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– Nada _-suspiró la Filisola. Había dejado de cepillar a Leonor y tenía las manos entre sus piernas, blandiendo el cepillo al hablar como una apagada batuta que ordenaba el rumor de sus recuerdos. Leonor pensó que era hermosa sentada ahí, anciana y serena como un estanque, explorando sin aspavientos sus profundidades. -Yo lo hice sólo para no decidir así, improvisadamente, antes de acabar de entender el cuadro. Al menos, eso creí al principio: que el cuadro estaba claro y que había sólo que damos tiempo para verlo como era. Pero el cuadro no era claro y en cuanto le dimos tiempo. se complicó. Tu abuelo pasó esa noche en vela. Ido, como Mariana, clavado en su dolor. Yo sé cuál era ese dolor, porque en parte era un dolor que me debía a mí.

– ¿Por qué a ti?

– Cosas de la vida -volvió a suspirar la Filisola. -Cosas que yo sabía antes, pero sólo entendí esa noche. Mira, tu abuelo siempre quiso que tuviéramos un varón, pero sólo tuvimos mujeres. Lo del varón fue siempre un pendiente de tu abuelo, que yo no le pude dar. No sólo eso sino que, allá cuando andaba cumpliendo él sus segundos cuarentas, nuestro amor se enfrió. Mejor dicho: yo me enfrié. Perdí la brújula y el gusto por todo, incluido tu abuelo, que me había gustado toda la vida como comer con los dedos, si me entiendes.

– ¿Como comer con los dedos? -repitió, complacida, Leonor.

– Algo ya sabrás de eso -sonrió la Filisola, acercándola a su pecho. Leonor la sintió respirar combatiendo el ahogo que seguía rondándola. -El caso es que le perdí el gusto a tu abuelo, dejamos de comer con los dedos, y él buscó otra mesa donde comer. Me da rubor y un sentido de abuso contarte esto.

– Te puso los cuernos mi abuelo? -saltó Leonor, sobre los pudores de su abuela.

– No -dijo la Filisola. -Tu abuelo no fue de ponerme cuernos, aunque becerras le puedan haber sobrado. Lo que tu abuelo hizo fue conseguirse un amor. Un amor de verdad. Yo lo supe años más tarde, porque oí algo y mandé investigar. Lo investigaron para mí y lo supe por la investigación. Tu abuelo se consiguió el amor que yo no le daba con una muchacha menor que él, que lo adoró. Lo seguía adorando cuando ella misma le contó a mi informante las cosas, cinco años después. Tu abuelo le puso una casa y durante tres años comió en ella varios días de la semana, como en su casa, con su mujer. El resultado, con el tiempo, fue un embarazo. Tu abuelo tenía entonces una crisis de edad, la depresión de estar envejeciendo, y le entró la obsesión de que podía engendrar un tarado o un fenómeno, por la vejez de sus genes.

Es una obsesión familiar, ya sabes, la de que algo pasa en la familia que se engendran cosas raras. El caso es que hizo que su mujer se hiciera una de esas punciones que determinan muy temprano en el embarazo si el producto, como ellos dicen, tiene o no problema. No lo tenía. Pero en esa punción se podía saber también el sexo del bebé. Y lo supieron. Resultó que era un varón, el varón que tu abuelo siempre había deseado.

– Todos los hombres son iguales, unos perfectos cabrones -tomó partido Leonor.

– No, todos los hombres son distintos -dijo la Filisola. -En eso radica su secreto. Y el nuestro. Yo no culpo a tu abuelo. No lo culpé entonces, menos lo culpo hoy. En el fondo quizá me hubiera gustado que tuviera su varón, aunque fuese por fuera, porque eso lo hubiera completado y lo hubiera mejorado también para mí. No lo sé. A lo mejor lo hubiera apartado.

En esa época, pensándolo bien, no sé si me hubiera importado mucho que se fuera. No sé si en el fondo deseaba que se fuera y si en el fondo no hizo sino lo que yo quería. Pero ésas son cosas de las parejas que sólo se aclaran con los años.

No tienen importancia para ti ahora, tampoco para mí, son asunto del pasado. Lo cierto es que tu abuelo celebró la noticia de su varón con una cena a la que invitó a sus amigos, los mismos que venían a mi casa a nuestras cenas. Celebraron como lo que son o quieren ser en el fondo los hombres: machos engendradores, jefes de varias hembras y de su propia manada.

– Ahí está -saltó Leonor. -Ya ves que en el fondo todos son iguales.

– Sólo en las cosas menos interesantes -concedió la Filisola. -Pero es cierto que en todo aquel asunto, lo menos interesante tuvo su importancia.

– ¿Qué pasó? -preguntó Leonor.

– La suerte se emperró con él -dijo la Filisola. -Tu tía Natalia tuvo una hospitalización por descompensaciones tiroidales y estuvo a punto de morir. Fue terrible. Aquella enfermedad le descompuso a tu abuelo su manada real, su manada de mujeres. De pronto se las encontró a todas desamparadas, llorando por Natalia, velándola en el hospital. Tu tía Mariana tenía doce años, tu tía Cordelia trece. Tu mamá, que tenía catorce, aullaba todo el día diciendo que iba a matarse si su hermana Natalia moría. El sufrimiento de sus mujeres fue lo que regresó a tu abuelo a la casa, lleno de remordimientos y culpa. Lo regresó a sus hijas, y lo regresó a mí, si me entiendes.

– ¿Te volvió a gustar?

Volví a necesitarlo cerca, y de su cercanía resurgió lo demás -dijo la Filisola. -Mientras Natalia estaba en el hospital, nuestros amores reverdecieron, por decirlo así. Desde entonces pienso que la pena y el remordimiento pueden ser afrodisíacos, si me entiendes lo que digo.

– Porque le gustabas -alegó Leonor.

– Le había gustado antes, y él a mí. Pero el gusto es también cuestión de tener ganas, de ponerte en el camino del gusto del otro. Es cosa de ofrecerte con gusto y aceptar con gusto cuando se te ofrecen. No sé qué cosas te estoy contando a ti, ni por qué ando diciendo estas cosas.

– Porque me debes muchos años de peinarme de trenza -se quejó Leonor.

– Puede ser -dijo su abuela Filisola. -O será sólo que ando de ofrecida con mis penas.

– Puede ser -la remedó Leonor, y agregó burlonamente. -¿Qué hizo mi abuelo con su remordimiento?

– No lo odies, no sabes quién es -pidió la Filisola. -El remordimiento lo llevó a terminar el amor que tenía fuera de casa. Fue y le dijo a su otra mujer que no podía seguir en dos carriles y que su vida estaba previamente decidida en uno. Herida y despechada, la mujer decidió no tener el niño. Pero no se lo dijo a tu abuelo sino hasta que era un hecho consumado. Lo hizo como una revancha, para vengarse y para que no quedara en ella ninguna huella de él. Yo sé que tu abuelo, porque sé quién es, no ha podido perdonarse aquella amputación que él juzgó siempre su culpa. El recuerdo de esa amputación fue la que lo hundió cuando Necoechea le dijo que el bebé de Mariana era un varón: la culpa del varón que había matado, según él, para permanecer fiel a nosotras.

– Ay, abuela, eso es horrible -dijo Leonor echándose en sus brazos.

– Esa noche que lo vi velar -siguió su abuela, abrazándola. -pensé que había que darle al menos un poco de tiempo, para que pudiera separar el trance de Mariana de su hijo perdido. Eso pensé al principio: que aplazaba la decisión por él, para darle tiempo a él. Pero como a los dos días, luego de una discusión muy fuerte con tu mamá, siempre eran fuertes las discusiones con tu mamá, me descubrí yo misma irritada con la idea de que Mariana perdiera su primer niño y que se repitiera en ella el estúpido destino de todas nosotras, siempre enredadas en malogros de nuestras pelvis, muriendo en partos o pariendo locas. Me sublevó la idea, y me enganché con tu abuelo. Me dije: "Si el que va a nacer es un hombre, quizá eso rompa el hechizo. No una mujer, sino un hombre, y adiós a la historia de las Gonzalbo." Me quedé muy contenta con ese desplante, pero poco a poco descubrí que había en mí una razón menos loca y menos noble. Descubrí que yo también tenía una culpa que no me dejaba vivir. La situación de Mariana me la sacó de adentro. Es una cosa que tiene que ver con Natalia, y te la voy a contar. El parto de Natalia fue mi primer parto. Fue un infierno. Por esta misma historia de la pelvis estrecha que al final es la única maldición de las Gonzalbo: tener el vientre amplio y la pelvis estrecha, alegría para engendrar y problemas para parir. El parto de Natalia duró horas. Ya lo sabes: su retraso mental viene de ahí, de la falta de oxígeno en esa batalla que nos destrozó a las dos. Cuando me la trajeron, yo estaba tan lastimada que no quise verla. La repudié como si su lucha conmigo hubiera sido intencional, como si me hubiera lastimado a propósito. Yo tenía veinticuatro años y era en el fondo una niña casi igual que ella. Y como una niña le reproché. Cuando me enteré de sus lesiones, y de que serían permanentes, me dije que era mi castigo por haberla repudiado. Nunca me quité de ahí, cargué con eso toda mi vida. Todavía hoy, cuando veo a tu tía Natalia entre sus pájaros, siendo la niña grande que es, el calor me sube por el cuerpo y vuelvo a repudiarme por esa escena en que la repudié a ella. Bueno, pues la idea de repudiar también al hijo de Mariana, de volver a alzar mi voluntad contra algo tan indefenso, me paralizó de horror.

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