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– Ninguna de las tres cosas respondió Lucas. -¿Cuáles tres cosas? -se sonrió Leonor. -Ni eres una niña, ni estabas borracha, ni te entregué en tu casa.

Leonor aceptó las dos primeras cosas y no quiso abundar en la tercera.

– Hiciste bien -le dijo. -Al final mi abuela me lo contó todo.

– ¿Qué te contó tu abuela?

– Lo que vine a contarte -dijo Leonor. -¿Y qué vas a contarme? -El secreto final de Mariana. -Soy todo oídos.

Pero Leonor no contó nada sino hasta el final de la comida, y con una sola frase:

– Hubo otra gente con Mariana. -¿Qué otra gente? -saltó Lucas.

– La gente que la embarazó -dijo Leonor.

– Mariana murió de un aborto.

Vio a Lucas empalidecer y ahuecarse frente a la mesa, como si el pecho se le hundiera en las espaldas.

– Te lo digo porque creo que debes saberlo -siguió Leonor, caminando sobre la línea de sombra

que mezclaba por partes iguales sus ganas de herir y de curar a Lucas. -¿Ya lo sabías?

– No -dijo Lucas, echando mano de la botella de vino, que estaba intacta, para servirse un sorbo. -No lo sabía.

– Es el secreto que se tenían guardado mis abuelos -explicó Leonor, gozando su superioridad condescendiente. -No decidieron a tiempo que mi tía abortara, y se les fue en un accidente, por una hemorragia.

– Más despacio -suplicó Lucas. -¿Cuál accidente? ¿Cuál hemorragia?

– La hemorragia y el accidente -repitió, comprensiva y risueña, Leonor. -Te lo voy a contar todo. ¿Dónde quieres que empiece?

– Donde quieras -dijo Lucas. -Pero no aquí. Vamos a mi casa.

– En tu casa hay camilleros y doctores -jugó Leonor.

Lucas no hizo caso. Dejó el pago en efectivo sobre-la mesa, tomó la botella y salió caminando del sitio, adelante de Leonor, sin cuidarse de verificar que lo seguía. No hablaron en el camino. Lucas fue sorbiendo la botella y Leonor esperándolo, montada en el privilegio de saber más y haber sufrido ya lo que a Lucas apenas estaba cayéndole encima.

– ¿Cuál aborto? -preguntó Lucas, cuando se instalaron en la sala de la casa. -Dijiste de un aborto, ¿cuál aborto?

Entonces Leonor le contó, hilo por hilo, la madeja que había desenredado frente a ella su abuela Filisola. La contó sin ahorrar nada, hasta quedar de nuevo atrapada…en su absurda y amarga maraña. Cuando terminó, lloraba de nuevo. Lucas la miraba desde el hueco de su sillón como si se hubiera hundido en él para siempre y no fuera capaz de ponerse de pie por el resto de sus días. Tenía los ojos inyectados. No de llanto sino de conocimiento. Y las venas de su frente se habían hinchado, igual que el río de los sueños de Leonor.

– El enigma que queda es de quién era el bebé -dijo Leonor cuando recuperó el aliento.

– Así es -masculló Lucas Carrasco, inmóvil y sombrío en el sofá donde estaba enterrado.

No habló más. Sorbió trago a trago la botella de vino, metido en una cavilación autista de la que no hizo el menor esfuerzo de salir, ni siquiera cuando Leonor le dijo que debía irse y vino a despedirse con un beso. Besó la cabeza ardiente y apretó las manos heladas de Lucas Carrasco, a sabiendas de que actuaba una escena terminal y que había hecho todo el daño y el bien que la verdad puede hacer. Lucas alzó entonces el brazo deteniéndola en su huida y le dijo:

– No es un enigma para mí.

Se puso trabajosamente de pie, la tomó de la mano y la jaló a su estudio:

– Quiero que leas algo -explicó.

Leonor fue tras él. Vio sus hombros vencidos, su cabello escaso en la coronilla, el estrago de la edad inyectado a su cuerpo por la revelación y la memoria. Ya en el estudio, Lucas sentó a Leonor en su propia silla de trabajo, frente al escritorio atestado de papeles. Con lentitud y precisión maniática de viejo, fue a un punto y otro del librero para extraer dos libros. Hojeó y abrió en la página buscada el primero, y lo puso en las manos de Leonor.

– Lee ahí -le dijo, señalando un pasaje subrayado en verde por una mano meticulosa.

Era un ejemplar de Lucre-da contra la luna, la novela de Lucas y Mariana que Leonor conocía aunque, a estas alturas, prácticamente la hubiera olvidado.

– Lee -insistió Lucas, mientras extraía del cajón principal del escritorio unos cuadernos de pastas duras.

Leonor leyó el pasaje señalado y lo recordó de inmediato. Decía:

Hubo una última vez. Era fresca la noche, pero a la vez tierna y cálida, y estaba la luna propicia en lo alto de enero. Sacaron una colcha al balcón y se tendieron en ella, sobre la cama resplandeciente de sus recuerdos. Bajo la luz de la luna, el cuerpo de Lucrecia era doblemente blanco y liso, y su mirada hipnótica venía de lejos, como en un sueño de títeres sin habla. Le pidió perdón y quiso amarla como la había amado alguna vez, sin reservas ni silencios interiores. Pero había un velo entre ellos. Lucrecia estaba en otra parte, corno tomada por la luna, y dentro de él crecía una pandilla de recuerdos negándose, previniéndolo contra el día de mañana.

– No fuiste tú ni fui yo -dijo Lucrecia al final, en su oído. -Fue la luna, que no nos dejó solos.

Y se durmió junto a él con los ojos de títere abiertos, bajo el fulgor redondo y vigilante del círculo que mandaba sobre ellos desde el cielo.

– Ahora quiero que leas esto otro -dijo Lucas, abriendo frente a ella uno de los cuadernos de pastas duras que había sacado del escritorio.

Era su diario. Estaba escrito a mano con una letra enmarañada pero accesible. La entrada que le ofreció leer a Leonor decía:

Recaer en Mariana. Como en una enfermedad o en un vicio. Casi un año de asepsia y al abrir, el absceso incurado. Su memoria radiante, intacta. Como el dolor en la boca del estómago que la recuerda. Así amanecí.

A la medianoche, la necesidad del adicto me sacó a la calle en busca de ella. Pasé dos veces frente a su edificio y vi las luces prendidas. Pensé que estaría con otro otra vez. Que debía telefonear para prevenirme. Pero no quería prevenirme. A la tercera vez, bajé. Subí temblando, recordando cada detalle de la escena anterior. Cada detalle: "No estoy sola" y lo demás. Había música igual que aquella vez. Igual que aquella vez, Mariana me abrió en bata. Desnuda bajo la bata. No dijo nada. Me miró como haciendo un esfuerzo por reconocerme. Su rostro era flaco y pálido. El pelo crecía como una melena de león desde su frente amplia. Le cubría los hombros y se derramaba sobre su espalda.

"Te estaba esperando', dijo al final, como si le hablara a alguien que estaba atrás de mí, a otro. Me tomó de la mano para hacerme pasar y cerró con la otra su bata. Me sentó en un sillón de la sala, junto a la pequeña terraza. Me preguntó si quería tomar algo y vino a sentarse a mis pies con unas bolsas de yerbas que mezcló en una tetera. Luego me dijo:

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