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V

Era una mujer de sueños largos, llenos de dulces enigmas. Poco después de la conversación con Cordelia, soñó la corbata de lunares rojos y el torso de leopardo que Lucas Carrasco le mostraba, sonriendo, sentado junto a Mariana en un diván de altos respaldos. La tapicería del lugar perpetuaba una escena de mujeres secuestradas a caballo por feroces y tiernos jinetes; atrás de esa violencia, a la vez inaceptable y consentida, una manada de leones abrevaba, mezclada con tenues gacelas, en los vados de un río.

Como le sucedía a menudo con sus sueños, despertó rodeada todavía por el aura mágica de la noche, ligera y como eufórica, dispensada del peso del mundo. Pasó media mañana reincidiendo en la evocación de aquella corbata, de aquel torso, de aquella atmósfera de cimitarras y amores imperiosos conque había vestido en lo profundo de su corazón el nombre de Lucas Carrasco.

Creyó encontrar algo de la elegancia involuntaria del torso de su sueño en el torso de su propio abuelo, una noche en que lo observó despojarse de sus arreos externos al llegar de la fábrica para enfundarse en su camisa de seda y el suéter de cashmere, antes de bajar al despacho. Vio los brazos largos y velludos de Ramón Gonzalbo, sus hombros anchos y fuertes aún, marcados por los tirantes de la camiseta sin mangas; vio el inicio de su pecho bajo la garganta, alfombrado por un terso vello gris, disciplinado y generoso. Y vio los movimientos precisos de su abuelo poniendo la camisa que se quitaba en un cesto y metiéndose en dos tiempos exactos en la que iba a vestir para la noche, con una absoluta economía de movimientos. Lo siguió al despacho y se sentó con él, fingiendo, como otras veces, que leía los periódicos que el viejo desechaba, pero en realidad mirándolo, admirándolo, descubriendo en su abuelo al hombre que era, es decir, al hombre que había sido. Lo encontró elegante y sereno en la altura de su edad, capaz de portar bajo su apariencia impecable, una historia de sufrimientos indecibles. Sobre todo, lo encontró natural, suelto, poseedor de una calma soberana, dueño de su propio ritmo en medio de la bulla y la prisa que lo rodeaban. Esperó que su abuelo interrumpiera la lectura para prender el puro que se le había apagado y le dijo:

¿Puedo preguntarte algo?

– Algo -aceptó Ramón Gonzalbo, previniéndose de antemano contra un alud de preguntas.

– ¿Por qué unos hombres están como naturales y otros no? -preguntó Leonor.

– Por la misma razón que unas mujeres son preguntonas y otras no -dijo Ramón Gonzalbo,

sonriendo, antes de volver a su periódico.

– ¿Pero por qué? -insistió Leonor.

– ¿Por qué, qué? -dijo el abuelo.

¿Por qué unas mujeres son preguntonas y unos hombres naturales, y otros no? -insistió Leonor.

– Por ninguna razón -respondió el abuelo. -Porque a unos les tocan unas cosas y a otros otras. Por ninguna razón. La mayor parte de las cosas de la vida no se eligen, simplemente son.

– ¿Como los sueños? -preguntó Leonor.

– Como los sueños -asintió Ramón Gonzalbo.

– ¿Y los sueños pueden predecir el destino? -preguntó Leonor.

– No sé nada de los sueños -confesó Ramón Gonzalbo.

– Pero el destino existe? -preguntó Leonor. -¿Lo que nos pasa está escrito en alguna parte antes de que nos suceda?

– No -dijo Ramón Gonzalbo. -Nos ganamos lo que nos pasa, bueno o malo.

– Pero entonces, ¿por qué a unos hombres les toca ser naturales y a unas mujeres preguntonas, y a otros no? ¿Cuáles son las cosas de la vida que no se eligen y cuáles sí?

– Todas y ninguna -dijo su abuelo.

– ¿Pero cuáles? -dijo Leonor.

– Time is over-dijo Ramón Gonzalbo.

– Pero abuelo, te estoy preguntando.

– Time is over -repitió el abuelo, y volvió a sus periódicos para el resto de la noche.

Durante esos días miró a Rafael Liévano con rigor, buscando en él algo de la distancia y la naturalidad con que Cordelia y sus propios sueños habían obsequiado a Lucas Carrasco. Una y otra vez su mirada encontró sólo el borbotón que era Rafael Liévano, su pelo continuamente caído sobre el rostro y continuamente echado atrás con un relincho, sus atuendos flojos que no alcanzaban a disfrazar el cuerpo que crecía abajo, incómodo en sus límites, ansioso de movimiento, golpes, luchas, fronteras que romper. Miraba la nariz de Rafael Liévano como un borrón en espera de su forma, y miraba sus manos torpes, sus enormes manos de uñas sucias, y las sentía incapaces de las caricias que sin embargo le habían prodigado. A contrapelo de sus recuerdos, encontraba esas manos demasiado grandes e inquietas para detenerse en otro cuerpo con la suavidad de que parecían capaces, en cambio, las manos de su abuelo y las manos ondulantes que flotaban en sus sueños acompañando el torso de Lucas Carrasco.

Pero la enloquecía Rafael Liévano. Apenas se cruzaba con él en la escuela o lo dejaba cruzar sin la escuela por su cabeza, trepaban por ella los recuerdos de su cuerpo sudado y de sus piernas duras y su pecho lampiño. Desde la fiesta inaugural de Día de Muertos, Leonor lo había dejado llegar otras dos veces hasta ella. Mejor dicho: se había dejado ir hasta él sólo dos veces. Cada vez, al terminar, llena de Rafael Liévano como del aura de sus sueños, se había separado de él para sugerir lo que sus caricias y sus recuerdos desmentían: que había reincidido por accidente, en un momento de locura que no debía repetirse.

– Estás loca, Gonzalbo -decía Rafael Liévano, deportivamente resignado a los ciclos de besos y rechazos de Leonor.

Algo profundo en ella, algo que tomaba la forma de una teoría sobre la naturalidad deseable de los hombres, la inducía a ese juego de la aceptación y el rechazo, como si repudiara la noción de una entrega incondicional que al mismo tiempo deseaba como ninguna cosa en la vida.

– Estás como la loca de Mariana -le devolvió una noche, luego de escucharla, su tía Natalia, con la feroz y dulce lucidez que salía a veces como un rayo de entre las brumas de su retraso mental.

Bastaba que la quisieran de verdad, para que saliera corriendo. Si hubiera sido pájaro, le habría dado varias veces la vuelta al mundo buscando no dónde comer, sino dónde no comer. Yo por mí, la hubiera encerrado en la jaula de los canarios. Vieras que hubiera aprendido a comer donde hay, no donde no hay.

Natalia era una mujer de facciones serenas y soberbias, como todas las Gonzalbo, pero estaba injertada en un cuerpo sin tensión. Vivía en la recámara más soleada de la casa, el cuarto de la terraza cubierta de cristales que daba al inmenso fresno y al jardín que ella había sembrado hasta el desbordamiento con toda clase de árboles propicios a la frecuentación de los pájaros. Había convertido su propio cuarto en un pequeño aviario, una colección de vuelos y trinos sin reposo, cuya alharaca febril era la representación justa del desorden vibrante de su alma. Su habitación, lo mismo que la terraza cubierta de cristales, estaba llena de jaulas de todos tamaños y colores. No salía de su cuarto ni ponía un pie en la planta baja de la casa. Iba de los pájaros cautivos en las jaulas de su habitación a la asamblea de pájaros libres del jardín, y ése era todo su itinerario. Metida en batones romanos o en huipiles yucatecos, Natalia pasaba el día yendo de su habitación a la terraza, de una jaula a otra, hablando con los pájaros, parloteando con los pericos, silbando, graznando, gorgoreando, pelando los ojos frente a la guacamaya, poniendo alimentos en una jaula, lavando los desechos de la otra, cambiando fundas, repintando barrotes, dirigiendo su loca orquesta en cautiverio con un interminable fluir de música que corría a todo volumen desde el aparato de sonido en una mezcla tan atrabiliaria de ritmos y géneros como la de los pájaros cautivos en las jaulas de su reino. Por las noches, cuando los huéspedes de las jaulas dormían bajo sus fundas y los del jardín bajo el auspicio intermitente de la luna, la bulla de los pájaros continuaba en la cabeza de Natalia, cortejando las ceremonias arduas del insomnio y el fantasma ciclotímico de la melancolía.

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