Juntos, el primo Gonzalbo y la Filisola construyeron el brebaje de la desmesura que faltaba en ambos. Desafiaron el escándalo familiar para reunirse, él se volvió fiestero y derrochador, ella temperamental y vanidosa, y vivieron su noviazgo de amantes públicos como pudieran haberlo hecho una actriz de moda y su acompañante rico, desbordando sobre los otros la afrenta de su amor y de su felicidad, junto con los temblores por el modesto tabú que su inmodesta pasión transgredía.
Con dispensas apostólicas y abluciones parroquiales, luego de tres años de escándalo, santificaron sus vínculos al empezar el medio siglo, favorito de la Guerra Fría. Casaron y engendraron cuatro hijas, de las cuales una, Natalia, creció lenta de mente; otra, Cordelia, salió bataclana como alguna de sus ancestras, y las dos restantes murieron, la primera en un accidente de coche con su marido, dejando en el mundo a su hija Leonor, y la otra sin causa precisa, en el curso del síndrome funesto traído a la familia más de un siglo atrás por una mujer equivocada, y vivido nuevamente bajo el nombre de Mariana Gonzalbo en las últimas décadas del segundo milenio de la era de Cristo, marcado, como el primero, por el pulso sangriento de la luna y el capricho mortal de las estrellas.
II
Desde el día que su abuela Filisola la peinó frente al retrato, Leonor empezó a visitar el óleo de Mariana y Mariana empezó a reinar en ella, sonriéndole cada vez con la mirada, como anticipando el momento en que la efigie inmóvil movería una ceja, extendería el brazo para pedirle que se acercara y al final bajaría de la tela para ofrecerle un beso, hablar, y rendirle sus secretos.
Una noche, mientras sus abuelos celebraban en los cuartos de arriba el ritual de la cena, que se consumía en el reparto de una bandeja de tés de yerbas y galletas con mermelada, Leonor se soltó las trenzas y bajó a mirarse en el retrato de su tía. Se vio y la vio hasta que la fijeza de los rasgos del cuadro empezó a desvanecerse. Entonces le dijo a Mariana:
– Baja. Quiero que me digas qué pasó.
Pero Mariana siguió mirándola sin moverse, con la burla en los labios, como advirtiéndole que no iba a ser tan fácil, que había mucho camino por andar antes de que pudieran encontrarse.
Vinieron para Leonor las clases en la nueva escuela, los días lluviosos de septiembre, el jugueteo amoroso con Rafael Liévano y la tristeza de la casa húmeda, fría por las tardes, mal rescoldada por calefactores de aceite y por la soledad de sus abuelos. Una tarde, ya cerca del anochecer, Leonor descubrió a su abuela Filisola en el costurero consintiendo un álbum de fotos. Apenas la vio llegar, su abuela cerró el álbum y volvió al bordado.
– Muéstrame las fotos -le pidió Leonor.
– Míralas tú misma -contestó la abuela.
Leonor se hincó junto a ella y empezó a hojear el álbum. No era gran cosa, sólo fotos recientes, todavía sin el prestigio del pasado. Mostraban a los abuelos en un viaje a Italia, juntos pero sin abrazarse frente al Domo de Milán, mirando a lados opuestos desde una terraza en Roma, atendiendo palomas distintas en la plaza de San Marcos de Venecia. Venían luego unas fotos de su tía Cordelia, la cantante, en su última visita a la casa paterna, dos meses atrás. Había fotos de la misma Leonor y de su otra tía, Natalia, jugando al ajedrez, vestidas como Judy Garland en El mago de Oz, y apagando las velas del cumpleaños de Natalia, la Gonzalbo adulta que seguía teniendo nueve años.
– Pensé que eran fotos más viejas -se quejó Leonor, poniendo el álbum sobre sus rodillas.
– Hay más viejas en el armario -informó su abuela.
– No quiero ver fotos -murmuró Leonor. -¿Qué quieres entonces? -preguntó la abuela.
– Quiero saber cómo era mi tía Mariana.
– Como en el retrato del comedor -dijo su abuela Filisola, sin levantar la vista del bordado -Un poco más alta que yo y de mejores piernas. Tenía las mejores piernas de la casa. Esbeltas y fuertes. Y las mejores caderas. ¿Qué más quieres saber?
– Quiero saber de ella. ¿Cómo era?
– No es un asunto del que puedas sacar ejemplo -dijo la abuela, alzando sus ojos por encima de los lentes que amparaban su presbicia. ¿Qué te ha dado ahora por preguntar sobre Mariana?
– Soñé con ella anoche -dijo Leonor.
– Eso nos faltaba, que se metiera en tus sueños -bromeó la abuela Filisola, desatendiendo el bordado para mirar a su nieta con falsa alarma y una cierta sonrisa. -¿Qué hacía en tus sueños Mariana?
– Me desataba las trenzas y me decía: "Tú eres como tu."
– Valiente descubrimiento -dijo la abuela. -¿Por qué me hablas de estas cosas?
– Quiero saber de mi tía.
– ¿Qué quieres saber? No hay mucho que saber o qué aprender de tu tía. Y ya sabes que no nos gusta hablar de eso.
Pero repito: ¿qué quieres saber? Ponme un ejemplo.
– Por ejemplo -dijo Leonor -quiero saber si bebía.
¿Qué pregunta es ésa, Leonor? ¿Qué quieres decir con que si tu tía Mariana bebía?
– Que si bebía, si le gustaba echarse_ sus copas y ponerse alegre y bailar, y cantar.
– ¿Y eso, para qué quieres saberlo?
Quiero saber cómo era. Nunca me hablan de ella.
– No hay mucho que hablar.
– Sí hay -dijo Leonor.
– ¿Como qué te parece que haya que hablar? -se enfrió su abuela Filisola.
– Me gustaría que me contaran de qué murió dijo Leonor.
– De qué murió es cosa que no te importa a ti, ni deberá importarte en el futuro.
– Pero me importa.
– Por morbo, por curiosidad malsana.
– Por lo que sea, pero me importa.
– No sabes ni de qué hablas -dijo la abuela Filisola. -Ve por la bandeja de té, que no tarda en llegar tu abuelo. Anda, y quítate esas mariposas de la cabeza.
A las siete y media de cada noche, salvo los viernes, en que se reunía con sus amigos a jugar cartas en el club libanés -apostar era ya la única pasión de su vida: todas las otras vivían a resguardo de la inspección de los otros y de su propia mirada-, Ramón Gonzalbo entraba a su casa de tres torreones, desdoblaba los periódicos de la mañana y subía por la escalera hojeando los titulares y destrabando el yugo de su camisa, como quien destraba el ganchillo de su armadura.
Había adquirido años atrás el hábito de leer por la noche los periódicos del día, desde que un competidor dueño de un diario, para chantajearlo, había publicado una serie de supuestas revelaciones sobre su vida privada y la mala salud de sus negocios. En medio del alud de mentiras, una mañana había encontrado en la columna del encargado de machacar su fama, la relación de los infortunios de la familia Gonzalbo, empezando con la versatilidad genésica de su propia tía y suegra, fallecida en los años veinte al dar a luz a su mujer, y terminando con una insinuación sobre los entretelones de la muerte de su hija Mariana.