No hubo más cartas. Lucas devolvió las que Leonor le había prestado y Leonor también, luego de fotocopiarlas para alimentar su santuario. Llamaba su santuario a la enorme caja de puros desechada por su abuelo, donde había ido reuniendo fetiches y secretos. Ahí guardaba la foto de boda de sus padres y una de su mamá con ella, cargándola en brazos, la frente despejada y los ojos ardientes puestos sin una sombra de duda o tristeza en el futuro. Ahí habían ido a dar los recados lúbricos y las letras revueltas que le garabateaba de vez en cuando Rafael Liévano, y la dotación de marihuana con que aplacaba sus noches erizadas. Había sumado también en esa caja los saldos de su pesquisa sobre Mariana, sus diplomas y sus fotos, el libro de ambos que le había dedicado Ángel Romano, su zapatilla de satén reventada por el dedo pulgar, y la novela de Lucas, rayada y subrayada, con protestas y preguntas apretadas en los márgenes. Finalmente, habían encontrado refugio en el santuario las cartas de Mariana para Lucas, y su propia foto con Lucas que les habían tomado, por insistencia de Leonor, en el restaurante de su última salida. En esa foto, Lucas miraba a la cámara y Leonor a Lucas, y había en sus miradas, sobre los restos de comida y las copas mediadas de vino, la flagrancia de los amores clandestinos.
Un jueves regresó exhausta y tersa del club, luego de dos horas de natación y gimnasia. Devoraba un plátano y armaba a manotazos el emparedado de dos pisos que iba a darse de cena, cuando recibió la noticia de que su abuela quería hablar con ella. Sintió la mala vibración en el aire, pero acabó de amontonar el emparedado y subió acosándolo a dentelladas por los bordes, como si entrenara. La mano vigilante de Natalia, la jaló del pasillo hacia su cuarto para advertirle:
– Encontró tu caja de puros. Tú sabrás lo que escondías ahí, pero ella lleva toda la tarde desmayándose y atosigando al abuelo con su hallazgo.
Leonor no dijo nada, sólo dio media vuelta y fue por el pasillo al costurero donde estaba su abuela, hilando una milimétrica cenefa de encaje sobre la caja de puros decomisada. Leonor tiró el emparedado sobre la canasta en que reposaban los ovillos de hilo, recogió la caja de puros y regresó al corredor, rumbo a su cuarto, con el santuario apretado sobre su pecho como si palpitara.
– No tienes derecho -le gritó a su abuela, antes de entrar a su cuarto y firmar su reivindicación con un portazo.
El portazo hizo retemblar la casa, pero no a su abuela Filisola, quien vino tras ella sin inmutarse, abrió con calculada suavidad la puerta tan violentamente clausurada y le dijo a su nieta:
– Hacer teatro no arregla nada.
– Son mis cosas -gruñó Leonor. -No tienes derecho.
– La que no tiene derecho a ciertas cosas eres tú -dijo la Filisola. -Has profanado todo en esta casa.
– Esto no es una iglesia. No hay nada que profanar.
– Has profanado la memoria de tu tía Mariana -dijo la abuela. -¿Para eso querías saber de ella? ¿Para irte a enredar con el tal Lucas? ¿Para eso has usado la libertad que aquí has tenido? ¿Para volverte una drogadicta y una ligera?
– Lo que yo sea, no lo hurto, lo heredo -la desafió Leonor.
Por un momento, su abuela se quedó sin aire ni palabras en el centro de la habitación.
– Será como tú quieras -dijo, cuando recobró el pulso. -Pero te advierto que no habrá una loca más en esta casa. En esta casa se acabaron las locas, y tú con ellas, si has escogido ese camino.
– Yo sólo quiero que respetes mis cosas -gritó Leonor.
– Cuando tú respetes las nuestras -contestó su abuela, y salió del cuarto dejando tras su espalda una fragancia de perfume y agravio.
Leonor seguía mirando un punto fijo de la pared, con su caja de puros entre los brazos, cuando Ramón Gonzalbo apareció, lento y cansino en la puerta del cuarto. Se miraron un momento como midiendo fuerzas y desamores. Al terminar ese duelo, Ramón Gonzalbo caminó a la cama para tomar asiento junto al altivo perfil de su nieta. Despacio, pero sin rodeos, la increpó:
– Tú sabes que Lucas Carrasco es inaceptable para esta casa. Sabes que evoca para nosotros lo peor. Te pregunto: ¿por qué él? ¿Por qué precisamente él?
– Porque ustedes no hablan claro -dijo Leonor. -La culpa la tienen ustedes, por no hablar claro.
– Es fácil echarle la culpa a los demás -descartó roncamente el abuelo Gonzalbo. -Pero ya no eres una niña. En realidad, eres mucho mayor de lo que pareces.
– Yo sólo quiero saber -dijo Leonor. -Y ustedes no han querido decirme. Por eso fui a preguntar en otra parte.
– Has ido mucho más allá de la simple curiosidad, y tú lo sabes. Nos has engañado. A lo mejor, hasta te has engañado a ti misma diciéndote que sólo buscas saber de Mariana. No es eso lo que buscas. Estás escogiendo una manera de vivir, y tu abuela tiene razón en que no le guste lo que estás eligiendo. A mí tampoco me gusta.
¿Qué es lo que no les gusta? -preguntó Leonor.
– Nos recuerda lo peor de la familia -dijo Ramón Gonzalbo. -Todo lo que ha traído infelicidad y locura a esta familia.
– No lo hurto, lo heredo -repitió Leonor, buscando en Ramón Gonzalbo un desconcierto similar al que había inducido en su abuela con esa misma frase.
– Lo eliges, aunque lo heredes -dijo Ramón Gonzalbo, luego de una pausa. -Y estás eligiendo lo peor.
– Eso creen ustedes -dijo Leonor.
– Es lo que nosotros creemos -aceptó Ramón Gonzalbo.
Se frotó las sienes con los dedos de su manaza velluda, de huesos planos y venas vigorosas. Miró después a Leonor con sus ojos enrojecidos por el cansancio y el desamparo. No dijo más. Leonor vio sus enormes espaldas vencidas cruzar el vano de la puerta como si la cruzara por última vez, vale decir, como si se alejara de ella por primera vez.
Un aire frío llenó la casa los siguientes días, un aire que helaba los gestos y disolvía las palabras antes de que llegaran a' su destinatario. Sólo la habitación de Natalia mantenía su bullicio cálido y loco, pero lejos de atenuar el hielo, lo afirmaba como escenario único y obligatorio de la realidad. Huyendo de aquella campana de silencio y recelo, como refugio cómplice y como venganza perfecta, Leonor decidió reincidir en la búsqueda de Lucas Carrasco. Lo buscó, en efecto, pero Lucas había salido de viaje y no tenía fecha prevista de retorno. Tampoco había dejado señas para que pudieran localizarle. Absurdamente, su ausencia le pareció una traición y la reprochó como si tuviera derecho de propiedad sobre ella, como si lo hubiera adquirido. Escribió una carta y luego otra quejándose de aquel abandono, y lo lloró en la soledad de su cuarto en rabiosas sesiones de despecho, como si Lucas se hubiera marchado a propósito para lastimarla, y recusara así los derechos de pareja que su trato había, sin embargo, construido.
Recordó entonces que Lucas solía inventar esos viajes sin rumbo ni huella cuando quería encerrarse a escribir. Decidió que así era y la enervó que no la hubiera considerado como una excepción en su encierro, a continuación de lo cual decidió interrumpirlo y ejercer así los derechos de amor que la huida de Lucas pretendía negarle. La imaginación y la astucia de que es capaz el despecho vinieron en su ayuda. No sabía la dirección de la casa de Lucas, donde seguramente estaba recluido, pero le había oído decir que era un animal de costumbres y que vivía en el mismo lugar de veinte años antes, la casona legendaria de las orgías de la novela y los agravios de Cordelia. Con rápida y enferma lucidez pasó de ese vacío a recordar que los sobres de las cartas de Mariana, dirigidas a Lucas diez años antes, tenían las señas que buscaba. Las cartas remitían, en efecto, a las calles de la colonia Condesa de la ciudad de México, antiguo recinto del hipódromo y la plaza de toros, que conservaba de aquellas glorias campestres un par de avenidas redondas y la más amplia proporción de árboles y zonas verdes de la ciudad.