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– No -dijo Leonor.

– Pues ya es hora de que lo averigües, para cuando te toque. Tu bisabuela murió después de un parto. Tu tía Natalia nació medio asfixiada en un parto largo y por eso está así. El caso es que malos partos todas han tenido, pero no se sabe de ninguna que se haya quejado de malos amores. Al parecer no vas a ser la excepción, porque no te he escuchado quejarte de nada de lo que me has dicho. Más bien me da la impresión de que al contrario, ¿no?

– Sí -sonrió Leonor.

– Bueno, pues me alegro mucho, porque entre todas las porquerías que ofrece la vida, la mejor es esa de estar encerrada lamiéndose con un varón -{Lijo Cordelia, apagando el cigarrillo con un nerviosismo alegre, evocador de tardes que apenas se habían ido y no tardarían en volver. -Pero desde luego no es eso lo que vienes a preguntarme. Me dijiste por teléfono que querías preguntarme algo. ¿Qué quieres preguntarme?

Quiero saber de Mariana -dijo Leonor.

– Quieres saber de Mariana -repitió Cordelia, eufórica y colaborativa, echando mano del siguiente cigarrillo. ¿Qué te puedo decir de Mariana? No sé qué te interese. Tantas cosas. Por ejemplo lo que ya te dije: a Mariana tampoco le dolió la primera vez. Lo que quiere decir que a lo mejor ustedes son almas gemelas. O virgos gemelos, mejor dicho. La verdad

– dijo Cordelia, luego de prender y aspirar suicidamente el cigarrillo -me la recuerdas tanto que me da no sé qué.

– ¿No te da gusto?

– Mucho -dijo Cordelia. -Es como recobrar un pedazo de tiempo que se largó. Me da gusto, sí. Pero me dan nervios también. A ver, quítate esa trenza de niña tonta. Quiero ver una cosa.

– No hace falta -dijo Leonor. -Tienes razón.

– ¿Razón de qué? -preguntó Cordelia.

– Somos muy parecidas -se adelantó Leonor. -Ya me lo dijo la abuela.

– Quiero ver -insistió Cordelia. -Quítate esa trenza.

– De acuerdo, pero luego tú me ayudas a rehacerla -dijo Leonor y empezó a zafarse.

Cuando el pelo le cayó sobre los hombros, todavía ahogado por el yugo de la trenza, Leonor alzó la mirada hacia Cordelia segura del efecto logrado, pero vio en la expresión de su tía una nube de indecisión, un vaho de duda de experto sobre la autenticidad de una pieza.

– Es que así no es -dijo Leonor. Y fue al baño del fondo por un cepillo para repetir el ritual de su abuela. Volvió cepillándose el pelo de la nuca hacia adelante y de la frente hacia atrás, dejando que entraran en él la vida y el aire que habían inflamado el pelo de Mariana. Cuando llegó frente a Cordelia, otra vez había sobre su cabeza el casco esponjado de la esfinge y sentía en sus sienes y su nuca la frescura etérea del pelo suelto, la libertad y la ligereza que la trenza no dejaba avanzar. Se paró entonces frente a Cordelia, dio una vuelta lenta para regodearse en su parecido con Mariana, y otra para ostentar ese parecido, pero cuando acabó su doble minuet y quedó frente a Cordelia, Leonor no encontró la sonrisa que esperaba sino los dos ojos enormes de Cordelia, empezando a enrojecer bajo el líquido que corría ya por las discretas pecas de sus pómulos hasta la piel agrietada de sus labios llenos y hasta el mentón redondo en que terminaban sin saltos, con una suave y discreta armonía, los huesos triangulares de su mandíbula, a la vez poderosa y tersa, como la de su madre, que no había conocido la papada.

– Estás llorando -dijo Leonor. -Pensé que iba a darte gusto.

– Me dan nervios, ya te dije -respondió Cordelia, quitándose las lágrimas de la cara, sin dejar de mirarla. -Y ahora entiendo por qué.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– Pareces una copia de Mariana -le dijo Cordelia. -Pero no es sólo que te parezcas físicamente. Es que todo. Cuando venías cepillándote por el pasillo, eras como Mariana cepillándose. Esto va a necesitar de una limpia mayor.

– Mi abuelo dice que tú la conocías mejor que nadie -se acercó Leonor.

– La conocí muy bien -aceptó Cordelia. -¿Qué quieres saber?

– No sé -dijo Leonor. ¿Cómo era? ¿De qué murió? ¿Por qué nadie habla de ella?

– Por miedo -dijo Cordelia. -Y porque no es una historia bonita. Ahora mismo que hemos hablado tan abiertamente tú y yo, no sé si deba contarte todo lo que sé. No sé si conviene que lo sepas.

– ¿Conviene a quién? -retó Leonor.

– A ti, mi hija. No sé si te conviene a ti.

– Menos me conviene este silencio -replicó Leonor. -Me hace sentirme parte de una cosa horrible, tan horrible que nadie se atreve a mencionarla siquiera.

– No es horrible -dijo Cordelia. -Pero tampoco es bonita. O será que a mí me da rabia acordarme de eso, y simplemente odio mi impotencia. No sé.

¿Tu impotencia para qué? -la siguió Leonor.

– Para haber ayudado a Mariana -se nubló Cordelia. -Para haberla sacado de manos de ese miserable.

– ¿Cuál miserable?

– El culpable de todo -dijo Cordelia. -Para acabarla de fregar, una gloria nacional. Una seudogloria, porque eso es todo lo que hay aquí: seudoglorias nacionales.

– Sería también un seudomiserable -jugó Leonor.

– No, eso lo era completo. Pero, en fin. ¿Por dónde quieres que empiece?

– Por el principio -dijo Leonor. -Dime quién fue el miserable.

– Querrás decir quién es -subrayó Cordelia. -Porque todavía es. Anda por ahí suelto, gozando de su seudofama. Sobre todo, todavía anda metido en mi cabeza como si las cosas hubieran pasado ayer. Lo de Mariana y él, quiero decir. Tengo la rabia idéntica de cuando pasó, hace diez años.

– ¿Pero qué pasó?

– Muchas cosas, demasiadas cosas -se abrumó Cordelia, poniéndose de pie para ir hacia el centro del librero que se extendía sobre la sala como la nave de una biblioteca medioeval. -Todas las cosas que te puedas imaginar. ¿Quieres tomar algo?

– No -dijo Leonor.

¿No bebes?

– A veces le robo coñac al abuelo. Pero sólo una copa, o así, allá cada Viernes Santo. -¿Tampoco fumas? -No.

– ¿Ni siquiera marihuana?

– Fumé una vez, pero me puse idiota y luego vomité -explicó Leonor. -Tampoco fumo, desde entonces.

– ¿Quieres decir que no necesitas tóxicos de ningún tipo para andar de loca por el mundo? -jugueteó Cordelia, con estudiada alarma, mientras sacaba de las entrañas rústicas de un arcón una botella de brandy.

– No -sonrió Leonor.

– ¿Quiere decir que traes la música por dentro? -dijo Cordelia, volviendo a su sillón en el centro de la sala. =Si es así, eres lo que ahora llamarían una "loca interconstruida". Mariana también traía la música por dentro. Y a todo volumen.

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