– Y yo tengo que llevarte -dijo Lucas. Al dejarla en la puerta de su casa, le preguntó:
– Dices que iba a ser hombre, ¿ verdad?
– Iba a ser hombre -confirmó Leonor.
– Eso entendí desde el principio -dijo Lucas. -Te digo una cosa: es como si lo hubiera tenido.
Y se dio vuelta de regreso hacia la noche que lo esperaba, con todos sus enigmas abiertos, desplegados en el cielo.
EPÍLOGO
Cuando sea grande, volveré a ser lo que he sido.
Piera Aulagnier
Casi había amanecido pero Leonor no tenía sueño. Lió un pitillo de hierba y salió a fumarlo al jardín. Luego entró a la casa y fue al salón donde estaba el retrato de Mariana.
– Te quiso como un perro -le dijo. -Y te penó como un viudo. Lo sabes muy bien, lo supiste muy bien. Voy entendiendo de qué te ríes.
Amó y fue amada los siguientes años. Casó bien y solvente, como quieren los cánones. Supo que la vida no es sueño, y que los sueños ayudan a curar la enfermedad de la vida. El día de su boda, Lucas Carrasco acudió al festejo con una mujer llamada María Bernal, de la que Leonor tuvo celos y rabia. Poco después de saber el secreto de la muerte de Mariana, Lucas le había enviado una nota manuscrita con la pregunta del poeta Jaime Sabines:
Si es huérfano el que pierde un padre,
si es viudo el que ha perdido la esposa,
¿cómo se llama el que pierde un hijo?
Una noche, aunque tenía una hija de él, o precisamente por eso, Leonor despertó sin necesidad de su marido. Había visto a su hija salir de entre sus piernas y crecer entre sus brazos. Su abuela Filisola la había reconocido por eso. Un día Ramón Gonzalbo se había echado con toda su edad a cuestas sobre esa niña y le había dicho: -Las mujeres son lo mejor que ha inventado el hombre.
Decidió hablar con Cordelia sobre la disminución de su marido y Cordelia le dijo:
– Si ya no se tienen, para qué tenerse.
Cordelia tenía entonces un amor y no podía pensar sino en el amor que tenía. Natalia estaba internada en el hospital que la había acechado desde que nació. Le dijo a Leonor un día que fue a verla: -Cuando yo me muera, explícale todo a mis pájaros.
Emprendió su divorcio sin escenas ni aspavientos. No le pesaron la soledad, el desamor ni la sensación de fracaso. Le dijo a Carmen Ramos:
– Me cuesta trabajo recordar que lo quise.
Carmen Ramos tenía un enredo adolescente con un hombre adulto de su misma edad. Había retejido su amistad con
Cordelia, y se juntaban a comer los primeros lunes de cada mes. Leonor se les unía, con frecuencia, de la mano de su hija, como para garantizar la juventud de la cofradía.
– No te quedes sola -le dijo Cordelia.-Repara en Carmen y en mí: nadie nos puso casa. No haremos huesos viejos con nadie.
La vida le pareció durante algún tiempo a la vez insípida y abierta, promisoria y vacía. Lucas anunció su unión con María
Bernal mediante una tarjeta que invitaba a un brindis. Leonor acudió, aunque la enervaba `María Bernal y no se sentía a gusto entre la tribu psicoanalítica que había invadido al mundo soltero de Lucas por contagio de la propia María. Alguien incensaba a Lacan, cuando la tomaron del brazo para, hacerla voltear. Se dio literalmente de narices con Rafael Liévano, que estaba inclinado sobre ella, sonriendo. Le sacaba una cabeza y tenía unos hombros en los que Leonor calculó que podía caber con holgura dos veces.
– Cuando sea grande, volveré a ser lo que he sido -le dijo a Leonor. -Eso no es Lacan, pero es verdad.
– ¿Qué tienes que ver con esta tribu? -preguntó, divertida, Leonor.
– Soy iniciado -dijo Rafael Liévano. -Terminé mis estudios en Francia hace dos meses.
Tenía el cuello grande, venoso y redondo, como el tronco de un laurel. Leonor recordó su olor, la tensión lampiña de su pecho. Quiso tocarlo y lo tocó en el brazo, que era duro también, como su cuello. Y como su recuerdo.
– Yo tengo una larga historia en esta casa -le dijo.
– No puede ser más larga que la nuestra -contestó Rafael Liévano.
– Tiene que ver con la nuestra -dijo Leonor. -Con la que fue nuestra.
– Ya te lo dije: cuando seamos grandes seremos otra vez lo que fuimos -repitió Rafael Liévano.
Había algo nuevo en él, algo natural y actuado, adulto, que la hizo pensar en el Lucas Carrasco que había imaginado antes de conocer.
– Ya somos grandes -aceptó Leonor, con un pálpito de realismo y rebeldía.
– Entonces, ya podemos volver atrás -dijo imperturbable Rafael Liévano.
Al conjuro de esa voz la levantó el remolino de sus recuerdos, la memoria jubilosa de sus cuerpos jóvenes, inmortales, casi niños. Y el olor de la sangre en el coche donde pudieron matarse. Imperativa e inesperada, como una mueca, la sacudió también la visión de la hemorragia que se había llevado a Mariana.
– Tengo una hija y estoy divorciada -advirtió.
– Estás perfecta para mí, entonces -jugueteó Rafael Liévano. -Necesito una mujer con experiencia.
¿Me estás proponiendo algo? -se ofreció Leonor, con una sonrisa.
– Lo que quieras -dijo Rafael Liévano. -Sobre advertencia no hay engaño -dijo Leonor.
– No -aceptó sin titubear Rafael Liévano. Leonor sintió el llamado oscuro de la dicha y el riesgo en el fondo de su corazón.
¿Cuándo? preguntó, dispuesta ala marcha. -Cuando quieras -dijo Rafael Liévano. ¿El sábado? -propuso Leonor.
¿Por qué hasta el sábado? -preguntó Rafael Liévano.
– Porque el sábado hay luna llena -dijo Leonor.
¿Quieres encontrarte conmigo bajo la luna llena? -sonrió Rafael Liévano. -No -dijo Leonor. -Quiero perderme.
Y eso quería.