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Capítulo 20: Estados Unidos

«El destino llega, no puede buscarse.»

Zhang Joling, siglo vii

Al cabo de dos días me encontraba en el campus de la Universidad de William y Mary, en Virginia, con la misma sensación que si acabara de entrar en algún sitio tan vasto y tranquilo como el cielo vespertino de una noche de pleno verano. Delante de mí, unas extensiones de césped recién cortado se sucedían sin interrupción hacia una línea de delicados edificios de ladrillo rojo de dos pisos. Acababan de regar el césped y las gotas de agua relucían bajo la luz del sol sobre la hierba verde y húmeda.

Ningún muro rodeaba el campus. Nadie miraba por encima de mis hombros o escuchaba a escondidas mi conversación. No circulaban mortíferos cuchicheos. De haber gritado, no habría habido eco. Si hubiese alzado las manos y hubiera empezado a bailar por el césped, allí no habría habido miradas que me juzgaran. Al fin era libre.

Había llegado inesperadamente pronto para el año académico que iba a empezar, de modo que el presidente de mi departamento, el profesor Herbert, y su esposa me recibieron en su casa mientras esperaba a que se abrieran las residencias para los alumnos de posgrado, dos semanas más tarde. Los Herbert vivían en una vieja casa marrón enclavada en lo profundo del bosque; unos groselleros silvestres crecían a lo largo del camino de entrada. La señora Herbert era una amable mujer de alrededor de cincuenta y cinco años que en su cálida cocina hacía guisos y preparaba lo que para mí eran nuevos manjares occidentales. Después de cenar, el profesor Herbert solía subir a su estudio para finalizar cualquier trabajo que quedara del día. La señora Herbert y yo quitábamos la mesa, cargábamos el lavavajillas y luego nos sentábamos en la mesa del comedor para hablar de nuestras vidas. Ella era la que más hablaba; me enseñaba fotografías de sus hijos y me contaba historias de su niñez y de sus visitas a su hijo y su hija, entonces ya mayores. Yo no entendía casi nada de lo que me explicaba, a excepción de unas pocas palabras como «hija», «trabajo», «Washington DC», «novio» y «coche deportivo». La mayor parte del tiempo me limitaba a sonreír. Le enseñé el puñado de fotografías de la familia que llevaba conmigo e intentaba explicarle, con gran dificultad, quiénes eran y cómo se ganaban la vida. Cuando no encontraba las palabras adecuadas, lo intentaba con gestos.

Después de nuestra charla, yo me dirigía al primer piso, a la antigua habitación de su hija, donde dormía. Las fotografías de su hija adolescente y sus amigos que veía en las paredes me mostraban la infinita libertad y belleza con las que aquélla había crecido y, aunque era agradable verlas, a menudo me hacían sentir terriblemente sola. A cada momento se me recordaba, de forma inequívoca, que me encontraba en un país extranjero respecto al cual no tenía una verdadera comprensión; todo cuanto me había imaginado resultaba ser por completo inadecuado o erróneo. Pero la amabilidad de la señora Herbert me recordaba a mi madre, muy parecida a ella en cuanto a edad y ternura. En mi mente aún veía el pequeño apartamento de mis padres y sentía el amor que rebosaba en aquel minúsculo lugar. Esparcí las fotografías de mi familia que le había enseñado a la señora Herbert y lloré. Echaba de menos mi hogar y quería volver. Me sentía como si fuera un recién nacido que deseara regresar al calor, la seguridad y la nutrición que le proporcionaba el útero materno.

Escribí muchas cartas durante aquellos días: a mis padres diciéndoles que quería volver a casa y a mi marido Eimin rogándole que viniera a Estados Unidos lo antes posible. Durante aquellas largas tardes también pensé en Dong Yi y me preguntaba dónde estaría. A veces me lo imaginaba en su felicidad doméstica preparándose para la llegada de su primer hijo, mientras que otras veces temía cosas horribles. Me acordé de la visita que una vez hice a una prisión, dos años antes, cuando estaba escribiendo un artículo sobre psicología criminal para el periódico de la universidad. Cuando llegamos, los presos se alinearon en el patio y entonaron canciones revolucionarias. Los internos a quienes entrevistamos nos contaron cuánto se habían beneficiado de los trabajos forzados y lo mucho que habían aprendido gracias a ellos. Dijeron que se habían arrepentido de sus delitos contra el pueblo y que querían pagar su deuda con la sociedad trabajando duro. Me imaginé a Dong Yi como uno de ellos, vestido con unas ropas carcelarias que no eran de su medida y con el cráneo rapado. Me asusté de mis propios pensamientos.

Le escribí y en el sobre anoté la dirección del departamento de física de la Universidad de Pekín, el único lugar que se me ocurrió para enviar la carta. Le conté lo de mi matrimonio con Eimin, explicándole que para mí era el único paso posible, como ambos sabíamos, y lo mejor para todo el mundo.

«Con frecuencia no podemos conseguir lo que queremos en la vida, pero al menos sé que alguien me quiere. Ser querida es siempre mejor que estar sola, y mucho más ahora que llevo una existencia solitaria en Estados Unidos -le decía en la carta-. Pero lo que lamento, sobre todo ahora que estoy a miles de kilómetros de distancia y no sé cuándo volveremos a vernos algún día, ni siquiera si lo haremos, es no haberte contado antes la verdad. El tiempo siempre seguía pasando cuando necesitábamos que se detuviera y ahora parece haberse detenido, pero tú no estás aquí para escuchar. Tengo la sensación de haberte engañado y mentido, aunque nunca fue mi intención hacerlo. ¿Podrás perdonarme? Espero que sí. De nada sirve que ninguno de nosotros culpe al otro por las cosas que hicimos y que no hicimos.»

Pero no recibí respuesta. Al cabo de dos meses volví a escribir. Dong Yi no me contestó nunca. Mientras tanto, la vida transcurría con rapidez. En mi clase sólo había ocho chicas, de manera que estudiábamos juntas, nos divertíamos juntas, viajábamos juntas para asistir a conferencias, como hermanas. Mi inglés mejoró rápidamente y pronto pude dejar de grabar las clases. Asistí a mi primera fiesta de Halloween a finales de octubre, vestida con un disfraz de gato que me prestó Ellen, mi compañera de habitación, y bailé con mis muchos amigos. Al mes siguiente, Ellen me invitó a pasar el día de Acción de Gracias en casa de sus padres, en Washington DC.

Así pues, cuando el primer trimestre tocaba a su fin y las Navidades estaban a la vuelta de la esquina, me encontraba entre un montón de amigos agradables y ya no me sentía sola. El hecho de haber sobrevivido a mis primeros seis meses en Estados Unidos también me ayudó a descubrir una fuerza interior que ignoraba que poseía. Me di cuenta de que podía valerme por mí misma y de que no necesitaba a nadie que me rescatara o protegiese. Dicho discernimiento me abrió los ojos y por primera vez vi lo que en realidad me llevó a casarme con Eimin: había tenido miedo, como siempre, de estar sola, sobre todo con la perspectiva de un mundo desconocido y peligroso en el extranjero. También me asustaba el rechazo; durante mucho tiempo había llevado una vida aislada y solitaria y sabía lo que era eso. Pero ahora escudriñaba en mi corazón y no encontraba el amor que antes sintiera por Eimin. Tal vez nunca lo había sentido, tal vez lo había confundido con otra cosa, como la confianza que me inspiraba el hecho de que él estuviera siempre allí y no me fallase nunca. Aquéllas eran las virtudes de Eimin, que yo había considerado la base de nuestro amor, pero entonces me di cuenta de que no eran sino sucedáneos.

De modo que cuando Eimin llamó un día para decir que el papeleo -que yo le había enviado durante mi primer mes en Estados Unidos- ya estaba listo y que llegaría justo a tiempo para Navidad, sentí pánico. Quería disponer de más tiempo para considerar las cosas con detenimiento y tomar una decisión. Me sorprendió la manera en que los acontecimientos se habían precipitado de pronto, como si Eimin se hubiese dado cuenta de que debía actuar con rapidez. En las últimas cartas le había insinuado que mis sentimientos hacia él habían cambiado, pero sabiendo lo mucho que deseaba marcharse de China, no me pareció bien impedir su viaje. «Al menos eso se lo merecía -me dije-. Me culpo por este matrimonio, que cada vez parece un error más grande.» Era joven y estaba confusa.

Pero no quería verle, todavía no, no antes de saber lo que le diría. De modo que, mientras tanto, le pedí que se alojara en casa de uno de sus muchos amigos que habían llegado a Estados Unidos vía Inglaterra. Con la certeza de que era una petición bastante razonable y siendo Eimin una persona muy sensata, no hice ningún preparativo para su llegada, por lo que me pilló totalmente de sorpresa cuando apareció en el departamento con su equipaje.

Aquella noche, cuando Ellen ya se había acostado, tuvimos una gran pelea.

– ¿Cómo se te pudo ocurrir pedirme que fuera a casa de un amigo? ¿Qué iban a decir? -exclamó Eimin.

– ¡No sabía que te preocuparan tanto las apariencias! -repliqué con acritud.

– ¿Qué quieres, volver a casarte? ¿Te has enamorado de alguien aquí? -inquirió mirándome fijamente.

– No.

No tenía tiempo para pensar detenidamente qué quería. Lo único que pedía era un poco de tiempo, pero él no estaba dispuesto a dármelo. Me di cuenta de que ya no se podía hacer otra cosa que encontrar un apartamento pequeño para los dos y estirar los seiscientos dólares mensuales a que ascendía mi beca. Eimin había venido como persona a mi cargo; no se podía hacer nada hasta que no encontrara trabajo.

De modo que dejé de discutir. No sé si Eimin creyó que ya había pasado la crisis o si sencillamente optó por hacerle caso omiso, pero en seguida se puso de excelente humor mientras hacíamos planes para pasar la Navidad en Boston. Eran las primeras Navidades de mi vida. Quedé fascinada con las luces que iluminaban la ciudad y me sentí perdida en la abarrotada zona comercial del centro. Había nieve por todas partes y también gente que cantaba villancicos. Tenía la sensación de haber llegado a un paraíso.

Nos quedamos en casa de Wang Baoyuan, un amigo de Eimin que estaba en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Por la noche, otros amigos, todos ellos varones de más o menos la misma edad que Eimin, acudieron al apartamento de renta limitada en un piso elevado sobre el río Charles.

– Sí, está aquí, en Estados Unidos -gritó Wang Baoyuan al teléfono-. ¿Cuándo podéis venir? Venid en seguida, conoceréis también a su guapa y joven esposa.

Vinieron, bebieron cerveza, fumaron, rieron, gritaron, sintieron calor y abrieron las ventanas. Hablaron de los viejos tiempos, de viejos amigos y conocidos. Hablaron mucho sobre el matrimonio y las mujeres, en particular de las mujeres chinas que vivían en Estados Unidos. Eran el mismo tipo de personas que Eimin, que había vivido la dureza de la Revolución Cultural. Habían sido muy reservados en el Reino Unido y Estados Unidos, pero se enorgullecían de saber mucho sobre la cultura occidental y les encantaba compartir conmigo sus ideas sobre su nuevo país. A pesar de haber vivido muchos años en el extranjero, eran hombres chinos tradicionales y se aferraban a sus valores del pasado. Eimin pertenecía a ese grupo de hombres y en seguida me di cuenta de que era un chino mucho más tradicional de lo que yo nunca había sido como mujer china. Tuve plena conciencia de lo poco que conocía al hombre con quien me había casado.

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