«Imposible romper con ello, pero aún es más difícil solucionarlo.»
Li Yi, siglo ix
Me encontraba delante de su puerta, con un vestido rojo de seda, sin saber qué hacer. A lo largo del pasillo se iban abriendo puertas de las que salían jóvenes en camiseta que charlaban unos con otros entre el chancleteo de sus pasos y el ruido de los palillos al golpear contra los cazos de aluminio. Era hora de cenar y, cuando pasaron por delante de mí, percibí curiosidad en sus miradas.
Me había quedado en blanco. La mitad de mí quería marcharse, regresar al pacífico equilibrio que por fin había conseguido en los últimos días. Pero la otra mitad, mi pobre corazón, deseaba quedarse. El día anterior le había dejado una nota a Dong Yi y ahora lamentaba haberlo hecho. En aquellos momentos deseaba que Dong Yi no estuviera esperándome ahí dentro. El coraje que había anidado en mi corazón el día anterior, cuando subí a toda prisa las escaleras con la carta de Ning en la mano, se había retirado ahora a un jardín secreto donde no podía encontrarlo.
¿Por qué había venido? ¿Para perturbar su feliz vida y la mía? El pasado, pasado estaba. Ning estaba en Estados Unidos. Aquella mañana, Eimin me había dicho que se le había concedido un permiso especial para casarse. Y Dong Yi debía de estar contento con Lan, puesto que no había intentado ponerse en contacto conmigo.
Entonces me dije que estaba siendo ridícula y egoísta. Si de verdad amaba a Dong Yi, querría que fuera feliz, cualesquiera que pudieran ser las consecuencias para mí. Y sabía que Dong Yi sentiría y haría lo mismo por mí. Siempre seríamos buenos amigos. Siempre tendríamos el pasado. Con esa idea en la cabeza, llamé suavemente a la puerta.
Dong Yi me esperaba, pero solo. Eché un rápido vistazo en derredor en busca de alguna señal de Lan, una maleta, una bufanda de seda o un lápiz de labios, pero no encontré nada. «Quizá se haya ido», pensé. ¿Cuándo? ¿Y por qué Dong Yi no había ido a verme?
Nos quedamos de pie en medio de la habitación, que había cambiado muy poco desde la primera vez que la vi tres años antes.
– Hoy estás preciosa. El rojo siempre te sienta bien -observó Dong Yi con dulzura.
Me di cuenta de que se alegraba de verme, pero el tono de su voz era tenso.
– Quería verte antes, porque muy pronto tengo que ir a un sitio. Pero no quería ir a la habitación de Eimin.
Se sentó en la cama de su compañero de cuarto. Entendí que me cedía su cama, la que estaba limpia y arreglada.
– ¿Cómo te ha ido? Aquel día desapareciste sin más. ¿Qué ocurrió? -pregunté fingiendo no saber de lo que me estaba hablando.
– Lan estuvo aquí un par de días.
– ¿En serio? ¿Todo va bien en Taiyuan?
– Sí.
Cuanto menos dispuesto a hablar se mostraba, más deseaba presionarlo para que lo hiciera. Quería saber qué me ocultaba. Quería la respuesta que me merecía y quería hacerle sentir el dolor que yo había sufrido.
– Podrías habérmelo dicho. Me habría gustado conocerla.
– ¿Ah, sí? Tal vez la próxima vez, cuando venga por más tiempo -dijo incómodo.
– ¿La próxima vez? ¿Por más tiempo? ¿Por eso no te has molestado en ponerte en contacto conmigo durante tantos días? Habéis planeado vuestro futuro. ¡Qué bonito!
– No. No es ése el motivo. Quería verte. Pero ocurría todo tan deprisa dentro y fuera de la plaza de Tiananmen que no tuve tiempo. Me alegro de que ahora estés aquí.
Sabía que estaba mintiendo, al menos en parte. Sabía que habría estado ocupado con su papel como intermediario entre los estudiantes y los intelectuales, del mismo modo que sabía que era sincero al decir que se alegraba de verme. Pero lo conocía demasiado bien: no me estaba diciendo la verdad; al menos, no toda la verdad.
– ¿Por qué vino Lan? -inquirí mirándolo fijamente, a sabiendas de que no me mentiría si le hacía una pregunta directa.
– Es raro. -Se quedó mirando un bolígrafo que tenía en las manos-. Llevo unos cuantos días pensando en cómo decírtelo, pero no lo sé. A mí aún me está costando asumirlo. Lo único que puedo decir es que es una sensación extraña, extraordinariamente extraña en realidad.
Entonces levantó la mirada. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí como si el corazón me hubiera dejado de latir.
Dong Yi pronunció las palabras despacio:
– Voy a ser padre.
La furia desapareció. Todos mis pensamientos se detuvieron, el razonamiento se colapso. En aquella ocasión me tocó a mí quedarme sin habla. Pero ya no había nada más que decir.
– En tu nota decías que habías recibido carta de Ning -me rescató Dong Yi.
Busqué en mi bolsa, pero no la encontraba. Estaba totalmente desconcertada, mis ojos miraban, pero no veían, las manos se movían, pero no sabían lo que estaban buscando.
– ¿Dónde puede estar?
Empecé otra vez; rebusqué frenética en la bolsa y encontré un par de lápices de labios, un bolígrafo, dos cuadernos, un diario, el billetero, unas gafas de sol…
– No te preocupes. De todas formas, ahora no tengo tiempo de leerla -dijo Dong Yi-. Tengo que ir a ver al profesor Fang Lizhi.
El profesor Fang, el famoso disidente político, era la persona que más abiertamente criticaba al gobierno chino.
Dejé de buscar inútilmente y alcé la mirada. Mis ojos contemplaron un par de ojos llenos de amabilidad. Entonces oí que su igualmente dulce voz pie preguntaba:
– ¿Te gustaría acompañarme?
Al cabo de cinco minutos pedaleábamos en dirección este por la calle Haidian. No era una tarde fría y el suave aroma de las azucenas perfumaba el ambiente. La gente había salido a la calle para dar el paseo de después de cenar con sus familias, con abanicos de paja en la mano. En las aceras, los niños jugaban con muñecos que se movían al tirar de un hilo.
Pero había indicios de anormalidad. Antes del Movimiento Estudiantil, aquella calle hubiera estado abarrotada de tenderetes que vendían deliciosos refrigerios de toda China: tortas de Tianjin, cordero asado de Mongolia, sopa wonton de Shanghai. Ahora todos los puestos estaban cerrados y amontonados en las aceras. Habían bloqueado el cruce de la calle Haidian con la calle Zhongguancun, que iba de norte a sur hacia el centro de la ciudad; se había establecido un control estudiantil que inspeccionaba los vehículos que pasaban. Dichos controles habían aparecido en los alrededores de los principales campus universitarios de Pekín con el objetivo de impedir que se acercaran las tropas.
El viento fresco debía de haberme calmado. Felicité a Dong Yi por la noticia del embarazo de Lan. Los dos teníamos claro que necesitábamos decirnos muchas cosas. Pero no menos claro estaba también que no era el momento oportuno para ello.
– Le dije a la profesora Li Shuxian que estaría allí a las siete.
A diferencia de la mayoría de chinos, Dong Yi siempre era muy estricto en cuanto a la puntualidad. La profesora Li era la supervisora de Dong Yi y la esposa del profesor Fang Lizhi.
– No te preocupes, llegaremos a tiempo -afirmé mientras pedaleaba con fuerza para seguir su ritmo.
Pero llegamos tarde. Cuando aparcamos las bicicletas delante del anodino edificio en forma de caja de cerillas y subimos las escaleras corriendo, ambos íbamos sudando y teníamos la cara encendida.
Nos abrió la puerta el profesor Fang Lizhi en persona. Llevaba gafas, su rostro era redondo y tenía un cuerpo redondo: su aspecto no era precisamente el que me había imaginado que tendría el «enemigo público número uno». Nos recibió con una voz enérgica y profunda, tan poderosa que resonó por las escaleras.
– Lamento llegar tarde -se excusó Dong Yi, que luego estrechó rápidamente la mano al profesor Fang y me presentó.
Lo seguimos hacia el salón, una estancia espaciosa y aireada, decorada con el mismo estilo neutro que el exterior del edificio. Mi mirada se vio atraída por la artesanía y los objetos decorativos chinos que había repartidos por la habitación y cuyo colorido contrastaba totalmente con el apagado fondo.
El profesor Fang nos condujo hacia la ventana y señaló el coche negro que había aparcado abajo en la calle.
– Es la policía secreta -me dijo Dong Yi.
El profesor había estado bajo vigilancia policial desde el incidente en la fiesta en la embajada estadounidense. Fang añadió que la policía se mostraba mucho menos cautelosa a raíz de la declaración de la ley marcial, y que el día anterior le habían dicho que era mejor que se quedara en casa y no hablase con los periodistas extranjeros.
El incidente en la fiesta de la embajada estadounidense sucedió en febrero de 1989, cuando el presidente de Estados Unidos, George Bush padre, visitó China. Se organizó una barbacoa en la embajada para dar la bienvenida al presidente y el profesor Fang fue invitado. La invitación enfureció al gobierno chino, que impidió que Fang asistiera.
El profesor Fang, a quien habían expulsado del Partido en 1987 por apoyar a los estudiantes, tomó asiento en una silla ante nosotros. Había sido vicerrector de la Universidad de Ciencia y Tecnología, de modo que se sentía aislado de la conexión directa que había tenido con los estudiantes.
– ¿Cómo está la situación en las calles? -nos preguntó.
– Decenas de miles de estudiantes y ciudadanos de Pekín han salido a protestar contra la ley marcial -respondió Dong Yi-. Hoy mismo he ido a la plaza de Tiananmen, y todos los cruces del bulevar de la Paz Eterna están bloqueados.
– ¿Qué clase de barreras han puesto?
– Sobre todo autobuses, a veces rickshaws o puestos de venta callejera.
El profesor Fang nos preguntó entonces si había alguna noticia sobre la llegada de tropas.
– Sí, pero por lo que tengo entendido, sólo en pequeñas unidades, y todas han sido detenidas por los ciudadanos y los estudiantes de Pekín.
De pronto, Dong Yi me pareció mejor informado que todos los demás estudiantes del campus.
– ¿Has visto alguna?
– De hecho sí, esta misma tarde. Una sección ha entrado en el centro de la ciudad por la puerta norte. Cuando llegamos allí, unos centenares de ciudadanos ya los habían rodeado. La gente gritaba a los soldados que no emplearan la fuerza con los estudiantes. Hubo una persona que dijo: «¡Los estudiantes hacen esto por nuestro país y también por vosotros!».
– ¿Iban armados los soldados? -preguntó el profesor Fang preocupado.
– No.
– ¿Y qué ha ocurrido?