió las dobles cortinas que amurallaban el recinto y vio a Mariana virar del castaño al azul, como si una transfusión la avivara y su efigie se inclinara en un tropismo a los rayos de la luna que la volvían a la vida. Botella en mano y con una brasa de hierba entre los dedos, Leonor tomó asiento frente a ese fresco azul, imantado por la luna, y habló con Mariana. Le dijo que había vuelto al lugar del crimen en la casona y que la había sentido desnudarse dentro de ella al saberse nuevamente abandonada, le dijo que conocía la jacaranda y los torreones, y el idéntico sonido de cristal de la campana, y que había leído sus cartas y la había soñado, apenas ayer, acodada en la terraza de Natalia mirando vibrar la luna, charlando con su hermana muerta, la madre de Leonor, que también fumaba y sonreía. Le dijo cuánto amaba a Lucas, lo bien que entendía que ella también lo hubiera amado, y la forma en que habría de recobrarlo para ambas. Quiso saber dónde habían perdido el amor, en qué momento Lucas las había dejado, y cómo se habían extraviado después en el laberinto de su ausencia, mancas, cojas, tuertas, mensas, zonzas, turulatas, incapaces de amarlo y conservarlo, embrujarlo, engañarlo, halagarlo, domarlo, amarrarlo, atraerlo, envolverlo, retenerlo.

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