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– Pensé que estaban dormidos -dijo Leonor.

– No vi luces en el despacho ni en la recámara. -Estábamos despiertos -informó la Filisola.

– ¿Cómo te fue en la fiesta? -Muy bien, abuela. -Me alegro.

– Yo también, abuela.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Cuando terminó de secarse el pelo, la melena volvió a esponjarse sobre sus hombros como después de las caricias de Rafael Liévano. Se demoró en la evocación de esas caricias y de su propia imagen reluciente en el baño. Se puso después una bata y bajó, con pasos tan sigilosos como los de su abuela, al despacho de Ramón Gonzalbo por una copa de coñac. Luego, fue al comedor. No encendió las luces. Cuando descorrió las cortinas, una ráfaga de luna entró por los ventanales, y en medio de esa penumbra plateada e irreal, se dispuso a conversar con Mariana sobre los acontecimientos secretos del día.

IV

Cordelia Gonzalbo vivía sola en la mitad de una casa de Coyoacán rodeada de álamos, húmeda como un bosque de tantas yedras en las paredes y piracantos sobre los muros. Era una casa de techos altos y la habían partido en dos para darle una dimensión terrenal a la aspiración de reproducir la infinitud del paraíso que alguna vez alentó en su dueña, una mujer cuya causa había prendido como la de la primera beata posible de México. Luego de un católico matrimonio que la pobló de hijos y aspiraciones de santidad, aquella mujer había dedicado su viudez a la atención de los no menos infinitos huérfanos que la paternidad mexicana engendra y abandona en cada rincón de la patria.

Pero los caminos genésicos de Dios son inescrutables y una hija de aquella beata posible había salido su reverso.

Atacada por los placeres que sólo otorgan el aire libre y las recámaras cerradas, había dilapidado junto con sus hermanos una fortuna no despreciable y ahora, cerca ya de sus sesenta años, era todavía símbolo de la buena vida de otra época y seguía dando paso a su alma natural de bataclana incrustada en los resquicios de la vida bohemia que la ciudad conservaba. Ahí había conocido a Cordelia Gonzalbo, que esparcía por la ciudad su propia vocación de canto y fiesta, armada de la única elegancia de su cuerpo y la única sabiduría de una guitarra que sabía seguir su voz ronca y modulada por todos los boleros de los cuarentas, de cuya interminable sucesión su padre, Ramón Gonzalbo, era no sólo memorioso experto sino coleccionador voraz, debilidad por la cual había añadido a sus puntuales culpas el prurito adicional de haber sido él quien abrió a su tercera hija, nacida mujer hermosa y altiva, como todas las otras, hacia el desorden de la farándula, aquella vida que seguía teniendo en la cabeza de Ramón Gonzalbo un aire de pecado a la vez irresistible y condenable.

Sumida en ese mundo, tan cercano un tiempo pero tan indeseable ahora para sus padres, Cordelia frecuentaba poco a los abuelos de Leonor y se cuidaba mucho de poner frente a sus ojos de laicos monásticos el hálito juguetón y disperso de su alma, proclive a la herejía involuntaria y a la simple alegría de vivir. No obstante, en los trapos de más que se derramaban sobre su atuendo esforzadamente conservador y en sus comentarios risueños sobre casi cualquier cosa que viniera a la plática, Leonor había olido a la eufórica, a la loca, a la desmesurada. Y durante sus mínimas escapadas al cuarto detenido de Natalia, en los comentarios punzantes y mal hablados de Cordelia, había tenido la anticipación si no de un alma cómplice al menos de una ventana abierta al aire libre. No titubeó entonces en llamarle, como le había sugerido Ramón Gonzalbo, y no le extrañó que la respuesta de Cordelia fuera de llana aceptación y al mismo tiempo de democrática soma cuando Leonor señaló que la entrevista debía ser lejos de casa de los abuelos y "de mujer a mujer".

No tenía Leonor pretensiones adolescentes sobre la urgencia de dejar de serlo y su expresión de hecho incluía una connotación burlesca, porque la había tomado de su abuela Filisola que no se cansaba de usarla para anticipar tonterías que ironizaban la confidencialidad solemne de la frase. "De mujer a mujer", solía decir la Filisola, "es la hora del té". O "De mujer a mujer: ya anocheció".

– De mujer a mujer: estoy de acuerdo -le contestó Cordelia, jugueteando con su sobrina. -Pero traes tu diario secreto y tus pastillas anticonceptivas.

Se rió Leonor y se encontraron la semana siguiente en la casa de Cordelia. Las primeras palabras de Cordelia fueron como una secuela del encuentro telefónico:

– No sé de qué quieras hablarme, mi hija, pero aquí nada de trenzas castas y pubis angelical. No tienes que hacerte la santa conmigo. Sé perfectamente bien quién eres: eres igualita a Mariana y así de cabroncita vas a ser. De manera que vamos empezando: ¿cuántos acostones llevas en la vida? Quiero decir: ¿todavía puedes llevar la cuenta o ya la perdiste?

Tía -se quejó mustiamente Leonor.

– Bueno, más fácil. Dime sólo la edad y el lugar del primer acostón.

– Quince -confió Leonor, enrojeciendo.

– ¿Y el lugar?

– Ay, tía -volvió a quejarse Leonor.

– ¿Lugar?

– En el parque.

¿En el parque? Válgame Dios. En eso sí me ganaste, chiquita. Yo en el parque, ni unos besos, con tantos vigilantes que hay y tanto desecho de perro por todos los pastos disponibles.

– Bueno, no exactamente en el parque -corrigió Leonor.

– ¿Exactamente dónde, entonces?

– En un coche -dijo Leonor.

– ¿En un coche? ¿No que en un parque?

– Bueno, en un coche estacionado junto a un parque.

– Ah, vaya. Entonces fue normal -dijo Cordelia. -Aunque para ser la primera vez, te diré. ¿No te lastimaste mucho?

– No -dijo Leonor.

¿Así de perdida estabas?

– Tía -volvió Leonor a su queja retórica. -No, si acaba no doliendo, porque una está con ganas de todo. Pero algo sí duele. Un poquito.

– Nada -dijo Leonor, enrojeciendo.

– Será predestinación -jugó Cordelia. -Todas las Gonzalbo somos estrechas de la pelvis. Es una tara, como el prognatismo de los borbones o la ceguera de los indios seria de Sonora. ¿Sabes lo que es el prognatismo?

– No -dijo Leonor, empezando a reírse con la rapidez de Cordelia.

– Que se te sale la barbilla así, hacia afuera, como si fueras a almacenar agua de lluvia o a comulgar con cuatrocientas hostias. Así -sacó la barbilla unos centímetros por abajo de la línea de sus dientes blancos, levemente manchados de nicotina, pero parejos y sólidos, como un teclado de piano. -Bueno, pues nosotras somos estrechas y tenemos por eso mil problemas para parir. Se supone que deberíamos tener problemas también para los primeros amores. Pero no parece haber sido el caso. A mí me dolió, pero no tuve mayores problemas, tu tía Mariana ninguno y ahora tú tampoco. Lo de los partos es otra cosa. ¿No has averiguado eso de las mujeres de la familia?

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