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– Bienvenida otra vez -oyó la voz de su abuela a sus espaldas. Al voltear la vio, sentada como una diosa antigua bajo la luz en el sofá, con sus costuras en el regazo y los ojos vibrantes de emoción y de dicha.

– No quiero verte -le dijo. -Ni al abuelo tampoco.

– Ya lo sé,-dijo su abuela Filisola, pero siguió sin inmutarse: -Lucas llamó ayer dos veces preguntando por ti.

– Lucas me entregó -dijo Leonor, descontando también su presencia.

– Lucas Carrasco te salvó -sentenció la abuela. Completó después su parte informativo: -También llamó Rafael Liévano.

– Pobre Rafael Liévano -dijo Leonor, y se volteó sobre la almohada mordida al fin por la pena y el vacío del mundo que había perdido, que el río se había llevado, que la luna había vuelto un aluvión de escombros y aullidos en su pecho.

Al cuarto día se levantó de entre los calmantes, porque no le hicieron tomar más. Luego de semana y media de ausencia regresó a la escuela. Rafael Liévano la trajo a casa en el coche al mediodía y Leonor le dijo al llegar:

– Me puse loca. -Ya estabas.

– No, me puse loca de verdad. ¿Eso qué quiere decir?

– Que terminemos un tiempo -pidió Leonor. -No es necesario -dijo Rafael Liévano. -Sí es -definió Leonor.

– Podemos ser amigos -propuso Rafael Liévano.

– No podemos -concluyó Leonor.

Esa noche, su abuela entró por segunda vez en su cuarto y le pidió que la dejara peinarla. -No -respondió Leonor.

– No puedo decirte de frente lo que tengo que decirte -explicó su abuela con una sonrisa.

– Si quieres que te lo diga, tengo que peinarte. Al menos para empezar.

¿Qué quieres decirme? -preguntó Leonor. -Mientras te peino -la venció su abuela. Se puso de espaldas a su abuela frente al espejo del tocador. La vio acercarse con veneración y tristeza a su mata de pelo, meter en ella los dedos y mirarla como si mirara un bien pasado, un reino perdido. El bien perdido, pensó, y el reino pasado de Mariana.

– Siempre tuve la manía de peinar a mis hijas -dijo la Filisola, corriendo el cepillo sobre el pelo y la espalda de Leonor. -He pasado por los pelos de mis hijas más veces que por sus vidas. Por el tuyo también.

– He padecido tu trenza toda mi vida -le dijo Leonor.

– Y yo los peinados exóticos de mis hijas.

Siempre les gustó llamar la atención.

– Igual que tú en tus fotos de antes de casada -dijo Leonor. -Te peinabas como artista de cine, no digas.

– Era otra cosa -sonrió la Filisola.

– Era exactamente lo mismo -refutó Leonor. -Locas estaban todas, como tú dices, pero empezando por la dueña de la mata.

– Eso decía Mariana -recordó la Filisola. Cepilló después un rato a Leonor, sin hablar, como si la meciera en sus brazos.

– Antes de que muriera, peiné a Mariana casi una hora. Le gustaba, me dijo que era como si la arrullara, como si volviera a ser mi niña.

Vino una pausa. Leonor sintió a la Filisola trabarse, dudar, sobreponerse. Su respiración cambió, se hizo más rápida, su voz menos ligera. Y con el reinicio del cepillo sobre su pelo, oyó su voz empeñosa, decidida, resignada:

– Todo lo que te dijo tu abuelo sobre Mariana es verdad.

– Salvo lo fundamental -devolvió Leonor.

– Salvo que Mariana no murió de una embolia -siguió la Filisola, saltando la interrupción. -Murió de una hemorragia.

– Una embolia es una hemorragia -dijo Leonor. -Eso es lo que me dijo Mireles.

– La hemorragia de Mariana -dijo la Filisola -fue por un mal embarazo.

– ¿Mariana estaba embarazada? -volteó hacia su abuela, incrédula y sorprendida, Leonor.

– Tenía casi cuatro meses de embarazo -aspiró la Filisola, quitándose con el dorso de la mano las lágrimas que habían empezado a escurrir sobre sus pómulos encendidos. -No lo supimos sino hasta que entró al hospital. Cuando la recogimos en su departamento, tenía ya mes y medio. Aquí en la casa pasó otro mes, sin que nos diéramos cuenta. Fue al entrar al hospital cuando lo detectaron.

¿Pero Mariana no sabía?

– Quizá -dijo la Filisola. -A lo mejor por eso le urgía irse, volver a su departamento. Pero si lo supo, hizo todo por ocultarlo.

Su obsesión no era ésa, sino que se sentía presa aquí, vigilada. No era sencillo. Su equilibrio mental era frágil. No sabías cuándo estaba bien o cuándo estaba mal. Hablaba muy poco, se le perdía la vista. Quizá supo de su embarazo, pero no estaba en condiciones mentales de hacerse cargo de él. El problema fue que nosotros tampoco.

¿Por qué?

– Fue una sorpresa que tardamos en asimilar. Necoechea nos dijo en cuanto supo, pero ya iban casi tres meses de embarazo. Según Necoechea, las condiciones físicas de Mariana difícilmente resistirían la carga. Había riesgo de un aborto en una etapa avanzada de la gestación, y eso era más peligroso que la misma enfermedad de Mariana. Había posibilidades de éxito, pero el cuadro era negativo. Tu abuelo le preguntó qué hacer. Necoechea le dijo que eso teníamos que decidirlo nosotros: "Yo no puedo recomendar una salida." Entonces tu mamá le saltó encima a Necoechea, porque tu mamá fue la única de sus hermanas que estuvo presente en esos líos. Fue la única que supo, además de tu abuelo y yo. Le dijo: "¿La alternativa es un legrado ahora, antes de que avance el embarazo?" "Desde el punto de vista clínico", dijo Necoechea, "un legrado ahora sería lo más sencillo". "¿Como médico, eso es lo que usted sugiere?", le preguntó tu mamá. "Como médico yo les digo los riesgos de cada alternativa. Pero no puedo sugerir en esta materia. Es una materia moral". "Es la salud de mi hermana", dijo tu mamá. "¿Qué tiene que ver la moral? Es un problema de salud, no de moral." "Para mí es un problema moral," dijo Necoechea. "Y ustedes tienen que decidirlo" "¿Qué haría usted en nuestro caso?", le preguntó tu abuelo. "No quisiera estar en su caso", dijo Necoechea. Entonces tu abuelo hizo una pregunta absurda, que luego fue terrible. Preguntó: "El bebé que viene, ¿es hombre o mujer?." Y Necoechea le dijo: "Hombre". Tu mamá volvió a saltar: "¿Qué importa si es hombre o mujer? Lo que importa es la salud de mi hermana."

Pero yo vi a tu abuelo ponerse pálido, y perder el habla. Tu mamá dijo: "Hágale el legrado, ya." "Como ustedes me indiquen", dijo Necoechea, mirándonos a tu abuelo y a mí. Eso desautorizaba la decisión de tu mamá y la trasladaba a nosotros. Yo entendí que tenía razón, que debíamos decidir nosotros, y le dije que nos diera un tiempo para pensarlo. Tu mamá salió del cuarto hecha una furia, pero yo le insistí a Necoechea que nos diera un tiempo para pensarlo.

– Tenía razón mi mamá -alegó Leonor. ¿Qué iban a pensarle?

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