– ¿Les llamo a tus amigas?
– Les llamas a mis amigas para qué, idiota.
– ¿Para que salgan conmigo?
– Mis amigas no salen contigo, idiota.
– Cualquiera de ellas -se jactó Rafael Liévano.
– Ninguna, idiota -se afirmó Leonor.
– Ninguna que tú sepas, babosa -correspondió Rafael Liévano.
– No me digas babosa -resintió Leonor. -Pues no me digas idiota -remontó Rafael Liévano. -Llevas dos semanas de llamarme idiota.
No puedo ser idiota dos semanas seguidas.
– Llevas todo el tiempo dé ser un idiota -remató Leonor. -Me echaste de cabeza con tu llamada. Dije que había salido contigo, y me echaste de cabeza al llamar. ¿Ya entendiste?
– Ya entendí. Pero yo qué culpa tengo.
¿También tengo que adivinar tus mentiras? Y, además, ¿a dónde fuiste?
– Qué te importa.
– No me importa. Sólo quiero saber con quién te fuiste, -dijo Rafael Liévano. -¿Para eso te peleaste conmigo? ¿Para salir con otro?
– Te falta clase -se escurrió Leonor. -No sabes lo que es una mujer.
– Sé lo que eres tú: una cabrona -explotó Rafael Liévano.
– No sabes nada, idiota -repitió Leonor.
– Que no me digas idiota -dijo Rafael Liévano, fuera de sí, golpeando un muro.- ¿Qué te pasa, carajo?
– Nada que puedas entender -dijo Leonor. -Me lleva la chingada -dijo Rafael Liévano,
golpeando otra vez el muro.
– Ya te llevó -dijo Leonor.
Después de la comida de ese día, cuando pasaba rumbo a su cuarto mondando una granada, la mano de Natalia la llamó.
– Te cayeron, mocosa -le dijo. -Ya saben quién eres. Y lo cabroncita que estás resultando. Me hubieran preguntado a mí, y yo les hubiera dicho hace rato. Pero como piensan que estoy loca, tienen que dar más vueltas.
– ¿De qué hablas, tía? -se hartó Leonor, amargada por una nervadura de la fruta.
– De ti y de los abuelos -respondió Natalia. -Les dijiste que te ibas con tu novio. Pero tu novio llamó preguntando por ti, y dijo que no había salido contigo.
– ¿Eso dijo?
– Eso dijo cuando llamó, como a las siete -precisó Natalia. -Pero luego tú les dijiste al llegar, como a la una, que habías estado con él. Ellos sabían que no, desde las siete. Así que te cayeron redondita, justo lo que no estás, salvo en las nalgas. Nalgona como todas las Gonzalbo. Nalgadas es lo que necesitan esas nalgas, carajo.
Leonor sintió encenderse su rostro con el color de la granada, sitiada por la vergüenza de que sus abuelos la hubieran sorprendido no una, sino dos veces. Y de que hubieran tenido la elegancia o la maldad de dejarla improvisar en descampado, y atascarse frente a ellos en un montón bisoño de mentiras.
Al caer la tarde, antes de que su abuelo volviera de la fábrica, se escurrió hasta el costurero donde su abuela se refugiaba a bordar los pequeños bastidores de tela que desafiaban su presbicia y contenían su soledad. Se puso junto a ella como solía, escurriéndose igual que un gato, en convenido silencio y fingida indiferencia mutua. Cuando sus movimientos de posesión terminaron y fue claro para ambas que no había sino que hablar, Leonor reconoció:
– Te mentí anoche.
Sin suspender su tarea de bordado ni mirarla, la abuela contestó con una voz remota:
– Ya lo sé.
Siguió un silencio que duró un mundo y tres hilvanes.
– Quiero pedirles perdón -dijo Leonor. -No salí con Rafael Liévano. Salí con otra persona que quizá a ustedes no les guste. Por eso mentí.
– ¿Nosotros somos los culpables de que hayas mentido? -preguntó litigiosamente la abuela, mirándola ahora por encima de sus lentes bifocales. ¿Mentiste por nosotros?
– No, mentí por temor a ustedes -dijo Leonor.
– Entiendo -dijo la abuela Filisola, volviendo el hermoso perfil recto a su labor. -¿Con quién saliste entonces, que no nos gusta?
– Con una amiga de mi tía Mariana -dijo Leonor.
– ¿Cuál de todas? -preguntó la Filisola, volviendo a interrumpirse en su bordado. -Ninguna nos gustó demasiado.
– Carmen Ramos -soltó Leonor sin dar más vueltas.
El nombre cayó como una piedra sobre la esgrima de su abuela. Leonor la vio palidecer y tragarse el pulso, sin un solo movimiento del rostro o el cuello.
– ¿Ésa? -dijo su abuela Filisola, poniendo en el énfasis todo el desaliento de sus años. -Hiciste bien en mentimos, entonces.
– Por qué abuela, qué importa -avanzó Leonor, buscando la zona de sus confidencias de la noche pasada.
– ¿Qué te contó?
– Me contó la última noche -dijo Leonor.
– ¿Cuál última noche?
– La última noche que vio a mi tía Mariana -dijo Leonor. -La noche en que ustedes fueron a recoger a mi tía a su departamento.
– La entregó muerta, perdida -dijo la abuela Filisola.
– Cuéntame -suplicó Leonor. -Quiero saber qué pasó. Cuéntame tú, que lo sabes.
– Ya te lo ha contado Carmen Ramos -dijo rasposamente su abuela. -Que te cuente lo demás.
– Cuéntenmelo ustedes -se revolvió Leonor. -Ustedes saben lo que pasó. ¿Por qué tengo que preguntarlo fuera?
– Porque afuera le hicieron el daño -dijo su abuela Filisola, sin ceder un recuerdo. -Nosotros lo cosechamos, nada más. Y es todo lo que vamos a hablar de eso. Te lo he dicho las veces suficientes: deja el recuerdo de tu tía muerta en paz, como lo hemos dejado nosotros.,,Y no quiero en esta casa oír hablar más de Carmen Ramos.
Regresó a su bastidor y a su silencio como a una cueva de sombras. Al menos así la soñó Leonor esa noche: ciega, guiada por un enorme perro con cara de hombre, sorteando un lauredal rumbo a un confín oscuro, tersa y dueña de sí, dejando que sus pasos rituales la despidieran del mundo. Despertó llorando, sin dolor ni sufrimiento, ni resabios ni temor, simplemente distinta, como lavada por las lágrimas que había traído el sueño, separada de su abuela por primera vez.
Por segundo día consecutivo, su abuelo la esperaba para hablarle en el desayunador.
– Nos has dado la peor explicación que podías damos -le dijo, al terminar el desayuno. -Si esto sigue así, habrá que tomar otras medidas. Por lo pronto, he tomado esta: el mes siguiente no hay salida ni fiesta que no sea con permiso expreso, y llevada y traída por mi chofer, a quien voy a pagarle extras por esos servicios.